21 de diciembre de 2018

Crítica de cine: El regreso de Mary Poppins, de Rob Marshall

Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.

Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964) fue una de esas películas que más le costó a Walt Disney realizar: tardó más de veinte años en convencer a la creadora del personaje, P.L. Travers, para que le vendiera los derechos de la novela para una adaptación cinematográfica. Las negociaciones fueron constantes y ambos, Disney y Travers, acabaron sus relaciones tan mal como las habían empezado. Travers se negó constantemente a que hubiera números musicales y secuencias animadas, a pesar de que en el contrato especificaba que la última palabra la tendría siempre Disney. La película Saving Mr. Banks (John Lee Hancock, 2012) mostró, con bastantes licencias, las tirantes negociaciones de Travers (Emma Thompson) y Disney (Tom Hanks): no sólo alteraba muchos de los episodios reales, sino que también suavizó muchísimo, por decirlo de alguna manera, a la protagonista (el personaje real era realmente insoportable) y añadió una trama paralela sobre el padre alcohólico de la escritora y el origen de la famosa niñera con una sensiblería que la Travers real habría rechazado de plano. Con todo, fue una película que nos aproximó, aunque fuera desde puntos de vista algo torticeros (no en balde, al ser producida por Disney no iba a dejar demasiado mal a su fundador), a la creadora de esta niñera tan estrafalaria.

Las canciones de los hermanos Richard y Robert Sherman, a pesar de las protestas de la escritora, se convirtieron inmediatamente en éxitos y más de cincuenta años después de su estreno los más nostálgicos las siguen tarareando, generalmente en la (nefasta) versión del doblaje español de la época: “con un poco de azúcar esa píldora que os dan, la píldora que os dan pasará mejor”, letra que hoy generaría protestas entre los médicos tanto por la ingestión de azúcar como por el hecho de medicar en exceso a los niños. Qué decir del deshollinador y su “Chim Chim Chiminey” a cargo de Dick Van Dyke (inenarrable personaje) o la ya de por sí inefable canción “Supercalifragilísticoespialidoso”, cuyo sucesor más cañí, “aserejé ja deje tejebe tude jebere sebiunouba majabi an de bugui an de buididipí”, no tiene nada que envidiarle; personalmente, y en última instancia, me quedo con la canción de la cometa al final del filme (“Let’s Go Fly a Kite”), que sonaba mientras Mary Poppins, una vez resueltos los problemas de la familia Banks, se marchaba volando con su paraguas (sin duda, la versión de Los Simpsons sobre el adiós de “Shary Bobbins” es mucho más divertida). 



Vista con el paso del tiempo, la película original se sostiene únicamente por el factor de la nostalgia y la mirada infantil que queramos ponerle cuando nos plantamos ante un televisor. Con todo, es uno de los filmes que se conservan en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos por sus méritos culturales. Travers se negó a que se produjeran más adaptaciones cinematográficas de sus novelas y han tenido que ser sus herederos, más de medio siglo después, los que permitieran (cheque mediante) que Disney realizara una secuela. En 2015 se aprobó el proyecto y se anunció que Rob Marshall (Chicago, Nine, Into the Woods: vamos, que oficio tiene) se encargaría de dirigirlo, se fichó a los actores en los meses siguientes y el rodaje tuvo lugar durante una larga temporada en 2017. La costosa posproducción y la búsqueda de unas fechas adecuadas, las Navidades de 2018, han hecho que el estreno se hiciera esperar. No es descartable que muchos (potenciales) espectadores se preguntaran “¿por qué?”, acerca de la idoneidad o necesidad de una película que parece “vieja”, cuando no “caduca”, sobre el papel. ¿Qué puede aportar a las nuevas generaciones una película sobre una niñera que llega volando con un paraguas (cuyo mango con forma de cabeza de pájaro habla), que canta a la mínima ocasión, que se mete en todo tipo de aventuras “animadas” y que puede provocarnos, como en la primera ocasión, que todos nos volvamos diabéticos? Sea como fuere, hay una cosa que debe tener claro el espectador que barrunte acudir a una sala de cine (solo, en pareja o con toda la familia, que sería lo propio): deje su cinismo en casa. Si lo hace y sobre todo mantiene, o recupera, su mirada más infantil, no quedará defraudado: al contrario, se lo pasará en grande con esta actualización tecnológica, manteniendo su esencia, del personaje principal.

