En 2013 se estrenó Grand Piano,
película de Eugenio Mira con guion de Damien Chazelle, y aunque pasó
algo desapercibida por las salas de cine españolas, tenía suficientes
alicientes para tenerla en cuenta. La historia de un pianista en crisis
(Elijah Wood), atormentado por una obra imposible (“La Cinquette”) y que
tras un tiempo volvía a subirse a los escenarios, llamaba la atención. Y
lo hacía por el estilo de thriller à la Hitchcock,
con una trama que se tensionaba cuando un anónimo personaje (John
Cusack) le chantajeaba con matar a su novia si no tocaba la dichosa
pieza a la perfección; la cosa se complicaba pues el villano no aparecía
en escena, sino que oíamos su voz: se ponía en contacto con el pianista
a través de un pinganillo y lo llevaba de un lado a otro en pro de sus
objetivos. La tensión se dosificaba bien, la música era especialmente
destacable (magnífico score
de Víctor Reyes), el eco hitchcockiano se revelaba acertado… pero todo
el edificio se derrumbaba, como un castillo de naipes, en la media hora
final de la película. Y el espectador, en este caso servidor, se quedó
con la sensación de que le habían estafado. Pero esa primera hora de
película, sólo esa primera hora redimía una película que fracasaba en lo
más importante de un thriller: una resolución de altura o mínimamente
eficaz. Pensaba anoche en Grand Piano mientras veía Whiplash,
una de las películas destacadas de este inicio de 2015 en los cines de
nuestros lares… y lo hacía porque Chazelle, guionista de la película de
Mira, es el director y escritor de esta otra cinta. Una película que
comenzó como cortometraje, al no conseguirse inicialmente el dinero
necesario para hacer un largo, y que ahora, convencidos los productores,
llega en formato extendido. Y pensaba especialmente en lo divergentes
que son ambas películas…
Divergentes pues mientras que Grand Piano
se afianzaba en su primer tramo para caer estrepitosamente en la
resolución, con Whiplash sucede lo contrario. La película cuenta el
deseo de triunfar de Andrew Neiman (Miles Teller), estudiante de jazz de
primer año en una prestigiosa escuela de música neoyorquina. Andrew
toca la batería, siente pasión y devoción, así como lo establece como un
modelo a seguir, por Buddy Rich. La música lo es todo para él. Tímido y
apocado, esconde una enorme ambición y una ira que puede ser
incontrolable. Su némesis será Terence Fletcher (J.K. Simmons), un
durísimo profesor de la escuela. Durísimo quizá no sea la palabra: un
villano, un demonio, un tipo que maltrata verbal y físicamente a sus
alumnos. Una leyenda viva, sí, pero también un tipo horrible capaz de
llevar a la depresión y quién sabe si la muerte a algún que otro alumno.
La película plantea en su desarrollo inicial una trama que hasta cierto
punto parece ya vista: el alumno y el maestro, la pugna entre dos
personalidades, el choque de dos trenes a toda velocidad. De hecho, esa
trama y esos dos personajes evocan, por un lado, a la Nina de Cisne negro (Natalie
Portman) de Darren Arofnosky, la bailarina que ambiciona ser la primera
bailarina de la compañía de danza que dirige Thomas Leroy (Vincent
Cassel); y por otro, al sargento Hartman (R. Lee Mery) de La chaqueta metálica,
sus insultos, su desprecio por los reclutas que tiene que adiestrar
antes de enviarlos al infierno de Vietnam. Andrew es el reverso
masculino de Nina: también fuerza al límite su talento, castiga su
cuerpo (en este caso, las manos que sostienen las baquetas), mentalmente
entra en una deriva autodestructiva. Y como el sargento de la película
de Kubrick, Fletcher es pura violencia verbal, dominio absoluto de la
banda que dirige, dictatorial e implacable. Demasiado, incluso. La
formación de Andrew bajo la batuta de Fletcher es brutal, exacerbada,
agónica; incluso su vida personal se resiente y todo por llegar a ser el
batería titular de la banda de jazz del conservatorio y bajo las
órdenes de Fletcher.
Pero esta trama, clásica en ciertos aspectos, poco a poco me irrita: además de sensación de dèjà-vu,
lo que veo no me acaba de convencer. Me desconcierta, pero sobre todo
me irrita. Pero me interesa también. Sensaciones encontradas. Y es en el
último tramo de la película, cuando conocemos un poco mejor a Fletcher
(conversación con Andrew tras un punto sin retorno) y cuando asistimos a
esa secuencia del concierto final, el momento en el que la película
definitivamente me atrapa y, a la postre, me anonada. Por ello pensaba
en Grand Piano, siendo este Whiplash
el contrapunto: allí era un final que deslucía una primera buena hora
de film, aquí es el ese desenlace el que, en mi opinión, redime lo que
hasta entonces no dejaba de ser una pelea de gallos, una lucha entre el
maestro y el aprendiz, un desgaste físico y mental de una persona que
hace lo imposible por alcanzar su sueño: triunfar. Y triunfar por uno
mismo y por encima de otros. Chazelle nos habla del sacrificio, de lo
que significa el éxito gracias a ese sacrificio personal; nos habla de
la importancia de no escuchar los cantos de sirena, de aprender de las
críticas negativas y de sobreponerse a los desastres personales. Esa
sangre en las baquetas o el tambor, ese sudor sobre los platillos... la
viscosidad del sacrificio. Pero, ¿hasta qué punto es lícito ese
sacrificio? ¿Hasta qué punto el maestro puede degenerar en un tirano
brutal que maltrata y veja a sus pupilos? ¿Todo vale por alcanzar ese
éxito? Quizá Fletcher sea un villano de los que hacen historia, pero sin
conocer por qué es tan “malvado” con sus alumnos el personaje quedaría
cojo, plano, superficial. Del mismo modo, Andrew no es precisamente el
alumno con valores positivos y que encuentra en el éxito la culminación
de un trabajo, una dedicación constante y el esfuerzo que merece la
recompensa; su ambición le ciega, su ego le traiciona, su fortaleza
mental es aparente. Chazelle escoge dos piezas clásicas del jazz,
“Whiplash” y “Caravan”, como leitmotiv personal de la trama, y ambas
juegan un rol especial en el desarrollo de la misma, de las ambiciones
de los dos personajes enfrentados. Y consigue llevarlas al límite, como
hace con los personajes, para contarnos una vieja historia aunque con
nuevos matices.
Desconcertante película, extraña e incómoda, y que sin embargo acaba trascendiendo las sensaciones encontradas del espectador (servidor al menos), para construir una cinta que deja poso, que sigues teniendo en la cabeza y que te gusta y te disgusta a partes iguales. Quizá por ello me acabó fascinando algo que, si sólo fuera por su primera hora de metraje, me habría parecido una película ya vista, ya deglutida y pronto olvidada.
Desconcertante película, extraña e incómoda, y que sin embargo acaba trascendiendo las sensaciones encontradas del espectador (servidor al menos), para construir una cinta que deja poso, que sigues teniendo en la cabeza y que te gusta y te disgusta a partes iguales. Quizá por ello me acabó fascinando algo que, si sólo fuera por su primera hora de metraje, me habría parecido una película ya vista, ya deglutida y pronto olvidada.
Este tipo de historias me parecen muy motivantes, creo que Whiplash es una película que deja una buena enseñanza a quien la ve y es no darse por vencido y luchar por lo que uno quiere.
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