23 de abril de 2019

Reseña de Roma. La creación del Estado mundo, de Josiah Osgood

Resulta mucho más que un lugar común hablar de la «crisis» de la República romana, que la tradición historiográfica «inicia» con el tribunado de Tiberio Sempronio Graco (133 a.C.) y que, en diversas etapas, «finaliza» con la victoria de Gayo Julio César Octaviano –nunca utilizó el segundo cognomen, que denota su adopción por parte de su tío abuelo y dictator perpetuus Gayo Julio César: él se consideraba «César», sin más, y si acaso Divi Filius (el Hijo del Divino [César]) o Imperator Caesar Divi Filius a lo largo del período triunviral, pero los historiadores solemos emplearlo para diferenciarlo de su padre adoptivo– en la batalla de Accio (septiembre del 31 a.C.) y con su (aparentemente indolora) «conversión» en Augusto en enero del 27 a.C. Mucho tiempo, demasiado, para una «crisis», del mismo modo que demasiado tiempo tardó la tópica «caída» del Imperio romano (¿un par de siglos?). En esta última fecha, en una sesión en el Senado (toda una farsa perfectamente coreografiada), Augusto «renunció» a los poderes extraordinarios que aún acumulaba, si bien, de hecho, al dejar de tener vigencia el triunvirato a finales del año 33 a.C., formalmente no era más que un cónsul que, desde el mismo año 31, había mantenido esta magistratura de manera ininterrumpida (lo haría hasta el 23 a.C.) y desde el 28 había añadido el título de princeps Senatus, hasta entonces un honor más que un cargo estable y con el que asumió una primacía en aparente igualdad respecto a los demás senadores y el resto de ciudadanos romanos.

El Senado «protestó» y unos días después «devolvió», ya convenientemente «legalizados» y de acuerdo con los tiempos de una res pvblica restituta (un régimen «republicano» restaurado) que no engañaba a nadie pero que todos aceptaban de buen grado, esos mismos poderes, engrandecidos. Así, Augusto mantuvo el mando de las legiones que no se disolvieron (desde entonces sería un número limitado de legiones, en torno a las treinta) gracias a un mando provincial amplísimo sobre las Hispanias, las Galias y Siria, que el ahora prínceps gobernaría mediante legados mientras él permanecía en Roma; quedaría el resto de provincias, con más o menos detalle, «gobernadas» por procónsules designados entre los miembros del Senado y según el cursus honorum habitual, y desde luego con el plácet del propio Augusto. 

Josiah Osgood.
Con el consulado, este imperium maius sobre unas provincias que, para el caso de las Hispanias (aún por domeñar en su vertiente cantábrica), el mando de las legiones y una autoridad incontestada, gracias a títulos actuales como el de princeps Senatus y poderes tribunicios que añadiría a su cartera de manera permanente desde el 23 a.C., Augusto se convertía en el auténtico «rey» de Roma de facto, nunca de iure: el título de rex, como bien sabemos, era odiado por los romanos; un odio que surgió, según su tradición, tras la expulsión del tiránico Tarquino el Soberbio en el año 509 a.C. y la fundación de la «república», pero que probablemente se formó muy avanzado este régimen republicano, utilizado como arma arrojadiza contra aquellos nobiles romanos que destacaban y a los que se acusaba de querer asumir la tiara monárquica. En el período monárquico e incluso para los primeros siglos «republicanos» la leyenda se mezcla con la «historia» y a menudo es complicado discernir qué hay de cierto en cuanto a la formación del sistema «republicano» y las aspiraciones tiránicas de personajes semilegendarios como Coriolano, Espurio Melio o Manlio Capitolino, que pagaron con su vida por rebelarse contra su patria o aspirar a la realeza, como la tradición les achacó; los historiadores de las últimas décadas consideran que es a partir del siglo IV a.C. cuando podemos asumir con casi absoluta certeza que hay un régimen «republicano» estable tal y como lo conocemos, y no desde su reelaborado establecimiento en la fecha del 509 a.C., coetánea a la de la expulsión de los pisistrátidas en Atenas.

