27 de julio de 2018

Crítica de Misión: Imposible - Fallout, de Christopher McQuarrie

Con sus 56 años recién cumplidos, ya hace un tiempo que tenemos la sensación que Tom Cruise se está confundiendo con el personaje de Ethan Hunt en la saga Misión: Imposible. Han pasado 22 años –y se dice rápido– desde que se estrenó la primera película de la franquicia (y por la que no pasa el tiempo), dirigida por Brian de Palma, y su protagonista está más incombustible que nunca. ¿Podrá seguir Cruise con Ethan Hunt en una futurible séptima entrega (de la que ya se está hablando), que, en caso de realizarse, llegaría a la gran pantalla a inicios de la tercera década de este siglo y con el actor a punto de entrar en los sesenta? ¿Se mantendrá tan en plena forma como, de manera harto curiosa, parece hacerlo entrega tras entrega? ¿Y hasta qué punto seguirá siendo “creíble”, si es que podemos emplear esta palabra, un héroe tan resolutivo como Hunt? Imaginando un eventual retiro (¿alguna vez se jubilará?) y una vejez del personaje (¿llegará vivo a ella?), uno tiende a sospechar que para entonces Hunt necesitará algo más que terapia psicológica.


Tomemos, si se me permite el ejercicio de montar este paralelismo, a un personaje histórico como Alejandro Magno: murió a los 33 años de edad, posiblemente de malaria, pero con el cuerpo cosido de cicatrices; como Hunt, el rey macedonio no eludía el combate en primera línea y a menudo había que insistirle en que no se jugara a la vida (al menos en dos ocasiones estuvo en un tris de morir en plena batalla). Su prematura muerte le abrió las puertas de la leyenda, prácticamente del mito, pero, con la ventaja que aporta ver las cosas a toro pasado, cuesta imaginar que Alejandro hubiera llegado a anciano; y, en caso de haberlo hecho, uno se pregunta en qué estado habría llegado. Con Hunt, obviando las comparaciones odiosas, también podemos preguntarnos hasta qué punto llegará a una venerable edad (el personaje, no el actor) y en qué momento resultará ridículo que vuelva a asumir el papel de salvador del mundo (o de la mitad del mismo), como el caso de Indiana Jones interpretado por un septuagenario Harrison Ford en una eventual quinta entrega de su serie; será entonces cuando nos planteemos qué es más ridículo: que el héroe consiga resolver la situación una vez más y en el último minuto, cuando (una vez más) parecía imposible, o que el actor pueda seguir encarnando a un personaje que no parece envejecer. Y es que, lo dicho, han pasado 22 años desde que viéramos a Hunt/Cruise colgarse del techo para penetrar en la cámara más sellada de la sede de la CIA en Langley o estar a punto de ser degollado por el aspa de un helicóptero en el interior del Eurotúnel.


Con la serie cinematográfica Misión: Imposible también sucede que, entrega tras entrega, todo es más imposible (hasta el punto de que esta palabra se le ha quedado corta) y, aun así, todo se resuelve con éxito, dejando la puerta abierta para una nueva misión, mayor que la anterior, que, “si decide aceptarla”, nuestro héroe se encargará de cumplir. Ya al final del cuarto "episodio", Protocolo fantasma se mencionaba al Sindicato, la organización terrorista de antiguos agentes especiales liderada por Solomon Lane (Sean Harris) que puso en jaque a Ethan Hunt en la siguiente entrega. Con este Sindicato y sus coletazos la saga ha entrado en otra dimensión, con nuevos personajes –Ilsa Faust (Rebecca Ferguson) y el director Alan Hunley (Alec Baldwin)–, que se suman a los llegados hace poco –William Brandt (Jeremy Renner), ausente ahora–, los ya consolidados desde el principio –Luther Stickell (Ving Rhames), cada vez más avejentado– o alguno asiduo desde la tercera entrega –Benji Dunn (Simon Pegg)–. Por el camino se han quedado otros agentes y mandos superiores –quién se acuerda hoy en día de los personajes que encarnaron John Polson, Jonathan Rhys Meyers, Maggie Q, Laurence Fishburne o Paula Patton en las entregas anteriores–, pero la vida “personal” de Ethan hunt se ha enriquecido desde la primera entrega. Al principio no parecía tener vida privada, hasta que descubrimos al inicio de la tercera película (en un giro absoluto respecto el final abierto de la segunda parte) que estaba prometido con Julia Meade (Michelle Monaghan), personaje que debió “desaparecer”, por su propia seguridad, en Protocolo fantasma, cuando se dejó de numerar las películas para añadir unas palabras a modo de subtítulo. Hunt debía vivir separado de Julia si quería que ella pudiera vivir libremente y no ser víctima de un secuestro por parte de un enemigo de la FMI (Fuerza de Misión Imposible), como sucedió precisamente en aquella tercera entrega a manos de Owen Davian (memorable Philip Seymour Hoffman, encarnando al mejor villano de la serie). Pero el personaje de Julia, que ya parece fijo, volvió a aparecer precisamente al final de Protocolo fantasma –en la que se nos explicaba el porqué de la separación de ambos–, para desaparecer totalmente en en la quinta entrega, Nación secreta, y sin que se hiciera ninguna mención explícita (ni siquiera a nivel de “oye, ¿y tu mujer qué tal?”). 

