16 de enero de 2019

Efemérides historizadas (XXXV): 16 de enero de 27 a.C. - Octaviano se "convierte" en Augusto

Un 16 de enero del año 27 a.C. (o 727 desde la fundación de la ciudad de Roma), el princeps Senatus (desde el año anterior), Gayo Julio César Octaviano (Imperator Caesar Divi Filius, según la nomenclatura oficial asumida poco años atrás), recibió el título de Augusto a propuesta del senador Lucio Munacio Planco (uno de los políticos chaqueteros más notorios, si no el que más, de las décadas finales del régimen republicano). La «transformación», aparentemente indolora, de Gayo Octavio en Augusto culminaba un proceso de acumulación del poder con la asunción de un título de resonancias sacrosantas (etimológicamente, augusto procede de augeo, que significa «engrandecer»); un proceso que había comenzado prácticamente desde que se desvelara el testamento del dictador Gayo Julio César, tras su asesinato en los idus de marzo del año 44 a.C., en virtud del cual se designaba al joven Octavio, de apenas dieciocho años, como heredero de su nombre y su fortuna. Sería ese nombre (o puer, qui omnia nomini debes, «muchacho, que todo se lo debes a tu nombre», le diría Marco Antonio) y esa fortuna la base de la carrera que Octavio iniciaría hacia el poder… y hacia otro nombre.

Busto de Augusto, c. 30 a.C.
Museos Capitolinos, Roma.
Privato consilio et privata impensa, «por decisión personal y a mis expensas» (dirá el futuro Augusto en sus Res Gestae), Octaviano hizo valer su condición de heredero de César y se enfrentó a Antonio, el cónsul designado por César para sustituirle durante su prevista ausencia de varios años y quien asumió la jefatura de los cesarianos, divididos en su apoyo a uno u otro líder. Finalmente, tras dieciocho convulsos meses dentro y fuera de Roma, Antonio y Octaviano –que en el intervalo había forzado su designación ilegal como cónsul, a la muerte de los titulares (Hircio y Pansa) en la campaña contra Antonio en el norte de Italia, tras una marcha sobre la ciudad–, junto con otro de los cesarianos al mando de tropas, Marco Emilio Lépido, acordaron en noviembre del 43 a.C. formar una junta de tres hombres con poderes absolutos (triumviri rei publicae constituendae consulari potestate, es decir, «triunviros con poder consular para restaurar el estado»), con un período de vigencia de cinco años, un reparto de provincias (en la vertiente occidental del Mediterráneo) y un objetivo: perseguir y castigar a los asesinos de César, liderados por Marco Junio Bruto y Gayo Casio Longino, tarea que se logró, al cabo de once meses, con la doble batalla de Filipos, en la que ambos cesaricidas cayeron por su propia mano. Nuevos repartos de provincias y tareas, con Lépido cada vez más al margen (hasta su derrocamiento como triunviro en el otoño de 36 a.C. por parte de Octaviano), crearon dos grandes áreas de influencia para Octaviano y Antonio en Occidente y Oriente, respectivamente, con flecos sueltos como Sexto Pompeyo, que finalmente sería «solucionado» por Octaviano en Sicilia. 

