20 de abril de 2021

Crítica de cine: Minari, de Lee Isaac Chung

Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo
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No deja de ser curiosa que esta película haya sido nominada y premiada en los recientes Globos de Oro en la categoría de mejor película de habla no inglesa cuando, por un lado, no está enteramente hablada en coreano; y, por otro, porque es una película completamente estadounidense en su producción. De hecho, podría perfectamente haber competido en el premio grande, como podría hacerlo en los próximos premios Oscar, cuyas nominaciones aún no se han anunciado (deberemos esperar al lunes 15 de marzo; se entregarán el 26 de abril). Es un filme escrito y dirigido por un cineasta estadounidense hijo de inmigrantes coreanos, producido por, entre otros, Brad Pitt, y con actores estadounidenses y coreanos por igual. Minari, pues, en este mundo globalizado y en el que la inmigración es algo ya cotidiano, podría ser considerada una película tan estadounidense como Nomadland, la otra gran favorita en la carrera de los premios. Pero, ya se sabe, los árboles no dejan de ver el bosque (y más en un país que se forjó en la inmigración).



Minari –permítasenos obviar el subtítulo castellano “Historia de mi familia”– nos cuenta los avatares de una familia coreana, los Yi, que se traslada de California a la rural Arkansas en la década de los años 80 para perseguir el sueño americano. El padre, Jacob (Steven Yeuan), sueña con dejar atrás su trabajo como sexador de pollos, igual que su esposa Monica (Han Ye-ri), y cultivar hortalizas coreanas para vender a restaurantes orientales. La familia, completada por la preadolescente Anne (Noel Kate Cho) y el pequeño David (Alan Kim), que tiene un soplo en el corazón, se instala en medio del campo, en una casa prefabricada, y con una extensa parcela que utilizar como huerto. Monica no está de acuerdo con los planes de su marido: a una hora de una gran ciudad (y un hospital para las revisiones del pequeño David), no acaba de entender por qué abandonar la soleada California y gastar los ahorros en un proyecto que supondrá muchos esfuerzos y dudosas ganancias (¿vender productos coreanos en la conservadora y muy estadounidense Arkansas?). Y además Jacob prefiere obviar los servicios del método zahorí para encontrar un pozo de agua (o traer una canalización añadida a la del servicio de la casa) y busca su propia fuente de agua en medio del campo. Contrata a un excéntrico campesino local, Paul (Will Patton) como ayudante y dedica tantas horas al huerto como a su trabajo en una factoría de pollos, con lo que los niños deberán cuidar de sí mismos; la llegada desde Corea del Sur de la abuela materna, Soon-ja (Youn Yuh-jung), servirá para que el pequeño David navegue entre el mundo cotidiano estadounidense y las tradiciones familiares. Las peleas conyugales por el dinero cada vez más escaso y las duras condiciones de vida acompañarán a los dos hijos, en especial David, en quien el director del filme vuelca recuerdos de su infancia como hijo de inmigrantes surcoreanos en la América profunda.


Esta podría ser la típica película en la que compaginar un estilo cinematográfico más “oriental” con una historia sobre la dureza de la inmigración y la adaptación a un país que no es el tuyo. El acierto de Lee Isaac Chung, director y guionista, es crear un mundo propio, a través de los ojos de David, en el que está claro que luchar por el sueño americano no es tan fácil como uno se puede proponer, y en el que el componente de historia de aprendizaje y (auto)descubrimiento del mundo que nos rodea acaba siendo uno de los catalizadores de la creación de la propia identidad. La sutileza con la que Chung muestra las dificultades de la familia, sin sobrecargar en exceso las tintas dramáticas (y la película no las obvia del todo) y apostando por la naturalidad de las situaciones, es el principal aliciente de un filme sencillo en fondo y forma, en factura visual y en el comedido (y bilingüe) uso de la palabra. La elegía sobre lo que significa ser inmigrante (y además surcoreano) en una comunidad tan blanca en cultura como en actitudes se muestra con un cierto tono de realismo mágico en torno a personajes como la abuela, fuente de sabiduría y de tradición –ella es la que planta el minari, perejil o apio de agua, en la orilla de un arroyo cercano a la fina, y que dará nombre al filme–, o en la extravagancia religiosa de Paul, el hazmerreír de la comunidad. La empática relación que se establecerá entre abuela y nieto, tras el rechazo inicial del pequeño, aporta el elemento más tierno de la película y sube el valor de un filme que no lo apuesta todo a la baza del choque cultural (que haberlo haylo) o las tensiones conyugales que, alimentadas por las dificultades económicas, podrían convertir el filme en un dramón; el toque tierno de los dos niños escribiendo mensajes conciliatorios en aviones de papel mientras sus padres se tiran los trastos por la cabeza baja un poco el suflé dramático cuando conviene.


El resultado es una película que seduce al espectador por la puesta en escena y la sutil carga de profundidad de su guion, más en estos tiempos actuales en el que la inmigración se percibe como el caballo de Troya de la decadencia del mundo occidental. Que el director apueste por llevar la trama a esos años ochenta de su infancia (y de la presidencia de Ronald Reagan) y muestre a unos personajes que tratan de adaptarse de manera colaborativa y natural a una comunidad que los recibe con tanta amabilidad como condescendencia, es también un punto a favor. Quizá el final descoloque a más de un espectador que esperaba “algo más”, pero también permite interpretaciones diversas sobre no olvidar las propias raíces cuando debes amoldarte a otras tradiciones.

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