Nos situamos en el mismo escenario que en la película original, Londres, pero veinticinco años después. Tiempos de crisis con una Gran Depresión que afecta a las familias de clase media como los Banks. Ahora, Michael (Ben Whishaw) y Jane (Emily Mortimer) son mayores y sus vidas no son fáciles: Michael trabaja en el banco, como su padre, pero sueña con ser dibujante. Viudo y padre de tres niños, la crisis económica le afecta especialmente y puede perder la casa en la que se crio y en la que ya solo sirve una de las criadas (rol para una eficaz Julie Walters). Jane es sindicalista (la madre de los dos hermanos, recordemos, fue sufragista) y juntos buscan la manera de salvar la vivienda: unas acciones del banco que poseía su padre podrían ser la tabla de salvación, siempre y cuando puedan encontrar el certificado que demuestra su validez. La situación familiar es complicada, pues, y una ocasión ideal para que regrese Mary Poppins (Emily Blunt), dispuesta a hacerse cargo de los tres pequeños y a ayudar a los mayores. Con la ayuda de Jack, un farolero (Lin-Manuel Miranda), que fuera un antiguo pupilo del deshollinador Bert (Dick Van Dyke en la película original, que se reserva ahora otro papel), la niñera mágica, echando mano de una actitud resolutiva (y no tan meliflua como la que encarnara Julie Andrews) y de algún contacto, como su prima Topsy (papel creado para lucimiento interpretativo y canoro de Meryl Streep), hará lo posible para que los Banks no pierdan su casa a manos del ávido banquero (interpretado por un Colin Firth que no necesita mover el esqueleto) y que la felicidad regrese a sus corazones para no desaparecer jamás.


Rob Marshall en la dirección (y parte de la coreografía), David Magee en el guion y Marc Shaiman con la música y las canciones ponen todo su empeño en realizar una película que sea digna de su antecesora… y a fe que lo consiguen. Siguiendo patrones que saben que funcionan muy bien, consiguen que olvidemos los pocos prejuicios que nos puedan quedar cuando acudimos a una sala de cine y nos predisponen a favor del filme desde prácticamente el inicio: la canción inicial a cargo de Miranda nos pone en situación y empezamos a percibir (o recuperar) la magia que este filme quiere que sintamos de principio a fin. La hoja de ruta es muy similar a la de la película original: problemas, canciones, vistosísimos números musicales –a destacar la inmersión en la bañera y la llegada a un lugar de ensueño, la secuencia animada con los lobos de por medio, el número en el garito de Topsy o la espléndida elaborada secuencia de baile con los faroleros, cien por cien estilo Marshall–, junto a escenas de acción (en el Big Beng, por ejemplo) y cameos como el de Angela Lansbury o el propio Dick Van Dyke (ambos ya nonagenarios y quién lo diría) llenan un filme que nos mantiene atrapados a la butaca, disfrutando de un espectáculo muy bien trabado (durante sus algo más de dos horas). Y muy digno, pues esta secuela no desmerece en nada respecto al filme original, que además logra actualizarse en la mejor esencia del musical. 



Es una película que establece un contrato con el espectador: si este diluye su cinismo y se deja llevar por la magia y su propia mirada infantil, aquella procurará cumplir con su parte y darle lo mejor de sí misma y con creces. Y lo consigue. ¿Hace olvidar Emily Blunt a Julie Andrews? Compone un papel bastante diferente al de la gran dama musical: más fiel al personaje literario (que de empática con los niños tenía poco, curiosamente), más estricta y sin perder su gracia, y dispuesta a dejarse llevar (y a provocar, de hecho) en los números musicales, bien acompañada por Miranda, que ya tiene tablas en el asunto. La química de Mary Poppins con el farolero Jack funciona y ambos llevan gran parte del peso del filme sobre sus hombros sin que parezca que todo el entramado dependa de ellos: el equilibrio de los diversos personajes se mantiene con soltura, todos tienen su cuota (sin que necesariamente deban tener una) y en la suma de interpretaciones el filme encuentra su mejor baza; incluso los niños no abusan del factor repipi que suele ser un defecto en sus personajes. Y todos ellos están bien curtidos en las labores de cantar y bailar (Marshall se esmera en dirigirlos desde su faceta de coreógrafo).



El resultado es una película ideal para las fechas navideñas que nos asaltarán en breve; es casi obligatorio ir con toda la familia al cine, pues es un producto pensado (hasta el más mínimo detalle) para todos ellos. De principio a fin, la película ofrece lo que promete y, aunque sin sorpresas ni salirse del trazado prefigurado (cometa incluida), depara dos horas y diez minutos de deleite y magia. Y eso que huele a cinta que puede caducar con rapidez; pero también lo parece la película original y aún hoy sigue despertando nuestro lado infantil (si queremos, claro) cuando la revisitamos una vez más. Esta es la Mary Poppins del siglo XXI y necesita que no nos hayamos desencantado (demasiado) para disfrutar con ella.

No hay comentarios:

Publicar un comentario