14 de enero de 2018

Crítica de cine: El instante más oscuro, de Joe Wright

9 de mayo de 1940: sesión en la Cámara de los Comunes del Parlamento británico. Plano cenital, la cámara se mueve para bajar a ras de suelo, retroceder y mostrarnos la escena: un halo de luz que entra por las ventanas superiores ilumina la bancada en la que los enfervorecidos diputados del Partido Laborista escuchan entre aspavientos de todo tipo, el discurso de su líder, Clement Attlee (David Schofield). Son numerosos los gestos en pie, las manos que mueven pañuelos, las muestras de furia hacia la bancada opuesta, donde se halla sentado el primer ministro conservador, Neville Chamberlain (Ronald Pickup), que soporta con estoicismo el abucheo generalizado, mientras detrás suyo hay diputados tories que responden los ataques de la oposición… y otros se unen a los ataques laboristas. Desde la llamada Peers Gallery (o Galería de los Lores) , el vizconde de Halifax (Stephen Dillane) observa el espectáculo; miembro del Gabinete, como ministro de Asuntos Exteriores, forma parte de la Cámara de los Lores y, según los usos constitucionales británicos, no es un MP (“Member of the Parliament”) y no tiene derecho a ocupar un escaño entre los Comunes. Halifax es consciente que su buen amigo Chamberlain ha perdido la confianza de los Comunes, desde que se iniciara la sesión dos días atrás y a causa de la desastrosa campaña en Noruega frente a la Alemania nazi. Chamberlain está dispuesto a asumir las consecuencias, dimitir, sobre todo cuando Attlee anuncia que su partido no entrará en un Gobierno de Coalición si él continúa presidiéndolo. En puridad, el responsable de la debacle en Noruega no es el primer ministro, sino el primer Lord del Almirantazgo (o ministro de la Marina Real), Winston Churchill (Gary Oldman), cuyo asiento en la bancada del Gabinete está vacía, pero la última responsabilidad recae en el PM (“Prime Minister”) y sólo queda una decisión: dimitir. La duda es: ¿quién liderará la país como PM en unos momentos en que la supervivencia del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, del propio Imperio Británico, está en juego ante los avances del poderoso Ejército alemán?



Hay dos candidatos en liza: Halifax, partidario de la línea de apaciguamiento hacia Hitler que Chamberlain siguiera desde 1937 –y que culminaría en el famoso gesto del PM mostrando un papel, al bajar del avión de retorno desde Múnich en septiembre de 1938, que según él garantizaba la “paz en nuestro tiempo” en relación con la Alemania nazi–, y de buscar unas negociaciones de paz que garanticen la independencia del Reino Unido y su Imperio; o Churchill, que desde que los nazis accedieron al poder en 1933 ha denunciado toda política de apaciguamiento con Hitler y no duda en proclamar la resistencia a toda costa. Halifax no da el paso, dice que no se siente preparado para ser PM, aun contando con el apoyo de la mayoría del Partido Conservador, la opinión pública, los medios de comunicación e incluso el rey Jorge VI, amigo personal. Churchill, a sus sesenta y cinco años, quizá demasiado mayor para un puesto de tanta responsabilidad y que necesita de una personalidad fuerte, es visto con desconfianza por propios y ajenos; aún arrastra el lastre del desastre en Galípoli, veinticinco años antes y durante la Gran Guerra, operación que impulsó y que provocaría su (primera) caída política entonces. Alcohólico, imprevisible, terco, voluble, con horarios intempestivos, no parece ser la persona adecuada para dirigir la nación desde el número 10 de Downing Street y presidiendo el Gabinete de Guerra. Pero las circunstancias excepcionales requieren medidas excepcionales y Winston Leonard Spencer Churchill, descendiente del primer duque de Marlborough (héroe británico en la Guerra de Sucesión española dos siglos y medio atrás), asumirá, por recomendación del rey (Ben Mendelsohn) el cargo de primer ministro.

