27 de septiembre de 2019

Reseña de La ruta del conocimiento: la historia de cómo se perdieron y redescubrieron las ideas del mundo clásico, de Violet Moller

Nota: esta reseña parte de la lectura de la edición original, The Map of Knowledge. How Classical Ideal Were Lost and Found: a History in Seven Cities (Pan Macmillan, 2019). Las citas textuales se toman de esta edición original.

Suele ser un lugar común, historiográficamente ya superado, que el conocimiento científico, la producción de libros e incluso el intercambio cultural se cortocircuitó con la «caída» del Imperio Romano (de Occidente). De este modo, los siglos medievales serían «oscuros», el esplendor de la cultura clásica se apagó y la ortodoxia cristiana persiguió a los paganos y su cultura, destruyéndose cientos de obras escritas, templos, monumentos, etc.[1] En cierto modo el primer capítulo de este libro abunda sobre esta idea: tomado como referencia el año 500, se indaga en la pervivencia de las obras de tres científicos del mundo clásico: Euclides (c. 325-c.265 a.C.), matemático que escribió una obra de enorme influencia, Elementos; Claudio Ptolomeo (c.100-c.170/180), geógrafo y astrónomo, cuyo tratado astronómico, el Almagesto, recibió este nombre por parte de los árabes;[2] y Galeno (129-216), médico y cirujano, cuya extensísima obra fue epitomizada en los siglos medievales.

Las obras de los tres autores se «perdieron» en el Occidente latino y cristiano durante siglos, pero fueron recuperadas por los escritores y científicos musulmanes, primero, que las tradujeron al árabe en Bagdad y Córdoba, y después, con la traducción al latín de esta versión árabe, por copistas y traductores a partir del siglo XI en lugares como Toledo, Salerno y Palermo; la etapa final, en Venecia, gracias a la búsqueda incesante de personajes como Poggio Bracciolini y la imprenta (el rol de Aldo Manuzio, entre otros), llevó a que llegaran, «restauradas» e incluso «revisadas» al Renacimiento italiano y fueran de enorme influencia en la Revolución Científica de mediados del siglo XVI a finales del XVII.



Con La ruta del conocimiento: la historia de cómo se perdieron y redescubrieron las ideas del mundo clásico (Taurus, 2019), Violet Moller resigue, en un viaje particular en el que se combinan historia, bibliofilia y ciencia, la supervivencia de las obras de Euclides, Ptolomeo y Galeno durante la Edad Media, y centrándose en siete ciudades. Los criterios para elegir estas siete ciudades, como menciona en el prefacio y en el capítulo final son que:
Cada una de esas ciudades que hemos visitado en este libro tiene su propia topografía particular y su carácter, pero todas comparten las condiciones que permitieron que la investigación floreciera: estabilidad política, un suministro regular de fondos y de textos, un grupo de talentosos e interesados individuos, y, lo más sorprendente de todo, una atmósfera de tolerancia e inclusión respecto a diferentes nacionalidades y religiones. La colaboración es uno de los más importantes factores en el desarrollo de la ciencia. Sin ella, no había habido traducción ni movimiento del conocimiento a lo largo de las fronteras culturales ni una oportunidad para fusionar ideas de una tradición con los de otra. Los eruditos que hicieron posible esta colaboración son las estrellas de esta historia: los hombres que partieron hacia lo desconocido, que dedicaron sus vidas a localizar, comprender, preservar y comunicar todas estas extraordinarias ideas y teorías. Su capacidad para maravillarse, su determinación para poner orden y claridad en el magnífico caos de la creación fue lo que condujo al descubrimiento científico y lo mantuvo vivo durante el milenio entre 500 y 1000» (p. 225, traducción propia).
Violet Moller.
No cuesta nada dejarse llevar por la pasión que muestra la autora a lo largo de un libro que atrapa al lector desde el principio y lo traslada por diversas ciudades del universo medieval siguiendo el rastro de aquellas obras clásicas «perdidas» en el marasmo de los primeros siglos medievales y el «cierre» (que no fue tal ni tanto) de aquella «autopista» que fuera el Mar Mediterráneo durante el Imperio Romano,[3] y «descubiertas» y «recuperadas» en el mundo islámico, donde la ciencia y la cultura florecieron, en ciudades como la Bagdad del califato abasí y la Córdoba del emirato y después califato omeya entre mediados del siglo VIII y finales del X. El «Renacimiento» cultural el Occidente a partir de finales del siglo XI,[4] y gracias a la acción expansiva y cultura de los normandos en el sur de Italia y con la (re)conquista de Sicilia (1060-1090), bajo dominio islámico desde el siglo IX, que ciudades como Salerno y Palermo (la capital del reino normando de Sicilia con Roger I, Roger II y Guillermo I, a lo largo del siglo XII),[5] el mantenimiento de estructuras sociales y económicas musulmanas y sobre todo de un caldo de cultivo cultural –un crisol entre musulmanes, judíos y cristianos que encontramos en otros ámbitos como Toledo en el mismo período–, permitió que «llegaran» (o «regresaran») obras de los tres autores ahora en lengua árabe, y que se tradujeran al latín (es elocuente la obra de Gerardo de Cremona en Toledo en la segunda mitad del siglo XI).