Sea como fuere, cuando Augusto asume unos poderes que, «concedidos» por el Senado y renovados convenientemente cada cierto tiempo (en la titulatura de Augusto y sus «sucesores» se añadirá siempre las veces que se renovaron los cargos o las aclamaciones como imperator), ya no dejaría de ostentar, Roma, como régimen político, como «imperio» incluso, había cambiado mucho respecto a la de mediados del siglo II a.C., apenas un siglo y un par de décadas antes. Una Roma que «controlaba» la ribera mediterránea más por la autoridad que emanaba de su nombre, como la elocuente anécdota que menciona Tito Livio (XLV, 12) acerca del círculo que Cayo Popilio Lenas (cos. 172 y 158 a.C.) trazó en el suelo alrededor de la persona del rey seléucida Antíoco IV cuando este, en 168 a.C., trataba de conquistar Alejandría (y Egipto) y se reunió con la embajada que el Senado envió a su presencia y que Lenas encabezaba; una embajada que le conminaba a no continuar con su propósito de conquista y que el propio Lenas enunció muy claramente con su gesto: «antes de que salgáis de este círculo deberéis dar una respuesta al Senado»; Antíoco dudó y finalmente respondió que haría como el Senado romano consideraba «correctamente», volviendo de nuevo a Siria. Fue esta autoridad que una delegación de senadores encarnaba, más que la presencia de legiones romanas, la que «obligó» al rey seléucida a recular. 

Para entonces, Roma controlaba Italia (no mediante «conquista» sino en alianza con los aliados itálicos), Sicilia, Córcega y Cerdeña (provincias constituidas en los años 241-238 a.C), había derrotado en dos prolongadas guerras a Cartago (y reducido ostensiblemente el territorio que esta poseía en el norte de África), pugnaba intermitente en Hispania (donde se crearon dos provincias de dimensiones cambiantes en 197 a.C.) y acababa de derrotar al rey Perseo de Macedonia, poniendo fin a la dinastía antigónida y dividiendo el reino balcánico en cuatro entidades territoriales, a la vez que dominaba sobre las ciudades griegas en lo que un siglo y medio después sería la provincia de Acaya. El «imperio» romano estaba aún en permanente construcción, la Urbe se regía por un sistema político propio de una ciudad-estado y con un (más que idealizado por parte de Polibio) «equilibrio» de poderes entre Senado, comicios y magistraturas. A mediados de esa segunda centuria antes de nuestra Roma era ya una ciudad grande para los parámetros de Italia, pero no podía competir en extensión, riqueza y fastuosidad de sus edificios con ciudades helenísticas como Alejandría, Pérgamo, Antioquía, Atenas o Éfeso. Roma era temida a lo largo y ancho de la ribera mediterránea, pero también desafiada, como los cartagineses (llevados por la desesperación y la intransigencia romana) harían por esas mismas fechas (hasta que llegó su destrucción), las ciudades griegas en el Peloponeso (rebelión que acabaría con la destrucción de Corinto), los macedonios o los diversos pueblos hispanos, que, tras una cierta estabilidad impuesta por el padre del futuro Tiberio Sempronio Graco en torno al año 179 a.C., se alzaron en varios frentes contra la codicia y la explotación de los procónsules que Roma envió a las dos provincias hispanas en las décadas posteriores y que no serían sometidos (por un largo tiempo) hasta la muerte del pastor Viriato o la destrucción de Numancia. 