El instante más oscuro relata las cuatro semanas desde que Winston Churchill asumiera el cargo de Primer Ministro, el 10 de mayo de 1940, y hasta que concluyó la Operación Dimano (el 4 de junio), que permitió la evacuación de más doscientos mil soldados británicos y cien mil franceses y belgas desde las playas de Dunkerque; una operación que certificaba el triunfo militar alemán desde que invadiera Bélgica, Holanda y Francia, destruyendo con aparente facilidad a los Aliados en el frente occidental. Con guion de Anthony McCarten, que escribió al mismo tiempo el ensayo homónimo sobre esta historia, la película llega a principios de 2018 unos meses después del estreno de dos cintas sobre el mismo personaje –Churchill de Jonathan Teplitzky, aunque ambientada en los días previos al desembarco de Normandía, en junio de 1944– y el mismo episodio de la evacuación de las tropas aliadas del suelo francés (Dunkerque de Christopher Nolan). La churchillamanía que hace un tiempo que venimos observando encuentra en este filme una muestra más, con un actor de peso como Gary Oldman metiéndose en el cuerpo (y las prótesis de maquillaje y peluquería) de Winston y aspirando al premio gordo de la industria cinematográfica anglosajona: el Óscar. Por ahora, ya tiene en el bolsillo el Globo de Oro y algunos premios más, y en la carrera hacia los Óscars acumula nominaciones y más de un galardón caerá. Un papel goloso y predispuesto para acaparar premios, sobre un personaje tan icónico como Churchill y con pista libre para mostrar una interpretación de las que se puedan recordar con el paso de los años. 



Conviene aclarar algunas cosas. De entrada, que más allá de la churchillmanía, nos hallamos en un período histórico en el que Winston no se había convertido en la figura que ha pasado a la historia como adalid de la democracia y resistente a ultranza frente a la amenaza de Adolf Hitler, que durante un par de años controló la práctica totalidad del continente europeo. Estamos ante un Churchill que ha logrado el sueño de presidir el Gobierno, pero que también debe ganarse el reconocimiento y ser merecedor del crédito que le supone el cargo. En ese mes de mayo de 1940, y gracias a su resistencia, aplomo (no sin algunas dudas) y tres discursos antológicos, Winston Churchill se convirtió en Winston Churchill, y se podría decir que le costó sangre (no la suya), sudor y lágrimas. Por otro lado, una vez elegido PM, tuvo que lidiar con una parte considerable del Gabinete de Guerra y del propio Parlamento que desconfiaba de sus intenciones, que le vio dar bandazos en relación con la capacidad de los ejércitos británicos y franceses para resistir en la Blitzkrieg alemana (tardó Winston en darse cuenta de que esa causa en juego estaba perdida), que no supo o quiso dar un mensaje claro a la nación (ni anunciarle lo que desde el Alto Mando militar se veía: la eventualidad de una invasión alemana) y que se cerró en banda a escuchar cualquier atisbo de negociación con el enemigo. Tuvo que lidiar, pues, con Halifax y Chamberlain, y con un sector del Gobierno que no quería dejar escapar esa posibilidad. La película centra gran parte de su metraje en esa pugna, feroz, y en las dudas de un PM que, ante la situación extremadamente compleja, llegará a preguntarse si será capaz de liderar al país y salvarlo. 


En el relato (y el retrato) del clima político, de las reuniones intensas del Gabinete de Guerra, en las sesiones de los Comunes en las que el PM debe mostrar su capacidad para ostentar el cargo y presentar una línea de actuación clara, es donde encontramos lo mejor de esta película. Las salas de reuniones, los pasillos y accesos, el interior del Parlamento de Westminster (es la segunda película que ha tenido permiso para rodar en algunas de sus dependencias), la residencia de Downing Street, el Palacio de Buckingham, todos lugares de interior son los que predominan en el filme y donde Joe Wright saca lo mejor de sí mismo: espléndidas imágenes de la Cámara de los Comunes con un fascinante uso de la luz “natural”, planos cenitales, travellings paralelos en las calles de Londres (en dos momentos determinados de la película) –que evocan el famoso travelling circular de Dunkerque en Expiación (2008)–, imágenes concretas rodeadas de oscuridad total (un ascensor, por ejemplo), túneles, etc. Técnicamente, la fotografía es un alarde de talento a cargo del francés Bruno Delbonnel y el italiano Dario Marianelli, compañero habitual de Wright en sus filmes, ofrece otra partitura llena de fuerza. 