Resulta muy interesante, y constituye el principal aliciente del libro, cómo la autora combina la historia de califas, emires, visires, condes, reyes, dogos y, especialmente, «científicos», traductores y copistas en los capítulos sobre Bagdad, Córdoba, Toledo, Salerno, Palermo y Venecia; cómo, en un clima de (relativa, habría que incidir) tolerancia religiosa y política en las grandes capitales islámicas, se estimuló la investigación científica, gracias a la interacción y la adaptación de las obras de Euclides, Ptolomeo y Galeno con los avances técnicos que se estaban desarrollando en aquellos lares; cómo en el Toledo del siglo XI, antes de la creación de la Escuela de Traductores que lograría una enorme influencia desde el período de Alfonso X el Sabio (1252-1284), ya hubo la labor de copistas, procedentes de Italia, como Gerardo de Cremona; cómo el converso musulmán Constantino el Africano (procedente de Túnez) recuperó las obras médicas de Galeno en el Salerno normando de la segunda mitad del siglo XI; cómo el calabrés Enrico Aristipo realizó en Palermo una primera traducción al latín del Almagesto de Ptolomeo, y gracias a una donación de una copia griega por parte del emperador bizantino Manuel Comneno; cómo Poggio Braciolini, mencionado antes, «encontró» la obra de Lucrecio, De rerum natura [6], a mediados del siglo XV, y cómo «editores», al estilo de Aldo Manuzio (entre otros), imprimieron obras en griego a finales del siglo XV y principios del XVI para una comunidad (exclusiva y escasa, es de suponer) de lectores y científicos con medios (y la capacidad para leer en griego), abriendo la senda de los Copérnico, Kepler, Tycho Brahe y Galileo que llegarían después.

Otro gran aliciente del libro es la capacidad de la autora por «divulgar» sobre aspectos y cuestiones científicas, y «reducir» lo esencial de la obra de los tres autores clásicos y sus «lectores» y autores en el ámbito musulmán –de Abū ’l Qāsim Khalaf ibn ‘Abbās al-Zahrāwī (Abulcasis para Occidente) a Ibn Sina (Avicena) y Abū l-WalīdʾAḥmad ibn Muḥammad ibn Rušd (Averroes)– y del mundo cristiano –de Miguel Escoto a Adelardo de Bath,[7] pasando por Leonardo Fibonacci, entre otros– a un lenguaje asequible para lectores profanos en la materia. Se habla de ciencia en esta obra –esencialmente, matemáticas, astronomía y medicina– y se trazan las líneas de continuidad entre el pasado clásico y los avances que se realizaron en los dos ámbitos, musulmán y cristiano, en los siglos medievales, y en cómo la copia y traducción de las obras de los tres autores clásicos permitió conocer, matizar e incluso corregir los errores que estos cometieron y que sus colegas de los siglos XVI y XVII captaron.



Se trata con detalle la dicotomía entre ese mundo medieval de la Alta Edad Media en la que el conocimiento se redujo (y sesgó) en los monasterios, donde la copia de obras clásicas no fue inmune a los errores en la copia o la propia destrucción, y el mundo musulmán de los califatos de Bagdad y Córdoba, con algunas dosis de idealización por parte de la autora en torno a personajes como Al-Mansur, Harún al-Rashid y Al-Mamún (y la Casa de la Sabiduría o Bayt al-Hikma) en la capital abasí, y Abderramán I y Abderramán III en Córdoba.

En definitiva, estamos ante un libro que brilla con un estilo amenísimo y que logra mantener «enganchado» al lector; un volumen de alta divulgación que encuentra un nicho en la historia cultural de los siglos medievales.

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Notas

[1] Idea esta última en la que, con una argumentación de raigambre gibboniana, incide Catherine Nixey en su reciente (acompañado de una cierta controversia y bastante pobre) volumen La edad de la penumbra: cómo el cristianismo el mundo clásico (Taurus, 2018).

[2] El nombre original en griego era Mathēmatikē Syntaxis.

[3] La vieja tesis de Henri Pirenne en su clásica obra Mahoma y Carlomagno (1937), acerca de un Mediterráneo clausus por la conquista islámica de los siglos VII y VIII, ha sido revisada desde hace tiempo, y encontramos un estudio muy elocuente al respecto en el libro de Michael McCormick Orígenes de la economía europea. Viajeros y comerciantes en la Alta Edad Media (Crítica, 2005). El libro de Pirenne se reeditó en Alianza Editorial en formato bolsillo este 2019.

[4] Debemos la expresión a la ya clásica obra de Charles Homer Haskins, El Renacimiento del siglo XII (Ático de los Libros, 2013; original de 1927)

[5] El lector interesado en este libro no podrá dejar de evocar los magistrales libros de John Julius Norwich, Los normandos en Sicilia y Un reino al sol: Sicilia, 1130-1194 de John Julius Norwich, editados en España por Editorial AlmED en 2007 y 2008 respectivamente.

[6] Cómo no mencionar el espléndido libro de Stephen Greenblatt, El giro: de cómo un manuscrito olvidado contribuyó a crear el mundo moderno (Crítica, 2011).

[7] Figura que «recuperó» Jonathan Lyons en su libro La Casa de la Sabiduría. Cuando la Ilustración llegaba de Oriente (Turner, 2010).

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