El triunvirato (de hecho, un «duovirato») caducó a finales del 33 a.C. (se renovó a finales del 38 sin necesidad de una lex aprobada por el pueblo, como sí sucedió en noviembre de 43 a.C. mediante la lex Titia), pero ambos dinastas mantuvieron sus poderes en las provincias y el mando de las legiones a su cargo. La guerra se aceleró tras la huida de los cónsules del año 32, Cayo Sosio y Gneo Domicio Ahenobarbo, partidarios de Antonio junto con un tercio de senadores afines, después de que Octaviano denunciara la usurpación de poderes de su rival (habiendo él mismo, «graciosamente», renunciado a los suyos en una farsa muy bien elaborada) y leyera el testamento de Antonio (en un acto de flagrante ilegalidad) para, en su parecer, «desenmascararlo» ante la opinión pública (con la famosa afirmación de que a su muerte deseaba ser enterrado en Alejandría, no en Roma). Elegido cónsul en el año 31 (cargo que no abandonaría hasta el 23), Octaviano instrumentalizó Italia y el pueblo romano en una guerra que, oficialmente, se libraría contra Cleopatra VII y Egipto, no engañando a nadie acerca de su condición de guerra civil. La última guerra civil, que, tras la derrota y huida de Antonio en Actium (2 de septiembre de 31 a.C.) y su posterior suicidio en Alejandría (agosto de 30 a.C.), dejaba todo el Estado romano en manos de un solo hombre: Octaviano. 




Había que poner en orden las bases legales del nuevo régimen, monárquico bajo la máscara de una res pvblica restitvta, restaurada, liberada de la opresión de las facciones y de una amenaza exterior. Y para ello era necesario hacer un poco de teatro, labor que se realizó en dos sesiones del Senado. La primera tuvo lugar el 13 de enero de 27 a.C. y en ella Octaviano «renunció» a sus poderes extraordinarios en las provincias, manteniendo «únicamente» el consulado (ininterrumpido, recordemos, desde el año 31). «Durante mis consulados sexto y séptimo, tras haber extinto, con los poderes absolutos que el general consenso me confiara, la guerra civil, decidí que el Gobierno de la República pasara de mi arbitrio al del Senado y el pueblo romano», dirá décadas después en sus memorias (RG 34; como en la anterior cita, tomamos la traducción de Guillermo Fatás). Los senadores habían escuchado su discurso con 
«los más diversos sentimientos (…). Pues unos pocos conocían su verdadera intención y por eso le aplaudieron con entusiasmo. De los demás algunos recelaban de sus palabras mientras que otros la creyeron; pero ambos grupos quedaron igualmente impresionados cuando las oyeron, los primeros por su argucia, y los segundos por su decisión», 
relata Dión Casio en su Historia romana (LIII, 11, 1-2; traducción de Juan Manuel Cortés Copete en Biblioteca Clásica Gredos). 

La farsa continuaría hasta el fin: lejos de aceptar su “dimisión”, los senadores le “devolvieron” sus poderes, ahora debidamente legalizados y sin la mácula de su origen en medio de una sucesión de guerras civiles, mediante la fórmula del encargo de una cura tutelaque rei publicae, es decir, la protección y defensa del Estado. Octaviano aceptó, pues «quería parecer una persona de inclinaciones democráticas [civiles, en lenguaje romano]», pero «declaró que él no asumiría el gobierno de todas las provincias y que, sobre todas las que gobernase, no lo haría de forma vitalicia» (ibid., LIII, 12, 1-2). Dicho y hecho, Octaviano «recibió» una extensa provincia (básicamente, las Galias, las Hispanias Tarraconense y Lusitania, Cilicia, Chipre y Siria) por un plazo de diez años, mientras que las restantes pasarían «al pueblo y el Senado» (con la excepción de Egipto, que mantuvo como posesión personal). Dicha gran provincia (en sentido jurisdiccional) sería gobernada directamente por el princeps mediante legados en cada una de las entidades territoriales (debidamente reorganizadas, como fue el caso de la conversión de la Galia Comata en tres nuevas provincias: Aquitania, Lugdunense y Bélgica), mientras que sobre las restantes provincias (comúnmente llamadas «senatoriales» por estar gobernadas mediante procónsules elegidos por el Senado) se reservaría un imperium proconsulare maius, es decir, un poder mayor que el de los procónsules designados. Por descontado, las provincias bajo su mando directo (o «imperiales») eran aquellas en las que estaba el grueso, con mucho, de las legiones. 