Un «imperio», pues, en permanente ebullición y formalización –las provincias, de hecho, aún no tenían el estatus fijado de entidades territoriales que desde las reformas silanas de los años 81-80 a.C. ya serían familiares para todo el mundo–, y un sistema «republicano» en el que se ponía coto a las ambiciones que pudieran ser más desmesuradas de lo que marcaba la tradición: los mores maiorum o costumbres de los antiguos, que marcaba de manera consuetudinaria, más que legalista, el régimen por el que los romanos se gobernaban, basado en la libertas por encima de todo y con pocas leyes (como la lex Villia annalis del año 180 a.C.) que «marcaban» las reglas del juego en cuanto al ejercicio de unas magistraturas que, pensadas para gobernar una ciudad-estado, decíamos antes, se quedaban cada vez más pequeñas en sus competencias para regir sobre un «imperio» mediterráneo. En este sistema «republicano», la auctoritas del Senado predominaba, si bien eran los comicios los que formalmente reunían al populus soberano, y los magistrados (tribunos de la plebe incluidos) pocas veces desafiaban esa supremacía de la cámara senatorial, que decidía sobre política exterior, supervisaba las finanzas y mantenía a raya (por las buenas o por las malas) las ambiciones de jóvenes «políticos» (y con mandos militares) como Publio Cornelio Escipión el Africano o Tito Quincio Flaminino; incluso con «ilustrados» como el nieto adoptivo del Africano, Escipión Emiliano, que alternaba su pasión filohelenística con un poso conservador y una preeminencia que su juventud parecía amenazar la estabilidad del régimen (su consulado del año 147 a.C. fue irregular, ley en mano, pues no había ejercido la pretura, ni siquiera la edilidad para la que se presentaba ese año), el Senado (y las camarillas que lo conformaban) tuvo sus más y sus menos. 



Pero, a grandes rasgos, la Roma del 150 a.C., fecha en torno a la que Josiah Osgood inicia su libro Roma. La creación del Estado mundo (Desperta Ferro Ediciones, 2019), no podía imaginar los numerosos cambios que vería en la siguiente centuria y pico; la famosa «crisis» que la tradición (y la convención) historiográfica establecieron estaba lejos de ser asimilada entonces: tendría que llegar Salustio, por ejemplo, un siglo después, para elaborar todo un topos literario acerca de la corrupción y la pérdida de los valores que la destrucción romana de Cartago había provocado, abriendo la puerta a la ambición sin mesura de hombres como Mario y Sila (especialmente este último) y que llegaba, en sucesión, hasta los Saturnino, Clodio, Pompeyo, Craso y el propio César (que Salustio defendería). Pero Salustio no llegó a ver el final de todo el proceso, de esa «crisis», con «otro» César haciéndose con un poder definitivo y al mismo tiempo mucho más sutil que el de aquel «primer» César; el historiador romano vivió los años más convulsos del período estrictamente triunviral (43-33 a.C.), pero murió antes de la batalla de Accio, la derrota de Antonio (y su aliada egipcia) y la victoria incontestable de un joven César (Octaviano) que asumía la recuperación de la tradición, los valores morales y religiosos, y la estabilidad política de un régimen que Salustio daba por muertos cuando escribió sus monografías La guerra de Yugurta y La conjuración de Catilina. Para entonces, la Roma de mediados del siglo II a.C. quedaba mucho más lejos de lo meramente temporal: había pasado un siglo largo, sí, pero en realidad se habían transformados muchas más cosas. Giuseppe Tomasi di Lampedusa escribió en El gatopardo (1958), y puso en boca de uno de sus personajes, la famosa frase «si queremos que todo continúe igual, es necesario que todo cambie», en relación a la unificación italiana de mediados del siglo XIX que dejaría atrás reinos como el de las Dos Sicilias y actitudes divergentes en la nobleza que encarnaban el príncipe Fabrizio Corbera y su sobrino Tancredi Falconeri; Augusto le habría dado una vuelta a esta expresión, más de acuerdo a aquello que pretendía hacer para la Roma «restaurada» de su época: «que todo continúe igual, aunque todo haya cambiado»; pues para Augusto ese «igual» y ese «cambio» tenían muchos significados. 

