11 de junio de 2014

Reseña de La estirpe de Leonor de Aquitania. Mujeres y poder en los siglos XII y XIII, de Ana Rodríguez

«Ni desesperadamente oprimidas, ni maravillosamente libres.» 
Pensar en mujeres en la Edad Media es asimilar su papel a una posición subordinada al preponderante rol masculino. Un rol masculino en un mundo eminentemente masculino (como lo han sido todos, ¿verdad?). Pensar en mujeres de los siglos XII y XIII como Leonor de Aquitania, su nieta Berenguela de Castilla, Urraca de Castilla y León (hija de Alfonso VI de ambos reinos y madre del imperator Alfonso VII), Blanca de Castilla (madre de Luis IX de Francia) es acercarnos a mujeres únicas, excepcionales en la gestión del poder y en la capacidad de decidir. Hubo más Eloísas que Leonores, tengámoslo en cuenta. Y cuando estas mujeres tuvieron acceso al poder, las crónicas de la época las presentaron como viragos (mujeres con características viriles) o jezabeles (reinas manipuladores y lujuriosas), merecedoras de críticas y de una conveniente damnatio memoriae. El mundo de los hombres que ejercían, ostentaban o aspiraban al poder necesitaba el olvido del rol de las mujeres de las que habían heredado ese poder. Leonor de Aquitania (1124-1204) se convirtió en símbolo de una época: dos veces reina (de Francia y de Inglaterra), heredera del mayor ducado en el reino franco, madre de diez hijos en sus dos matrimonios, protectora y animadora de las ambiciones de varios de ellos contra el León inglés (cómo no recordar a Katharine Hepburn en el papel de este personaje en El león en invierno [1968]), guía de sus nietas (acompañó a la pequeña Blanca, hija del rey Alfonso VIII de Castilla, a la corte del rey francés para convertirla en la esposa del futuro Luis VIII) y mecenas del monasterio de Fontevraud (donde moriría) simboliza a esas mujeres de la élite medieval que estuvieron cerca y disfrutaron del poder. Su estirpe fue numerosa: reinas en diversos territorios europeos, fundadoras de monasterios, patrocinadoras de crónicas, mecenas del arte. Mujeres con historias que contar, y a este empeño dedica Ana Rodríguez el delicioso libro La estirpe de Leonor de Aquitania. Mujeres y poder en los siglos XII y XIII (Crítica, 2014), una más que recomendable lectura.

Acercarnos a las mujeres (de la élite, insistimos, la que deja un rastro que seguir en los textos y crónicas, en el arte y la arquitectura) significa comprender el matrimonio de las casas reinantes en Europa: las dificultades para superar las estrictas leyes de consanguineidad que la Iglesia imponía, lo cual daba pie a menudo a divorcios; la importancia de la dote como fuente de la riqueza y la influencia de estas mujeres; el papel de los viajes, de la búsqueda de mujeres de alto linaje para ser casadas con reyes y príncipes en un mundo en el que los lazos familiares eran comunes y la necesidad de no contraer matrimonios con riesgo de consanguineidad apremiaba. No era sólo un matrimonio en clave política, en el que el amor era secundario (no entraremos en el amor cortés de la poesía trovadoresca), sino un pilar esencial de la institución monárquica en reinos que surgían de las cenizas del tronco carolingio (Francia), de la conquista normanda (Inglaterra) o de la diversidad y pluralidad de tradiciones monárquicas (la península Ibérica). Leonor de Aquitania nos acerca a las políticas matrimoniales, a las disputas por la dote (y la riqueza de las mujeres que hicieron gala de la misma) y al disfrute del poder en esta época. Pero no sólo ella: su hija Leonor casó con Alfonso VIII de Castilla y fundó el monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, a las afueras de Burgos; sus nietas Berenguela y Blanca fueran regentes y madres de reyes (Fernando III de Castilla y León y Luis IX de Francia, respectivamente); su tataranieta Leonor de Castilla fue reina en la Inglaterra de Eduardo I y dejó un legado en la corte inglesa. Fueron madres, esposas e hijas de reyes, como Urraca de Castilla y León (1081-1126), ora enaltecida y ora denigrada en crónicas coetáneas, heredera de dos reinos pero no reina por derecho propio, y olvidada por su hijo, Alfonso VII, para quien detentara y conservara el poder. Las crónicas mencionan a esas mujeres, y otras, pero minimizan su influencia. La imagen de la mujer como una figura necesaria (la fuente de hijos que habrían de heredar reinos y riquezas) era al mismo tiempo dejada en la nebulosa que conduce al olvido, pues su presencia era al mismo tiempo una amenaza del rol masculino que todo lo dominaba.

