Anthony R. Birley (n. 1937) es un historiador de larga trayectoria. Para el lector hispano su reconocimiento llegó con la publicación de su biografía sobre Adriano (Península, 2003, reeditado por Gredos en 2010; original de 1997). Posteriormente llegó otra biografía imperial, la de Marco Aurelio (Gredos, 2009), recuperada en castellano desde sus diversas reediciones en los años setenta y noventa. Para entonces, quizá pocos, fuera del ámbito académico, conocieran los importantes trabajos de Birley sobre la Britania romana (que de un modo u otro se comentan en su biografía adrianea). Septimio Severo: el emperador africano (Gredos, 2012) es a la postre otra biografía revisada y reeditada en el mercado anglosajón desde su publicación en 1971 –y que también incide en sus trabajos sobre Britania– y que llega (tarde) a nuestras manos, pero que bien merece la atención de los lectores interesados en el período imperial romano.
Lucio Septimio Severo (145-211, emperador desde abril del 197) es una figura nueva para la Roma de su período. Nueva en el sentido de que es el primer emperador que procede de las provincias; Trajano, Adriano, Antonino Pío o incluso Marco Aurelio procedían de familias de la élite de Hispania y la Galia, descendientes de colonos itálicos establecidos en dichas provincias. Septimio es netamente «un fenómeno notable […], un producto de África y de una ciudad africana donde el asentamiento de italianos había sido insólitamente escaso» (pp. 289-290). No es baladí esta referencia a África: los orígenes púnico-fenicios de Septimio y de sus ancestros se siguen en la epigrafía; el propio Septimio nunca pudo abandonar un acento africano mientras vivió –era consciente de la rechifla que podía causar en las élites romanas el modo de pronunciar su propio nombre, «Sheptimiush Sheverush»–, si bien su dicción latina, trabajada por tutores y una educación en la capital, fue perfecta. Con ello no decimos que Septimio tuviera un complejo de inferioridad respecto a los capitalinos o los propios itálicos, pues su ambición siempre estuvo por encima de tales apuros. Birley incide en los orígenes africanos de Septimio, de Leptis Magna en la provincia de África Proconsularis, pues su propia ciudad de nacimiento fue el ejemplo perfecto de cómo pasar de un cierto «Estado libre» a colonia (y municipium). El estudio que realiza Birley al respecto es una muestra (más) del grado de autonomía que en las provincias el gobierno imperial permitió (e impulsó), y la propia familia de Septimio es un ejemplo de estudio prosopográfico de una élite imperial. Añadamos que el segundo matrimonio de Septimio, con Julia Domna, hija de un príncipe-sacerdote en Emesa (Siria) amplió el círculo de notables provinciales que llegarían a la administración con la proclamación imperial de Septimio en abril del año 197.
El libro de Birley, pues, escapa a lo que habitualmente es una biografía. Asistimos al auge de un provincial, ambicioso y capaz, que escala posiciones en el cursus honorum y acumula cargos, para situarse, en el momento y el lugar adecuados (al mando de tres legiones en Panonia), en disposición de aspirar a la púrpura imperial. Aspirando a vengar a Publio Helvio Pértinax, fugaz emperador tras el asesinato de Cómodo y quien fuera uno de sus apoyos durante la carrera pública, pronto Septimio legitimó su posición haciéndose adoptar en la familia de Marco Aurelio, de quien se hizo llamar hijo, al tiempo que, pasadas las guerras civiles de los años 193-197, rehabilitaba la figura de Cómodo, su hermano adoptivo. Todo ello no dejaba de formar parte de la propaganda que la dinastía Antonina había generado ya en su época como una dinastía óptima. Cierto es que Septimio supo jugar bien sus bazas, derrotó a sus rivales por el trono imperial –Didio Juliano, Pescennio Niger, Clodio Albino–con (relativa) facilidad y que supo rodearse de buenos generales y aliados.
La búsqueda de la gloria militar siempre estuvo entre los objetivos de Septimio: de ahí una guerra de lustroso nombre contra los partos (aunque de pocos réditos) y una serie de campañas en Britania en sus últimos años; añadamos las victorias en las guerras civiles. Todo ello impulsó a un emperador que llegaba ya maduro al poder, que buscó en un segundo matrimonio la descendencia que no había tenido (sus hijos Antonino [Caracalla] y Geta), que se sentía más cómodo entre las legiones que en la capital (apenas cinco años de su reinado los pasó gobernando en Roma) y que nunca olvidó sus raíces africanas (su viaje a Leptis tras la campaña pártica es elocuente al respecto). Son conocidas sus últimas palabras –recogidas por Dion Casio en el libro 76 de su Historia romana–, dirigidas a sus hijos en el lecho de muerte: «No discrepéis entre vosotros, dad dinero a los soldados y menospreciad a todos los demás», quizá sean el epitafio perfecto de un hombre que se hizo a sí mismo y que debió de sentirse consciente de tal situación.
Tondo Severiano: Septimio Severo y su familia, retratados en Egipto (c. 200, actualmente en el Altem Museum de Berlín). El rostro de Geta fue desfigurado tras su asesinato en diciembre del año 211. |
La relativa brevedad del texto (no llega a las trescientas páginas) se complementa perfectamente con unos apéndices en los que Birley disecciona con habilidad las fuentes sobre Septimio, diversas en su calidad y fiabilidad (Dión Casio, la Historia Augusta, Herodiano, Mario Máximo, Víctor, Eutropio), así como realiza un uso fascinante de la epigrafía y la numismática, así como un análisis prosopográfico de enorme calidad (hay un capítulo al respecto en el libro). Añadamos que las diversas reediciones del libro en inglés han permitido al autor completar las bibliografías con nuevas adiciones, lo cual aumenta el valor del libro de cara a que el lector se sumerja de lleno en el debate académico.
A la postre, nos queda una imagen «ambigua» de Septimio Severo: difuminada en algunos aspectos, como la crueldad y la represión mostradas en algunos momentos de su reinado (la proclamación imperial y la invasión de Italia, los asesinatos en las guerras civiles, la caída de Gayo Fulvio Plauciano, prefecto de Roma, mano derecha y consuegro del emperador), exaltada en cuanto a la propaganda imperial y la conexión con los Antoninos (el cambio de nombre el futuro Caracalla, de Basiano a Marco Aurelio Antonino es uno de muchos ejemplos). Con él se establece una élite púnico-africana que ya consiguiera situarse en puestos claves en el ejército y las provincias durante los reinados de Marco Aurelio y Cómodo; el matrimonio con Julia Domna también permitió que el círculo de Emesa, que en última instancia serían los sucesores de Caracalla, ocupara puestos claves en la etapa final de su reinado. ¿Fue el auge de Septimio la venganza postrera de los cartagineses derrotados, de Aníbal mismo? ¿Fue la consumación de los arcana imperii, la noción de que los emperadores podían surgir fuera de Roma (e incluso de Italia)? Terminemos esta reseña citando al propio Birley, a la par que recomendamos muy encarecidamente este libro: «el emperador africano que falleció en Britania deberá seguir siendo un enigma» (p. 290).
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