De manera más prosaica, y parafraseamos a Alfonso Guerra, «a Roma no la iba a conocer ni la madre que la parió»: desde luego, esta sensación sería para aquellos pocos que, en el momento de la muerte de Augusto (agosto del 14 de nuestra era), echaran la vista atrás y rememoraran las guerras civiles posteriores al asesinato de César, casi sesenta años atrás. Del mismo modo, muy pocos de los que vivían en el año 44 a.C. recordarían la Roma anterior a la dictadura de Lucio Cornelio Sila (82-81/79 a.C.), ya no digamos el convulso período de Lucio Apuleyo Saturnino (tr. pl. 103 y 101-100 a.C.). El cambio de perspectiva que se pudo vivir en las décadas posteriores a los hermanos Sempronio Graco (133-121 a.C.) palidecería ante el radical cambio que se podía percibir de la dictadura de Sila a la de César (49-44 a.C.). La evolución política, con la sucesión de crisis violentas –133, 121, 100, 91-82, 78-77, 73-71, 63, 52, 49-45, 44-31 a.C.– fue pareja a la «transformación» de Roma: de la ciudad-estado al imperio mediterráneo o, en la terminología de Osgood, al «Estado mundo». Citamos sus palabras: 
Como es evidente, Roma no llegó nunca a extenderse por todo el planeta, pero sí englobaba todos los principales núcleos de la antigua civilización mediterránea y se prolongaba por territorios mucho más septentrionales, en una expansión sin precedentes. Es más, en vida de Augusto cientos de miles de hombres y mujeres obtuvieron la ciudadanía romana, pese a que decenas de miles de ellos habitaban en lugares tan distantes de Roma como Hispania u Oriente Medio. Esta colosal red ayudó a proporcionar nuevas respuestas a la cuestión de qué significaba ser romano. (p. 3)
Esas transformaciones afectaron a Roma y en medio o, mejor dicho, a lo largo de lo que suele llamarse la «crisis de la República romana», pero también afectaron (y devolvieron la pelota) a los territorios de sus alrededores, empezando por Italia. Roma e Italia acabaron por conformar un dúo que no bailaba separado («bailar de lejos no es bailar»): la alianza establecida desde el siglo IV a.C., aunque fuera desigual en cuanto respecto al esfuerzo y el sacrificio, no podía perdurar sin la integración de una (Italia) en el cuerpo político de la otra (Roma). Las consecuencias de la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C.) a lo largo de las décadas posteriores, y con castigos para las comunidades que habían trabajado con Aníbal para romper esa alianza, pesaron en unos pueblos itálicos que participaban con sus hombres en las campañas en ultramar, pero que no lo hacían de la misma manera con los beneficios, económicos y también políticos. Los treinta años previos al estallido de la mal llamada Guerra Social –Bellum Sociale sive Italicum–, fueron de un resentimiento latente que acabaría por explotar de manera sanguinaria en Asculum, a finales del 91 o principios del 90 a.C., mientras una confederación de pueblos que enarbolaban al toro itálico frente al águila romana y proclamaba una capital en Corfinium, rebautizada Italica, se reunían en armas y de rebelaban contra Roma utilizando muchos elementos netamente romanos, de las magistraturas a los cuerpos militares. La guerra, intensa a lo largo del año 90, cada vez más controlada por Roma en el 89, sólo podía terminar de una manera: con un acuerdo negociado y la integración de los itálicos, «nuevos» ciudadanos romanos en las tribus romanas (primero las urbanas, más tarde las rurales) y su participación en el entramado político. No fue fácil este acuerdo y la guerra se alargó, mezclada con las contiendas civiles de la década de los años 80 a.C., hasta la batalla de Porta Collina (noviembre del 82 a.C.) y con un duro castigo a pueblos como los samnitas y los lucanos por parte de Sila en los años inmediatamente posteriores. 

Cónsules e incluso triumphatores de origen itálico –caso de Publio Ventidio Baso, por ejemplo, que pasó de desfilar en un triunfo como prisionero siendo un niño, en el 89 a.C., a encabezarlo como homenajeado por su victoria frente a los partos en el 38 a.C.– aflorarían en las décadas posteriores y prepararían el camino para la «revolución romana» que Ronald Syme puso en manos de Augusto en su obra seminal publicada en 1939: la «nueva» élite romana que el princeps promocionó se sostenía sobre un cuerpo cívico «renovado» con la sangre de las guerras civiles y la extinción de las familias nobiliarias tradicionales. Fue un largo proceso, del que Augusto en realidad recogió los frutos para su propio beneficio, y que empezó tras la dictadura de Sila y que tuvo en César a uno de sus máximos promotores. Esta transformación, o simbiosis de lo romano con lo itálico, y que ya en siglos anteriores se había ido gestando muy lentamente –como recogió Tim Cornell en los años 90 del pasado siglo XX con un libro esencial, The Beginnings of Rome: Italy from the Bronze Age to the Punic Wars (c. 1000-264 BC) (Routledge, 1995) [trad. esp.: Los orígenes de Roma, c. 1000-264 a.C.: Italia y Roma de la Edad de Bronce a las guerras púnicas, Crítica, 1999], cuyos postulados recientemente ha «actualizado» Kathryn Lomas en The Rise of Rome: From the Iron Age to the Punic Wars, 1000 BC - 264 BC (Profile Books, 2017)– es uno de los elementos que se relatan en sincronía con los avatares políticos y sociales de un régimen «republicano» que entra en «crisis» o más bien «muta». Italia se integra en Roma y al mismo tiempo la «reinventa» y potencia, de modo que el «Estado mundo» que surge a lo largo del período que trata el volumen –150 a.C.-20 d.C.– se afianza sobre esta nueva «identidad» romana. 