Augusto con la corona cívica.
Gliptoteca de Múnich.
En la segunda sesión del Senado, el 16 de enero, una vez ratificadas las disposiciones anteriores mediante senadoconsulto y con aprobación del pueblo romano en asamblea, los senadores le otorgaron el nombre de Augusto. Relata Dión Casio (LIII, 16, 7-8):
«Querían otorgarle, de alguna forma, un nombre particular; unos proponían y elegían un nombre y otros, otro. César [Octaviano] deseaba ardientemente recibir el nombre de Rómulo, pero cuando comprendió [o le hicieron comprender] que este nombre lo volvería sospechoso de aspirar a la monarquía, nunca más volvió a pretenderlo. Pero recibió el nombre de Augusto, con él se quiere indicar que está por encima de la condición humana, puesto que a todo lo más apreciado y lo más santo se le llama “augusto”». 
Por su parte, Suetonio (Div. Aug., 7, 2; traducción de Rosa María Agudo Cubas, en Biblioteca Clásica Gredos), refiere: 
«Más tarde tomo el nombre de Gayo César y luego el sobrenombre de Augusto, el primero en virtud del testamento de su tío abuelo y el segundo siguiendo el parecer de Munacio Planco. Mientras algunos opinaban, en efecto, que debía llamársele Rómulo, como fundador también él de la ciudad, prevaleció la propuesta de que se le llamara mejor Augusto, con un sobrenombre nuevo y además más ilustre, porque también se denominan augustos los lugares religiosos y en los que se hace alguna consagración después de haber tomado los augurios, a partir del termino auctus (engrandecimiento) o de la expresión avium gestus o gustus (movimientos o degustación de las aves), como muestra incluso Ennio cuando escribe: “Después de que la ínclita Roma fuera fundada con augusto augurio”». 
En las Períocas o resúmenes de los libros perdidos de su obra Ab Urbe Condita (Desde la fundación de la Ciudad), Tito Livio dice: 
«Cuando Cayo César [Octaviano] dejó compuestos los asuntos [del Estado] y todas las provincias hubieron sido sólidamente organizadas, fue llamado Augusto; en su honor el mes Sextilis recibió el mismo nombre» (Per., CXXXIV; traducción de Antonio Diego Duarte Sánchez). Sucintamente, el propio Augusto menciona en sus Res Gestae: «Por tal meritoria acción, recibí el nombre de Augusto, mediante senadoconsulto» (RG, 34). 
Con este nuevo título, convertido en cognomen y añadido a su nomenclatura oficial, Augusto «renacía» como el nuevo salvador de Roma, su benefactor y protector. A los honores ya concedidos, y como él mismo menciona en las Res Gestae, se votó «que una corona de laurel se colocase sobre el dintel de su casa, por haber salvado la vida de ciudadanos romanos; que se colgase en el senado un escudo de oro con sus virtudes —clemencia, valor, justicia y piedad— inscritas en él» (Ronald Syme, La revolución romana, Crítica, 2010, p. 384). El Nuevo Estado, pues en realidad era eso, nacía bajos las formas de la República Restaurada, pero los nombres apenas engañaban a nadie. El prínceps podía vanagloriarse de que «desde entonces fui superior a todos en autoridad, pero no tuve más poderes que cualquier otro de los que fueron mis colegas en las magistraturas» (RG, 34), pero la realidad era que dirigía con mano firme el rumbo del régimen. 

Las sesiones del 13 y el 16 de enero de 27 a.C. certificaban el acuerdo entre el prínceps y el Senado, la necesidad de legitimación de uno y de mantenimiento del estatus y el prestigio del otro. Con Augusto, Roma entraba en la senda de lo que la tradición historiográfica llama el «Principado»; durante el resto de su vida, hasta el 14 d.C. (o 768 desde la fundación de la ciudad), los romanos se acostumbraron a su gobierno personal. Para cuando Augusto murió, apenas quedaba nadie que hubiera vivido bajo un régimen republicano «libre»… en clave oligárquica romana, claro está.

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