Con una duración de dos horas, la película dosifica bien las potencialidades del guion y recurre a necesarios lugares comunes en algunos personajes, como Clemmie (Kristin Scott Thomas) como la esposa de Winston y un pilar emocional necesario, o la secretaria Elizabeth Layton (Lily James), quien sería la secretaria personal del PM durante el resto de la guerra, y que aporta el rol de la persona ajena al staff gubernativo y que debe aprender a desenvolverse con profesionalidad en ese terreno y a ser un apoyo más del irascible primer ministro, logrando a la postre su confianza. Dillane compone un adusto y ambicioso Halifax, así como Pickup “sufre” como Chamberlain. Resulta acertada la sobriedad de Ben Meldelsohn como Jorge VI (muy alejado del papel que interpretara Colin Firth en El discurso del rey), que aprenderá a conocer y confiar en un primer ministro que inicialmente no quería. 


Hay una secuencia, sin embargo, que casi logra echar por la borda todo el buen trabajo hasta entones realizado. Y es cuando, de camino a una reunión del Gabinete de Guerra, Winston abandona el coche oficial y toma el metro (el “tube”), medio de transporte que, bastantes escenas atrás, reconocía no conocer y que en una ocasión se había perdido. Su destino ahora: Westminster. En esa bajada del elitista Churchill a las catacumbas habituales de las clases media y baja en sus desplazamientos cotidianos, se acaba por chirriar notablemente cuando el PM “charla” con algunas personas, sorprendidas de la presencia de una figura de tal calibre en un transporte tan “público”. Decir que dicha secuencia resulta un pegote incoherente sería quedarse corto; en relación a la verosimilitud histórica, a la propia credibilidad del personaje incluso, resulta imposible que alguien como Churchill se comportara (y tocara incluso a algunas personas, una de ellas de color) de la manera en que lo hace. Desde la butaca del cine, uno no puede evitar arrugar la nariz y fruncir el ceño, y decir por lo bajo “no, Winston nunca habría hecho eso”; nunca habría decidido tomar una decisión trascendental “consultando” a varias personas en el metro, niños incluidos. Esa secuencia saca al espectador de la película, por la impostura, la implausabilidad que supone. Afortunadamente, se recupera el tono en la secuencia final, el famoso discurso de Churchill apelando a la resistencia (“llegaremos hasta el final; lucharemos en Francia; lucharemos en los mares y océanos; lucharemos con creciente confianza y creciente fuerza en el aire; defenderemos nuestra isla, cualquiera que sea el coste; lucharemos en las playas; lucharemos en los aeródromos; lucharemos en los campos y en las calles; lucharemos en las colinas; nunca nos rendiremos...”). 


La película, por último, incide en un aspecto fundamental, que McCarten desarrolla con más detalle en el ensayo: la suma importancia que dio Churchill a los discursos que escribió y pronunció en ese mes de mayo y principios de junio. Tres discursos –el famoso “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas” en su primera alocución como PM ante los Comunes, el 13 de mayo; el discurso a la nación, retransmitido por radio el 19 de mayo, y que logró la aceptación popular que necesitaba, y el de “lucharemos en las playas” del 4 de junio– que afianzaron el liderazgo de Winston Churchill aquellas semanas trascendentales y que forjaron su imagen icónica (incluida la peculiar manera de mostrar la “v” de la victoria en un momento determinado del filme). Como dirá uno de los personajes principales al final de la película, con esos discursos Churchill “movilizó el idioma inglés y lo envió a la batalla” en unos momentos oscuros de la historia británica. 

Como conclusión, estamos ante una más que notable película, espléndidamente realizada, a mayor lucimiento de un Gary Oldman que en ocasiones sobreactúa (me temo que es casi inevitable hacerlo ante un personaje de tamaño calibre), y que, no obstante, se resiente de alguna secuencia más que discutible y, especialmente, de la previsibilidad de la trama: sabemos y conocemos perfectamente lo que sucederá, lo que dirá el personaje, los discursos que pronunciará. Nos queda dejarnos llevar por el estilo académico y por el buen pulso tras la cámara, fascinarnos ante algunos alardes de la cámara (en Londres y en Dunkerque), y disfrutar del relato de un pedazo de historia. Excepcional pedazo, todo hay que decirlo.

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