Fuente de este mapa y el anterior: página 7 del libro, capítulo disponible en la web de Desperta Ferro Ediciones. 


El libro de Osgood sigue el curso de estas transformaciones, rompiendo la narración tradicional, de modo que los períodos estancos de esta narración –tribunado de los hermanos Graco, revuelta de Saturnino, guerra itálica, guerras civiles, auge de Pompeyo y César, nuevas guerras civiles, breve interludio de la dictadura cesariana, época triunviral y lucha final por el poder– dejan de verse como tales, pues los acontecimientos se encadenan sin solución de continuidad y no como episodios que se detienen. En la construcción del «Estado mundo» la línea narrativa es continua y las consecuencias de, por ejemplo, la dictadura silana no se «detienen» hasta el año 70 a.C., cuando Pompeyo y Craso ponen fin a algunos de los dictados de Sila (la mutilación del tribunado de la plebe, la composición de los jurados): como ha demostrado recientemente J.Alison Rosenblitt en su libro Rome After Sulla (Bloomsbury, 2019, a partir de su tesis doctoral), el juicio de Sexto Roscio Amerino y especialmente el consulado de Lépido en el 78 a.C. (y la revuelta contra el «orden constitucional» a lo largo de ese año, con el cadáver del dictador aún tibio, y del siguiente) muestran un régimen «postsilano» mucho más endeble y una narración del período 79-77 a.C., a partir de los fragmentos de las Historias de Salustio, más rica en matices. Del mismo modo, la erosión del sistema «republicano», presentada con la represión del tribunado de Cayo Graco y en paralelo a la corrupción denunciada por Salustio (que se beneficiaba de la perspectiva que aporta el paso del tiempo y de textos que no han llegado hasta nosotros como las memorias de Sila o las Historiae de Cornelio Sisenna) en La guerra de Yugurta, era evidente durante el segundo y tercer tribunados de Saturnino (101-100 a.C.), reprimidos él y sus colaboradores de manera tan sanguinaria como la de Graco veinte años atrás; el eco de su «ejecución», en realidad un linchamiento aprobado por el cónsul Gayo Mario, sería evocado con el proceso interruptus que sufrió el anciano senador Gayo Rabirio por su participación en el asesinato de Saturnino casi cuarenta años después, en el año 63 a.C., y que se cerró en falso, pero que anticiparía la posterior denuncia de los actos del cónsul Marco Tulio Cicerón en relación a la ejecución de los colaboradores de Catilina, en diciembre de ese año; unos actos que Publio Clodio Pulcro utilizaría para condenar, mediante una ley aprobada por el pueblo, el exilio del propio Cicerón en el año 58 a.C. (de hecho, el discurso de Cicerón en defensa de Rabirio sería publicado en el año 60 a.C. como una primera defensa ante un Clodio que ya empezaba a postularse para el tribunado de la plebe).

