Escribir una reseña de las novelas que componen la serie Masters of Rome de Colleen McCullough no
me resulta fácil. Y no porque no pueda hacerlo, sino por lo que significan para
mí. Dejemos de lado apriorismos y empecemos con una obviedad: son novelas históricas,
no historia novelada. Eso de entrada, porque a menudo vemos en la
interpretación que hace McCullough de los hechos históricos más de lo que hay.
Pero no, son novelas, lo reitero. Mi primera lectura de esta saga fue en
febrero o marzo de 1995 en la primera edición en bolsillo que publicó Planeta
de las tres primeras novelas. Había comprado los tres títulos que por el
momento tenía el lector hispano a su disposición –El primer hombre de Roma, La
corona de hierba y Favoritos de la Fortuna– por curiosidad;
entonces estaba en segundo de carrera y si guardo buenos recuerdos de aquel
curso es porque los libros de McCullough me acompañaron. Puedo ubicar la
lectura de cada volumen en algún momento y lugar determinado de aquel curso, y
de hecho recuerdo más de esos momentos que de otros de aquel año.
Por entonces
mi pasión por el mundo romano era algo más que afición: si estudié Historia fue
por vocación, eso lo tuve muy claro. Ya el verano anterior se me abrió todo un
universo con La revolución romana de Ronald Syme, en aquella edición de Taurus
que luego tan buscada fue por lectores ávidos. La lectura de Syme me maravilló
y me enseñó que el período final de la República y los años del Principado de Augusto
fueron mucho más complejos de lo que manuales y algunas monografías hasta
entonces leídas me habían mostrado. Lo que Theodor Mommsen en una lectura en
COU –en cierto modo insatisfactoria, pues no estaba aún preparado para
comprender el trasfondo de la monumental obra del autor alemán– me mostró, Syme
confirmó. Y si las tres primeras novelas de McCullough me impresionaron tanto
(hasta el punto de leerlas dos veces en ese mismo año) fue porque veía, desde
la ficción literaria, la plasmación de muchas ideas y conceptos que había
leído, quizá superficialmente, en ensayos de referencia. Si algo consiguieron
estas novelas, además de entusiasmarme y proporcionarme muchos ratos de
disfrute, fue acentuar mi interés por el período tardorrepublicano y
profundizar más en ello.
Pero vamos con la primera novela, que de eso trata esta reseña: El primer hombre de Roma (1990). La
acción comienza el 1 de enero del año 110 a.C., con la toma de posesión de los
cónsules de dicho año, Marco Minucio Rufo y Espurio Postumio Albino. De
entrada, McCullough, en una estructura muy analista romana, nos acostumbró a nombres,
muchos nombres. Y siempre con la fórmula de los tria nomina, siendo el praenomen
y el nomen juntos con los que los
personajes, en los diálogos, se dirigían unos a otros. Y nos familiarizamos con
los nombres de las principales familias romanas de aquellos años: los Cecilios
Metelos, los Emilios, los Julios, los Domicios Ahenobarbos, los Lutacios
Catulos, los Cornelios,… y de entre ellos McCullough eligió dos personajes que
protagonizan esta novela: el homo novus Cayo Mario, romano de Arpinum, y el aristócrata
venido a mucho menos Lucio Cornelio Sila. Hasta entonces, el lector interesado
en la historia romana había leído el relato de las fuentes clásicas, o el
refrito de ensayos y novelas, en las que Mario y Sila, desde el principio,
habían sido enemigos irreconciliables, hasta llegar a la guerra civil de los
años 88-82 a.C.,
que terminó, tras la muerte de Mario en su séptimo consulado y la campaña de
Sila en Oriente, con el triunfo de este último y su dictadura.
De hecho, el
lector que se aproximaba a esta novela ya esperaba ese enfrentamiento de ambos
personajes. Pero McCullough nos ofrece una novela y, aun maravillándonos con
una erudición sin igual, hasta entonces poco o nada vista en la ficción
literaria, nos presenta los años en que ambos personajes se conocieron,
colaboraron e incluso se hicieron amigos (siempre desde la ficción). Como
novelista, McCullough busca las lagunas que las fuentes clásicas no hollaron o
cuyo relato se perdió y nos ofrece su visión particular. De este modo, el auge
de un Mario que prácticamente ha desistido de poder alcanzar el consulado y la
aparición en escena de un Sila del que las fuentes apenas dicen nada antes de
su participación en la guerra de Yugurta, se convierten en carne de ficción, en
material sobre el que inventar, con buen criterio. Pues es innegable que el
conocimiento de McCullough de la situación política, social y económica de la
época, por no hablar de las mentalidades, se percibe en la construcción de dos
personajes y de todo un mundo romano que parece nuevo, pero que bebe mucho de
las obras de Müntzer, Mommsen, Scullard, Gelzer, Keaveney, Syme, Wiseman,
Badian, Gruñe y otros especialistas en historia romana que el lector profano no
conoce o no le interesan.
