19 de noviembre de 2019

Crítica de cine: Si yo fuera rico, de Álvaro Fernández Armero

Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.

Todo el mundo ha fantaseado alguna vez con que le toca la lotería (mejor la Primitiva o un Euromillones: mucha más pasta) y quién diga lo contrario miente; hemos imaginado lo que haríamos con el dinero (un capricho loco nos pegaríamos, fijo), pensaríamos en ser prudentes y no gastarnos todo el dinero a lo loco y depende de lo ganado (menos lo correspondiente para Hacienda, que en este filme no se menciona y es un buen sablazo) valoraríamos qué agujeros tapar y a quiénes echar un cable. Desde luego, nos buscaríamos un gestor, con cabeza (que piense con pies de plomo, no como nosotros) y nos asesore sobre cómo mantener el caudal de dinero y diversificarlo (si procediera) para que rinda más. Desde luego un Gordo de Navidad no te saca de pobre, pero una Euromillones nos permitiría comprar aquello que muchas veces no podemos tener: la tranquilidad de hacer lo que queramos con nuestro tiempo sin pensar en llegar a final de mes. 

No todo ello pasa por la cabeza de Santi (Álex García), guaje asturiano que no está pasando por su mejor momento –está en un proceso de divorcio de su novia Maite (Alexandra Jiménez), a la que aún sigue queriendo, y no tiene un trabajo estable– en Si yo fuera rico, película dirigida por Álvaro Fernández Armero y coescrita juntamente con Ángela Armero y Tom Fernández, que le pone el toque local (“¡Asturias existe y mola!”, podría ser el lema de la campaña publicitaria que encierra este filme). Y es que, si no te quedó claro por los tráilers y promos, al muchacho (ya crecidito) le tocan 25 millones de euros y se pone a gastar de lo lindo. Basada en la película francesa Ah! Si j'étais riche (Gérard Bitton y Michel Munz, 2002), esta producción de Telecinco Cinema sigue la senda de adaptaciones de éxitos europeos como Perfectos desconocidos (Álex de la Iglesia, 2017) con un toque divertido y amable, ideal para todos los públicos (a priori), pero sin demasiadas ambiciones narrativas. 



Que Santi deba disimular ante su pronto ex que le ha tocado un pastizal para así no tener que darle la mitad (se casaron en régimen de bienes gananciales) entra en la lógica del elemento cómico que presenta la película; que se lo oculte a sus amigos de toda la vida, Marcos (Adrián Lastra) y Pedro (Franky Martín), y que lo conocen de toda la vida, rechina bastante; que haya un conflicto con el jefe de Maite (y que quiere ser algo más), Mario (Diego Martín, especializado en papeles de triunfador pringao, pero ninguno como aquel Carlos de Aquí no hay quién viva [Antena 3: 2003-2006]), no aporta gran cosa y de hecho funciona como mero relleno narrativo; y que te quede la sensación de que el filme gasta su mejor pólvora en el tráiler (algo bastante habitual en este género), era de esperar. Métase todo en la coctelera, añádanse algunas gotas de humor escatológico y un buen chorro de déjà-vu, agítese bien y tenemos una película que se verá y olvidará casi al instante. 

Y no es que estemos ante una mala película: cumple, sin alardes, y te da lo que más o menos esperas cuando te planteas ir con los amigotes a una sala de cine, que básicamente es una hora y media de risas (que no llegan a la carcajada) y entretenimiento, y una mezcla de comedia romántica, buddy movie y briznas de enredo. Todo ello aderezado por las vistas de Gijón y unos localismos asturianos que a la postre devienen forzados en los diálogos. Los actores protagonistas, bien; Antonio Resines pone algunas notas (pocas) de gracia con su personaje, se tira del buenrollismo general en el desarrollo de la trama (si dejamos a un lado las burlas al antiguo compañero de clase obeso) y se camina en línea recta, sin apenas baches, hacia una resolución tópica a más no poder. 



El resultado es una película simpática, pero que no aprovecha del todo la idea original (en este caso, adaptada) y a algunas actrices (Bárbara Santa-Cruz e Isabel Ordaz, por ejemplo), y que adolece en su guion de no pocos agujeros que, por otro lado, y siendo sinceros, tampoco importan gran cosa (y si eso te pones a surfear con Aritz Aranburu, venga o no a cuento). Lo dicho: verla, entretenerse y olvidarla será todo uno. Y quizá no sea poco, a pesar de la machacona promoción publicitaria a la que nos tienen acostumbradas las cadenas televisivas cuando se ponen a producir películas.

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