Volvemos a ver a Julia en Fallout – que se traduciría como “efectos colaterales”, algo que subyace en la trama–, esta vez separada legalmente de Hunt (se ha vuelto a casar, con lo cual ha pasado un cierto tiempo, aunque la cronología interna de la franquicia no parezca dar esa sensación). Pero el temor del protagonista a que pueda sufrir algún daño por su culpa sigue muy presente. Recordemos que al final de Misión: Imposible II Hunt parecía iniciar una relación duradera con Nyah (Thandie Newton), de la que no volvió a saberse nada, realizándose en cierto modo una cierta damnatio memoriae sobre este filme (tampoco cuesta imaginar por qué…). De hecho, argumentalmente hablando, hay una clara línea de continuidad desde el tercer episodio de la franquicia, dirigido por J.J. Abrams, que ha desarrollado desde entonces una labor entre bambalinas como productor ejecutivo. Si recordamos ese inicio de la tercera película, Hunt estaba retirado del servicio activo (o de jugarse el pellejo en misiones prácticamente suicidas),  trabajaba  como adiestrador de agentes de la FMI y estaba dispuesto a abrazar una vida privada plena y casarse con Julia (que le suponía un anodino funcionario de carreteras); pero la captura de una de sus pupilas, Lindsey (Keri Russell), por parte del citado Davian le “obligaba” a retomar un oficio del que, a este lado de la pantalla, nadie duda que es lo único que sabe hacer. Ya entonces se planteaba la dificultad de conciliar un trabajo tan agotador (salvar el mundo es lo que tiene) con la vida personal e incluso familiar. A partir de ahí, y ya en las entregas no numeradas, las misiones aumentaron en cuanto a “imposibilidad” por no decir peligro mundial: sucesivamente, un atentado en la Plaza Roja de Moscú y el robo de material nuclear, la aparición del Sindicato, que realizaba atentados y masacres por todo el planeta, y ahora, en Fallout el robo de una cantidad de plutonio por parte de los sucesores del Sindicato (autodenominados los Apóstoles) y la construcción de dos bombas nucleares capaces de provocar la muerte de un tercio de la población mundial en una zona especialmente sensible: la intersección de China, la India y Pakistán en la región de Cachemira. 

Y Hunt sigue ahí, casi como el único capaz de hacer frente a esas amenazas, cada vez más globales y cada vez más “imposibles” de resolver (en comparación, el problema de la primera película de la franquicia resulta fácil de solucionar). Pero Hunt comienza a ser consciente (o le obligan a serlo) de que ni siquiera él parece la persona idónea para encargarse de esas misiones; ya el inicio de este Fallout plantea un dilema: en un momento determinado, nuestro héroe debe elegir entre recuperar el plutonio que podría causar, bombas mediante, la muerte de millones de personas o salvar a una persona de su equipo. Hunt no lo duda y escoge lo segundo, pero al hacerlo olvida el objetivo de la misión. El secretario Hunley, reconvertido en director de la FMI al final de Nación secreta, se lo dice crudamente: que no tengas claro qué debes hacer en la eventualidad de salvar a millones de personas o a una sola, plantea un problema importante. La nueva directora de la CIA, Erica Sloane (Angela Bassett) tampoco se fía de la capacidad de Hunt para entender qué es lo más importante cuando está en juego la seguridad global. Y es que el sentido moral del héroe, capaz de poner en peligro su pellejo para hacer el bien, pero incapaz de permitir que alguien querido muera en una misión, ya no es aceptable cuando hay un riesgo infinitamente mayor… y más en estos tiempos de terrorismo global. Por ello Sloane –que, por otro lado, no quiere tener a la FMI como rival en el desempeño de las labores de inteligencia– pondrá a alguien de su confianza en el equipo de Hunt: el agente especial August Walker (Henry Cavill), rocoso y tan seguro de sí mismo y lo que hay que hacer como Hunt es sentimental y capaz de improvisar cuando las cosas vienen mal dadas (como casi siempre).



