25 de junio de 2019

Crítica de cine: En los 90, de Jonah Hill


Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.


A Jonah Hill (n. 1983) lo hemos visto crecer como actor: desde su debut en Extrañas coincidencias (2004), peculiarísima, película del (sobrevalorado) director David O. Russell, ha encadenado notables papeles en la comedia –Virgen a los 40 (2005), Supersalidos (2007), 21 Jump Street (2012) [estrenada en España como Infiltrados en clase] y su secuela 22 Jump Street (2014) [Infiltrados en la universidad]– con interpretaciones de altura en Moneyball (2011) y (especialmente) El lobo de Wall Street (2013), ha puesto la voz en numerosas películas de animación e incluso ha tenido alguna incursión en las series de televisión, como Maniac (Netflix: 2017). Siempre ha tenido el gusanillo de la escritura de guiones: así, parte del guion de 21 Jump Street es obra suya, por ejemplo; un filme que adaptó la serie televisiva protagonizada veinticinco años atrás por un joven Johnny Depp (la recordamos los que ya peinamos canas) y que es realmente divertido. Como todo actor con curiosidad que se precie, Hill tarde o temprano se pondría en las labores de la dirección. Lo ha hecho, encargándose del guion, además, en un filme de apariencia muy indie: En los 90.

La trama transcurre, como indica el título, a mitad de la década de los años noventa… un período que parece quedarnos muy lejos (¿por qué recordamos con más nitidez los años ochenta y en cambio pasamos bastante de largo por la década posterior? ¿Tan malos nos parecen?). Stevie (Sunny Suljic) tiene 13 años y vive en un barrio de Los Angeles. El verano es tan asfixiante como vivir con un hermano, Ian (el cada vez más ubicuo Lucas Hedges), enfadado con el mundo y todo un abusón, y su madre, Dabney (Katherine Waterston), que bastantes preocupaciones tiene para sacar a flote a esta familia monoparental como para estar al tanto de los antros en los que se mete Stevie. Y es que el chaval ha quedado fascinado con un grupo de skaters que pululan en una tienda de monopatines y parafernalia varia. Desde entonces, acudirá al local cada día y poco a poco hará buenas migas con el grupo de jóvenes, más mayores que él, que suelen pasar el tiempo en la tienda, haciendo piruetas con el monopatín, bebiendo y fumando, y yendo a fiestas. 

Es un ambiente extraño para un crío de la edad de Stevie, pero al que éste se acaba acostumbrando, aun teniendo que aprender sobre la marcha a ir en monopatín. Stevie congeniará primero con Ruben (Gio Galicia), un chaval un par de años mayor y que lo tratará como su “protegido”, y pronto se hará colega del extravertido y bastante excesivo en todo Fuckshit (Olan Prenatt), el más extravertido, para acabar siendo prácticamente adoptado por el líder del grupo, Ray (Na-Kel Smith), que se prepara para ser un skater profesional. Con ellos, cámara en mano, está Fourth Grade (Ryder McLaughlin), más introvertido y a quien todos tratan como su fuera un crío (de ahí su mote, equivalente en España a de cuarto de primaria). Con ellos, Stevie se sentirá más en casa que en la suya propia y conformarán una particular familia, quizá la que un chaval que se abre camino en la adolescencia necesita para sentirse alguien.

En los 90 es una película que se sostiene en el esfuerzo de echar mano de la nostalgia noventera (¿existe?) con un punto de melancolía teñida de un cierto idealismo, con el mundillo del skateboard como escenario principal, una banda sonora que a poco que la escuches te transporta a aquellos años –como en la serie norirlandesa Derry Girls (Channel 4: 2018-) o en la prematuramente cancelada Todo es una mierda (Netflix: 2018) y con un cierto eco a cintas como Boyhood (Richard Linklater, 2014) o, más lejos aún, filmes de Larry Clark como Kids (1995) o Ken Park (2002), sin el rollo depresivo-nihilista de estas últimas. Pero, al margen de las referencias pedantes que al espectador le puedan venir a la cabeza, la película de Jonah Hill desborda una personalidad propia y se presenta como un más que interesante filme de debut en la dirección.



Lo que ves en la pantalla es lo que hay: una historia de ninis sin alardes técnicos, con actores prácticamente desconocidos o noveles –Sunny Suljic aparece como un skater mucho más talentoso que Stevie en la también reciente No te preocupes, no llegará lejos a pie de Gus Van Sant, película en la que Hill tiene un papel secundario, y en la menos interesante El sacrificio de un ciervo sagrado de Yorgos Lanthimos; si es que los “rarunos” se acaban juntando…– y unos escenarios callejeros naturales que dotan de “verismo” a un filme que acaba siendo más de lo que inicialmente parece. Jóvenes que, quitando a Ray y su sueño de dedicarse profesionalmente al skateboard profesional, pasan los días –en unos tiempos en el que la peña no apartaba la mirada de la pantalla de un móvil y pululaba por las calles como si fueran suyas– sin oficio ni beneficio, pero sin lamentarse demasiado por ello y sin culpar necesariamente a nadie. Stevie se dejará influenciar por esta particular bohemia callejera y con la noción del “espíritu libre” que acompaña a personajes perdedores como Fuckshit, que, aunque no lo verbalicen siquiera entre los colegas más cercanos asume que su vida será un fracaso y que, ya puestos, lo mejor es darle al skate, beber y tontear con las chicas. 

El despertar sexual de Stevie, la conflictiva relación con un hermano que va de duro por la vida (pero es consciente de ser un pringado más) o la sensación de que en el chaval protagonista el propio Jonah Hill proyecta experiencias vividas o conocidas de cerca, jalonan un filme al que en ocasiones se le ven algo costuras; pero que también depara secuencias “íntimas”, como cuando Stevie curiosea las ordenadas (y preciadas) posesiones e la habitación de su hermano y curiosea que alberga (un particular sancta sanctórum que, de un modo u otro, los que tenemos hermanos mayores reconocemos al instante), o alguna charla de este muchacho con Ray y que nos permiten conocer muy de cerca al líder natural de la banda. 



El resultado es una película que parece carne de festivales como Sundance y que posiblemente el propio Jonah Hill acabará mirando con una cierta distancia dentro de unos años, pero que al mismo tiempo desborda naturalidad (sin negarle un ligero punto de artificiosidad) y transmite las efervescentes emociones de un chaval de trece años que descubre un mundo nuevo. Que la película termine antes de que Stevie comience a ver (y no es nada tonto el personaje) el lado amargo de la vida es un punto a favor: que no falte un poco de idealismo, pues ya se encargarán los años y la experiencia de teñirlo (todo) de amargura.

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