13 de octubre de 2018

Crítica de cine: First Man, de Damien Chazelle

El cine del espacio es un género propio, en el que a veces se mezcla el retrato de misiones reales con lo fantástico, el terror o incluso el thriller (ejemplos hay tantos que cada cual puede mencionar los que quiera). En clave más “histórica” hemos tenido desde las pruebas del Proyecto Mercury (1961-1963) para enviar tripulantes al espacio en Elegidos para la gloria (Philip Kauffman, 1983) a un “glorioso fracaso” como fue la misión de Jim Lovell, Fred Haise y Jack Swigert en el Apolo 13, en abril de 1970, en la película homónima de Ron Howard (1995). Pero sobre el primer alunizaje en nuestro satélite, la misión Apolo 11 (julio de 1969), el cine aún no se había acercado. Y es curioso, pues se trató del mayor éxito que logró la NASA hasta entonces (y casi me atrevería a decir que también desde entonces): lograr que dos hombres, Neil Armstrong y Edwin Buzz Aldrin, pasearan por la superficie lunar (con un tercero, Michael Collins, orbitando alrededor del satélite). “Este es un pequeño paso para [un] hombre, un gran salto para la humanidad”, la famosísima frase que pronunció Armstrong cuando pisó por primera vez la superficie de la Luna, pasó a la historia, de la misma manera que lo hizo el personaje, que, como Charles Lindbergh cuando cruzó el océano Atlántico en avión por primera vez en 1927, ya no pudo despegarse de la leyenda de lo que hizo entonces. Un Neil Armstrong, no obstante, que pudo no ser ese “primer hombre” al que hace referencia la película de Damien Chazelle y no buscó una fama que prefería evitar. Su vida pareció encauzada para lograr aquella hazaña, pero en su interior había otras cosas aparte de la épica y el triunfalismo: había mucho dolor y un sentimiento de pérdida que quizá no le abandonó jamás.


First Man no es la típica (y tópica) película de astronautas. De hecho, los hechos de la misión Apolo 11 se desarrollan en el tercio final de un filme que, hasta entonces, ahonda en la personalidad de Neil Armstrong. Basada en el libro homónimo de James R. Hansen (publicado en 2005), considerada la biografía oficial (o autorizada) de Armstrong, la película de Chazelle recoge, de manera lineal y con algunos saltos en el tiempo, diversos episodios de la vida de Armstrong durante la década de 1960. Desde sus pruebas como piloto para el NACA (siglas en inglés del Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica), entidad posteriormente absorbida por la NASA, a principios de aquella década, pasando por su “fichaje” por esta agencia y su participación en el Programa Gemini desde 1962, proyecto que sucediera al ya mencionado Mercury y cuyo objetivo en enviar astronautas al espacio en el marco de una carrera contra la Unión Soviética y que los rusos, Gagarin y otros cosmonautas mediante, lideraron en aquellos primeros años sesenta. La nave Gemini 8, con Armstrong y David Scott como pilotos, fue lanzada al espacio en marzo de 1966: el objetivo era acoplarse con una nave no tripulada lanzada unos minutos antes y así preparar el terreno para una misión tripulada a la Luna en los años siguientes. Armstrong entraría después en el Programa Apolo, de azarosos avatares (la trágica misión Apolo 1 en enero de 1967) y, por ir resumiendo un poco, finalmente fue elegido para comandar el Apolo 11, la misión que debía llevar a los primeros hombres al satélite lunar… y regresar. 

Chazelle, a partir del guion de Josh Singer, nos presenta a un hombre ante un desafío, como ya hiciera en películas y guiones previos: el torturado músico de Grand Piano (Eugenio Mira, 2013), el estudiante de batería en Whiplash (2014), el músico de jazz en La La Land (2016). La música ya no es protagonista en este filme –aunque hay una pieza musical que obsesiona al protagonista– y el desafío del contenido y aparentemente apático Armstrong que interpreta Ryan Gosling (un personaje que le viene que ni pintado a su hieratismo habitual) no es tanto lograr aterrizar en la Luna como superar la pérdida de su hija Karen, fallecida a los dos años de edad por un cáncer. Ese dolor que no cesa nunca permanece en el interior de Armstrong, incapaz de verbalizarlo siquiera con su esposa Janet (Claire Foy) y cuya presencia es constante en la vida del personaje, incluso en la famosa misión lunar. Ese trasfondo traumático acompaña al personaje a lo largo de todo el metraje y se convierte en el tema de fondo del filme. Hay una secuencia, una rueda de prensa a varios pilotos, en el que una periodista pregunta a Armstrong si estando tan lejos de la Tierra es posible encontrar a Dios (o algo parecido, escribo de memoria); quién sabe si Armstrong se preguntara si, en la inmensidad del espacio exterior, si podría encontrar, ya no a Dios, sino a la pequeña Karen. 