Resulta especialmente interesante el capítulo 11 del libro de Osgood, “La guerra del mundo (49-30 a.C.)”, al establecer un relato que no se quiebra, o entra en stand-by, en el año escaso de dictadura cesariana sin un conflicto armado que resolver tras la victoria de César en Munda (marzo del 45-marzo del 44 a.C.) Como ya comentamos en la reseña de la biografía de César a cargo de Luciano Canfora, la «interminable guerra civil» (o una sucesión de guerras civiles) no finalizó en Munda, pues los supervivientes entre los pompeyanos y republicanos que no se habían sometido a César (a diferencia de Bruto, Casio y muchos de los que participaron en su asesinato) se reunieron bajo diversos líderes, en especial Sexto Pompeyo. La convención quiere que la guerra civil iniciada en el Rubicón en enero del 49 a.C. finalice en el campo de batalla de Munda, poco más de cuatro años después, cuando lo cierto es que las guerras civiles, cambiando de escenario o con diversos adalides enfrentados entre sí, se sucedieron durante prácticamente dos décadas. Lo que sí queda claro es que a lo largo de ese período no se luchó ni por el mismo objetivo, que varió, no así la violencia recurrente a un conflicto armado y cómo afectó a territorios claves, esencialmente Italia: una Italia «invadida» por César en el invierno del 49 a.C., convertida en nuevo campo de batalla durante un año y medio tras el asesinato del dictador, y que sufrió nuevos episodios como el Bellum Perusinum (41 a.C.), con Lucio Antonio y Fulvia, esposa de Marco Antonio, contra Octaviano, o la eventualidad de un enfrentamiento armado entre los triunviros que finalmente se zanjó con la Paz de Brindisi del año 40 a.C. y la revalidación de la alianza entre Antonio y Octaviano a la «antigua usanza», mediante el matrimonio del primero con Octavia, hermana del segundo, o convulsionada por las confiscaciones de tierras para los veteranos tras la batalla de Filipos. 

Del Rubicón a Accio pasan casi dos décadas en las que los tiempos de paz interior fueron escasos (si acaso, el último año de la dictadura de César o el breve interludio entre la derrota y ejecución de Sexto Pompeyo, en 36/35 a.C., y la huida de los cónsules del año 32 a.C., Gneo Domicio Ahenobarbo y Cayo Sosio, para reunirse con Antonio en Oriente). Dos décadas que ven como el sistema «republicano» es vaciado de poder, primero durante la dictadura de César, después durante la etapa triunviral, de modo que cuando Octaviano se «convierte» en Augusto ni el Senado ni (mucho menos) los comicios son contrapuntos al dominio de unos pocos o de un solo hombre, y las magistraturas son repartidas entre los colaboradores de uno y otro bajo una apariencia de «elección» popular (se mantendrían los comicios en esa apariencia de «república restaurada» durante el Principado de Augusto, pero su «sucesor» Tiberio ya dejó de convocarlos en los primeros años de su gobierno). Dos décadas en las que la libertas «republicana» fue enterrada en el campo de batalla «en diferido»: en Farsalia (48 a.C.), en Tapso (46 a.C.,), en Filipos (42 a.C.), en Perusia (40 a.C.), triunfalmente y sin que nadie se percatara ya en Accio (31 a.C.), y con la certeza de que sería así fuera quien fuese el vencedor.

Gemma Augustea, Kunsthistorisches Museum, Viena.
«Augusto aparece junto a Roma entronizado como Júpiter. Tiene el lituus de los augures como signo de su suprema autoridad militar, ya que los príncipes, representados delante de él, acuden a la guerra bajo su mando. Detrás del trono, las personificaciones de un mundo pacificado y feliz. Abajo, soldados romanos y personificaciones de tropas colaboradoras con bárbaros sometidos. Hacia 10 d.C.». Paul Zanker, Augusto y el poder de las imágenes, Alianza Editorial, 1992, p. 272, pie de la imagen nº 182.


Osgood «rompe» incluso con el propio compartimento estanco del Principado de Augusto, que presenta en tres capítulos, en último de los cuales añade los primeros años del Principado de Tiberio. Un nuevo régimen, el augústeo, que, como la propia construcción del «Estado mundo» romano, se afianza por etapas: del 30 al 19 a.C, convendría ver una primera etapa, con la «conversión» de Octaviano en Augusto mencionada a inicios de esta reseña, y que entra en crisis con la enfermedad del princeps en el año 23 –que ya Syme lo analizó a fondo, ahora Osgood enmienda su tesis–, que le obliga a replantearse su sucesión y el abandono del consulado que, ininterrumpido desde el 31, sólo asumirá en las siguientes tres décadas y media en dos ocasiones más (para acompañar, como colega, a sus nietos/hijos adoptivos Gayo y Lucio); y con episodios como la intentona (¿conjura?) de Marco Egnacio Rufo para asumir un consulado en el año 19 al margen del patronazgo de Augusto (de hecho, enfrentándose a él), y que terminó con su ejecución por orden del Senado, y que se zanjó con Augusto negándose a asumir la dictadura (abolida tras la muerte de César) que el pueblo exigió que recuperara, al preferir en cambio mantener algunas prerrogativas consulares (no el consulado en sí, una medida cosmética que calmaba cualquier protesta, de cualquier modo prácticamente inexistente).