Evangeliario de Enrique el León de Sajonia, siglo XIII, catedral de Braunschweig, Wolfenbüttel (Alemania).
Coronados el duque y su esposa Matilde, hija de Enrique II de Inglaterra (a su derecha) y nieta de la emperatriz
Matilde (a la derecha de éste). En el extremo, Una Leonor de Aquitania a la que la cartela no menciona ni
identifica ni otorga corona alguna.

Leer el libro de Ana Rodríguez nos acerca a historias de mujeres con poder, mujeres que modularon la memoria histórica y que no se resignaron a ser simples peones; mujeres que fundaron monasterios (como Santa María la Real de las Huelgas en Burgos o Las Dueñas en Zamora, siendo incluso abadesas con un poder que desafiaba a obispos y papas. Nos acerca a la experiencia de esas mujeres en cortes que no conocían, con costumbres que comprendían y con idiomas que debían aprender. La corte real no era sólo un espacio de poder sino también un centro simbólico de la legitimidad de ese poder, y en ese espacio las reinas (generalmente foráneas) lidiaron con minorías de edad de sus regios hijos y con la oposición eclesiástica y nobiliaria. No se quede el lector con la simple imagen de reinas con poder, sino que vaya más allá, como la propia autora concluye en uno de los capítulos:
«[…] las mujeres no se dedicaban simplemente a hacer donaciones a las comunidades masculinas de monjes para que rezaran por la salvación de las almas de sus maridos y demás parientes. Tomaron, más bien, las riendas de la conmemoración, fundaron monasterios por lo general femeninos gobernados por sus hijas y nietas, crearon espacios funerarios, actuaron como intercesoras entre los vivos y los difuntos, canalizaron la expiación de sus pecados, comandaron la escritura de crónicas que enaltecían a sus ancestros y la realización de objetos que los representaban. Participaron activa y conscientemente, junto a quienes se han considerado tradicionalmente los guardianes oficiales de la memoria, en la creación de una cultura conmemorativa que es uno de los rasgos fundamentales y distintivos de una sociedad como la medieval en la que el pasado legitimaba el presente, los muertos a los vivos y los eclesiásticos a los laicos. Leonor de Aquitania primero y sus hijas después promovieron y reforzaron una tradición memorial que, aprendida en las cortes en las que se criaron o asimilada de los entornos en los que vivieron y ejercieron el oficio regio, transformó el paisaje, físico y mental, de la Europa de la Edad Media». (pp. 236-237) 
Déjese llevar el lector en un libro que atrapa desde la primera página, que se lee con un enorme interés y que nos deja una imagen mucho más amplia de lo que se puede imaginar acerca de esas mujeres con poder, o dependientes del mismo. Un libro delicioso y lleno de reflexiones sobre la esencia de la gobernanza en los reinos de la Europa occidental del Medievo. Y sobre el papel de las mujeres que, antes o después de Leonor de Aquitania, hicieron lo posible por no ser meras máquinas reproductoras: mujeres que eran en sí una anomalía y gozando de un poder transitorio y no permanente, que aprovecharon la oportunidad y dejaron sus experiencias para el recuerdo… o el olvido.

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