La película, a diferencia de otros hitos del género, rehuye la épica que habitualmente se suele asociar a los astronautas y los viajes por el espacio, y se centra en numerosos momentos en las distancias cortas. Es más, nos sitúa, como espectadores, a escasos centímetros de Armstrong en el interior de estrechas y claustrofóbicas cabinas de aviones y naves espaciales. Hay escasos planos generales, tan habituales en este tipo de filmes, con panorámicas de la Tierra desde el espacio. Ya en la primera secuencia se muestran las señas de identidad: dentro de la cabina de un avión, oyendo la respiración y con primeros planos de los ojos de Armstrong en el interior del casco, sintiendo el miedo y la tensión, yendo más allá de la atmósfera terrestre, sintiendo que si vamos un poco más allá y ya no podemos regresar. No es esta una película para quien sienta claustrofobia en un ascensor o en pequeños espacios cerrados, que abundan en el filme. Y es precisamente una de sus virtudes, si no la principal: hacer que nos sintamos aterrados, que seamos conscientes del riesgo que suponía pilotar una nave que a menudo era ingobernable y que temamos por nuestra vida. Así era la vida de astronautas como Armstrong, que se jugaban el pellejo cada vez que subían a una nave y despegaban hacia las alturas. Como los pilotos de los cazas de las dos guerras mundiales, cuyo asiento estaba situado a menudo sobre el tanque de combustible y cuya vida estaba constantemente en peligro. Hay que recordar, además, que las naves espaciales de aquellos años sesenta eran muy endebles y con carcasas tan finas como unas pocas hojas de papel, y que fueron lanzados al espacio, a cientos de miles de kilómetros de la Tierra en módulos con esas características. Los balanceos, las constantes sacudidas, antes y después del lanzamiento, las alarmas que se encendían y sin saber por qué, las pérdidas de conocimiento: la imagen romántica de las misiones espaciales no suele contar el desgaste físico y emocional que suponía un lanzamiento y cómo domeñar un artefacto que se regía por leyes mecánicas y físicas que muchas veces no se podían controlar. El filme de Chazelle incide en ello de manera muy “física”.



También la película, en paralelo con una épica (y una impostura) a menudo ausentes, trata cuestiones como la presión mediática sobre un programa espacial que consumía cuantiosísimos recursos que podrían haberse dedicado a solucionar problemas en un país en el que millones de personas vivían bajo el umbral de la pobreza. ¿Llegar a la Luna y superar a los soviéticos valía la pena a costa de la muerte de astronautas en misiones y pruebas? ¿La carrera espacial, con un enorme valor propagandístico en el marco de la Guerra Fría, justificaba el desembolso de los bolsillos del contribuyente? ¿Cómo justificar ante el Congreso estadounidense un programa que costaba tanto y hasta entonces daba tan poco, prácticamente nada? Cuestión aparte merece la presión que el trabajo en la NASA suponía para las familias de los pilotos y astronautas: la tensión de cada lanzamiento, la incertidumbre sobre si regresarán los que despeguen hacia la órbita terrestre, no digamos ya el espacio exterior, cómo afrontar la pérdida de un marido que murió atrapado en el interior de la cabina de una de esas naves. Qué decirles a los hijos cuando partes hacia lo desconocido y no sabes con certeza si volverás.



Y queda la misión Apolo 11. Sobrecoge el estilo empleado por Chazelle, desde un lanzamiento casi de noche y a escondidas (no lo fue tanto, desde luego) y un alunizaje en el que no hay una visión triunfalista: la misión pudo haber fracasado en varios momentos y los astronautas sin posibilidad de retornar. Sobrecoge ese tramo final por la sencillez con que se muestra, muchos primeros planos (y muchos "espejos" en los que ver lo que nos "perdemos"), mucha tensión en ese cubículo y en ese módulo lunar. Sobrecoge por esa sensación de la nada absoluta sobre la superficie lunar: esa oscuridad en el horizonte, el temor a lo desconocido apenas unos metros más allá. Las dos horas y pico que Armstrong y Aldrin (Corey Stoll) pasaron “en” la luna se sintetizan al máximo, sin alharacas patrioteras… levantando ampollas en unos Estados Unidos actuales que sienten que les han “escamoteado” la icónica imagen de los dos astronautas plantando la bandera nacional en la Luna, certificando así el dominio cuasi colonial del satélite. Y no será que no aparecen barras y estrellas en el filme, pero sin exhibicionismos vanos. Se ha tildado de “antipatriótica” a esta película por aquellos lares, una crítica insustancial que no permite ver muchas cosas, incluido un patriotismo que, parafraseando al teniente Kaffee (Tom Cruise) en Algunos hombres buenos (1992), no es una pegatina en un brazo. 



First Man es una extraordinaria película que trasciende lo banal y el postureo de muchas películas del espacio. Nos habla de una conquista, sí, pero también del dolor y de la pérdida, de sentimientos que nunca nos abandonarán por muy lejos que vayamos y por muchas cosas gloriosas que hagamos. Es contenida en fondo y forma, y también muy elocuente sobre aquello que realmente importa y que está aquí, en este planeta; en ocasiones recuerda incluso a Terrence Malick y El árbol de la vida en algunas secuencias sobre Armstrong y su familia. Damien Chazelle cambia de registro, pero en el fondo sigue hablando de los temas esenciales, de aquello que ha tratado en su filmografía anterior. Hay tensión dramática, cómo no, y también melancolía, mucha melancolía alrededor de un Neil Armstrong que no se deja seducir por el aura romántica de las misiones espaciales (quizá por ello lo escogieron para comandar el Apolo 11 frente a un Buzz Aldrin bastante más volátil, por no decir algo bocazas). La secuencia final es la muestra palmaria del tono sencillo y desapasionado que se ha querido ofrecer, en el que incluso la música, a cargo de Justin Hurwitz, está “a tono” con la imagen y el discurso de una película insospechadamente introspectiva (a destacar el tema del alunizaje, con una épica más sutil). Y muy emotiva. Mucho.

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