La novela se centra en ese auge de Mario y Sila, en sus ambiciones y
realizaciones. El Mario que despreciado y torpedeado por la nobilitas de la época consigue, gracias a su matrimonio con una
Julia, alcanzar el consulado, el mando militar en Numidia, la consecución de
cinco consulados seguidos y la gloria tras la guerra contra los germanos
invasores; pero es también un personaje que muestra su rencor hacia esa élite
política que le desprecia y ningunea, que sueña con alcanzar el codiciado
título informal de primer hombre de Roma
(una licencia literaria con un enorme significado), a quien se le han
profetizado siete consulados y un lugar en la historia como el tercer fundador
de Roma. Por su lado, Sila, el personaje que poco a poco se convertirá en el
gran protagonista de las primeras novelas de la saga (como César lo será de las
siguientes), surge como un personaje ambiguo, moral e incluso sexualmente; un
personaje que alterna crueldad y seducción, que aprende con facilidad (para
alguien que a los treinta años apenas conocía nada, al haberse criado en un
ambiente muy alejado del que su nombre y nacimiento le tendrían que haber
garantizado). Dos hombres muy ambiciosos, que se conocen, colaboran juntos
(como procónsul y cuestor en la guerra de Yugurta), que son parientes políticos
(al haberse casado ambos con dos Julias, otra de esas licencias que McCullough
introduce, al casar a Sila con una Julia, Ilia, según el relato de Plutarco en
su biografía del personaje). La colaboración, en cierto modo contra natura, de
dos hombres destinados, por nacimiento e inclinaciones políticas, al
enfrentamiento, es uno de los elementos esenciales de esta primera novela de la
saga de McCullough.
De la novela destaca la
panorámica de la Roma
de la última década del siglo II a.C. Una Roma que se recupera lentamente de
las secuelas de la crisis institucional y política tras el consulado de Tiberio
(133 a.C.)
y Cayo Sempronio Graco (123-121
a.C.); una Roma que se enfrenta a los procesos
judiciales por corrupción contra algunos de los políticos de la década
siguiente; una Roma acosada por el peligro de la invasión germana, llegándose
al desastre de Arausio (105 a.C.),
con ochenta mil romanos (y aliados itálicos) masacrados en una batalla que, en
la lógica de la novela, es consecuencia de la incompetencia de esa nobilitas, que pensaba antes en sus
propios privilegios y en una Roma elitista, que en la colaboración con otros
sectores sociales o con los aliados itálicos. De la lucha contra los germanos,
minuciosa, pasamos en la parte final de la novela a la crisis creada por Lucio
Apuleyo Saturnino, tribuno de la plebe y paradigma del demagogo por excelencia,
que trata de alcanzar el poder manipulando y utilizando a la masa romana
anónima. En el final de la novela, en el corolario de la colaboración entre
Mario y Sila, surgirá, sin embargo, la chispa del futuro enfrentamiento, que,
como observaremos en el segundo volumen, se hace esperar y se forja muy
progresivamente.
Pero no sólo Mario y Sila protagonizan una novela que, también poco a
poco, se convierte en coral y con un estilo que en siguientes entregas se
perfeccionará. Así, aparecen personajes que tendrán entidad propia en la
siguiente entrega, como Marco Livio Druso (el tribuno de la plebe del año 91 a.C. y que, entre su obra
legislativa, trató de extender la ciudadanía romana a los aliados itálicos),
Aurelia, madre del futuro César dictador, Quinto Lutacio Catulo César, Quinto
Servilio Cepión, Quinto Cecilio Metelo Pío, Quinto Sertorio, el marso Quinto
Popedio Silón,… Y destacan en esta novela los dos grandes rivales de Mario, el
princeps Senatus Marco Emilio Escauro, y Quinto Cecilio Metelo el Numídico
(apodado el Meneítos), enemigo inveterado de Mario, a quien no le perdona que
le despojara del mando (y la gloria) de la guerra contra Yugurta. Publio
Rutilio Rufo, amigo de Mario desde los tiempos de juventud, se convierte en el
aliado, el testimonio de la época (a través de sus cartas) y en el hombre que
recela del poder que recibe Mario y que anticipa los grandes mandos
extraordinarios de la época post-silana.
Como el lector puede observar, son
personajes con un marcado carácter político, pues la política, o deberíamos
decir el debate político, es otro de los alicientes de la novela: las discusiones
en el Senado, en un contio convocado
por un magistrado en las asambleas populares o por un tribuno de la plebe en el
concilium plebis, nos ilustran, con viveza y un enorme detallismo, sobre el
funcionamiento de una res pvblica
romana en sus instituciones, en el pensamiento político, en las querellas y
disputas (llegándose a las manos), etc. Además de que el estilo vivo de
McCullough (bien reflejado en la traducción de Francisco Martín) nos permite
acercarnos a un vocabulario político complejo (aunque sin apabullar demasiado
con latinismos). La autora aporta un riquísimo glosario (elemento imitado por
otros autores más recientes), en el que aprovecha para comentar algunas de sus
licencias literarias.
El primer volumen termina en el
año 100 a.C.,
tras la crisis de Saturnino y dejando entrever que los problemas para el rígido
sistema republicano no han hecho más que empezar. Se acumulan las sombras en el
futuro, Mario se retira de la primera escena política pero anunciando que
volverá y Sila no se resigna a ser un mero colaborador (y subalterno).
El resultado para el lector ha sido una espectacular novela, compleja pero
apasionante, con un estilo que engancha, con una voluntad didáctica que huye de
todo simplismo o divulgarización, de modo que aprendemos (y aprendemos mucho)
sobre la Roma
del período, pero nunca sin olvidar el propósito de toda novela, que es
entretener con una lectura de calidad. Y dejando al lector con ganas de más…
Me ha complacido mucho leer su comentario. Lo felicito
ResponderEliminarMuchas gracias, saludos.
ResponderEliminarMuy bueno
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