Todos estos temas, presentes y (bastante más que) subyacentes, globales y personales, están en Misión: Imposible – Fallout, sexta entrega de una serie que, a cada película que pasa, crea sinergias muy interesantes entre el cine de acción (en la senda de la saga de Jason Bourne) y el género de espías (a lo James Bond), como ya demostró en Nación secreta, de la que en realidad es continuación e incluso inmediata secuela (dentro de una serie, que ya es rizar el rizo). La misión es encontrar ese plutonio e impedir los planes de los Apóstoles para hacer estallar las dos bombas nucleares, y para ello el equipo liderado por Ethan Hunt viajará a varios lugares del mundo (París, Londres, Cachemira) para impedir que los malos se salgan con la suya. Por el camino se reencontrará con Ilsa Faust, que debe demostrar al MI-6 que es de fiar tras haber pasado un tiempo al “servicio” de Solomon Lane, quien, como sabemos por los tráilers y noticias de esta película, regresa como villano. ¿Pero será el único malvado de esta entrega? Quizá uno de los puntos débiles (muy pocos) de esta Fallout sea que se da demasiadas vueltas en el guion a la identidad del villano último de la entrega; guion, al mismo tiempo, que por complejizarse en diversas esferas puede resultar a la postre demasiado alambicado para una película de estas características. Un guion a cargo de Christopher McQuarrie –que repite como director tras Nación secreta–, que parece ponerse a menudo al servicio de las diversas secuencias de acción, y no al revés. 

Pero, lo cierto es que ese guion, por mucho que se le quiera rellenar de fondo (y tiene mucho fondo), funciona muy bien durante las dos horas y media de metraje al vehicular la trama de terrorismo internacional en el marco de la crisis personal de un Ethan Hunt físicamente imbatible (la famosa secuencia en la que Tom Cruise se lesionó hace un año al saltar de un edificio a otro es, entre otras muchas, buena muestra de ello), pero anímicamente débil. Pues lo personal pasa a primera plana, las consecuencias de los actos realizados y de las misiones a cumplir golpean al estado emocional de un súper agente que lo da todo y que es cada vez más consciente de que ello significa pagar un precio.



Fallout, con permiso de la primera película de Misión: Imposible, puede que sea de las mejores entregas de la saga, si no la mejor, al lograr que nos quedemos absolutamente impactados con unas secuencias de acción espléndidamente coreografiadas: de la llegada desde los cielos al Grand Palais de París, pasando por la escena de lucha en los baños de este edificio, las persecuciones por las calles parisinas –de un (hiper)realismo que dejan en casi nada las estupendamente filmadas en Ronin (John Frankenheimer, 1998)– y londinenses, y el fin de fiesta a lo grande, helicópteros mediante, en las montañas de Cachemira. Por el camino la trama se desarrolla sin demasiados valles narrativos (que se aprovechan, quizá de manera demasiado funcional, para aportar algunos diálogos algo explicativos) entre las adrenalíticas escenas de acción y con (nuevos) personajes fascinantes como la Viuda Blanca, interpretada por Vanessa Kirby, a quien hemos visto como la princesa Margarita en las dos primeras temporadas de The Crown: una traficante y bastante más, pues de hecho es la hija de Max (Vanessa Redgrave), la traficante que pujaba por la lista NOC en la primera Misión: Imposible y que se convertía en improvisada aliada de Hunt, enlazándose así ambas películas aunque sólo sea por este detalle apenas mencionado.

El resultado es inmejorable como filme en el que convergen lo mejor del cine de espías con unas piezas de acción que nos dejan sin aliento en las butacas del cine; puede quedar en el espectador una cierta y momentánea sensación de agotamiento ante el catálogo de escenas de alta tensión que se van sucediendo sin apenas un respiro, pero el hastío (a diferencia de otras películas) no se manifiesta y el filme llega con fuerzas (casi) renovadas al tramo final. Queda la percepción de que Ethan Hunt (o Tom Cruise) tiene más vidas que mil gatos, pero lo cierto es que a poco que uno rasque se encuentra, como esta película ha plasmado, con emociones a flor de piel y la inevitable conclusión de que el tiempo pasa y las heridas son cada vez más profundas y difíciles de superar. Hunt/Cruise cierra la película con las costillas molidas y pidiendo que no le hagan reír: a fin de cuentas, incluso él es “humano”. ¿Hasta cuándo?

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