A esta primera etapa del «nuevo» régimen político, reajustada en 23 y 19 a.C., en paralelo a los viajes del prínceps a «su» extensa provincia (Galias, Hispanias, ahora reestructuradas y repartidas en varias  provincias, y Siria), a las reformas administrativas en Roma e Italia (una escalón más en la larga construcción del «Estado mundo») y al establecimiento de un programa cultural de amplio alcance, siguió una segunda en la que Augusto puso su fe en sus hijos adoptivos Gayo y Lucio, con Agripa y Tiberio como tutores alternos, y con el propósito de que fueran sus sucesores. Una etapa que sabemos cómo acabó: el exilio voluntario de Tiberio, disconforme con el modo en el que Augusto «mimaba» a sus nietos/hijos adoptivos, el escándalo alrededor de su hija Julia (desterrada a la isla de Pandataria) y el hundimiento de las esperanzas del princeps (¿de fundar una dinastía?) con las muertes consecutivas de Lucio (2 d.C.) y Gayo (4 d.C.), que forzaron a Augusto a volver a reajustar el asunto de la sucesión en una tercera etapa de su Principado, mediante la adopción de su otro nieto superviviente, Agripa Póstumo (pronto descartado y desterrado a la isla de Planasia) y de Tiberio –Quoniam atrox fortuna Gaium et Lucium filios mihi eripuit… ; Suetonio, Tib., 23, 3, se leerá en el testamento de Augusto a su muerte–, quien a su vez adopta a su sobrino Germánico como hijo (aun teniendo a un hijo adulto, Druso el Joven). 

En los últimos años de su Principado, con un «Estado mundo» debilitado por las revueltas en Panonia e Iliria (6-9 d.C.) y Germania (9 d.C., desastre de Varo), Augusto se sustentó en Tiberio, a quien paulatinamente fue dejando las riendas de un gobierno que sobre el papel mantuvo hasta su muerte en agosto del 14 de nuestra era. La «sucesión» en Tiberio sería automática, más allá de las dudas de éste en una reunión del Senado acerca de la herencia política a disponer (y que debió de verse por parte de los senadores como una farsa en cierto modo indigna), del mismo modo que la continuidad de un régimen en el que apenas hubo cambios. Para cuando Germánico murió y se produjo el proceso a su supuesto envenenador, Pisón, en el año 20 d.C., con un Senado dócil que muestra su lealtad al prínceps que sucediera a Augusto. Las pugnas entre julios y claudios en los años previos, con Agripa Póstumo y Agripina la Mayor, por un lado, y Tiberio y Livia (la esposa de Augusto que este adoptó como hija y le dio el título de Augusta vía testamento), por el otro, que se mantendrían en la década de los años 20 –y que con un cierto ejercicio de especulación analizara Andrew Pettinger en su libro The Republic in Danger. Drusus Libo and the Succession of Tiberius (Oxford University Press, 2012)–, apenas afectarían a la cuestión de fondo: el establecimiento del «Estado mundo», cuya construcción Osgood ha desarrollado a lo largo de su obra; es más, el «Estado mundo» ya estaba más que afianzado por entonces –el capítulo 13, “La nueva era: la reforma de la cultura y la sociedad (30-5 a.C.) muestra hasta qué punto lo estaba a nivel «global»– y el punto final que pone el autor en el año 20 d.C. está más que justificado. 

Estamos, y no me quiero alargar mucho más, ante una sólida monografía y una convincente tesis que nos obliga, tanto a los historiadores como a los lectores interesados en el tema, a cambiar el chip acerca de conceptos, ideas y etiquetas como «la crisis de la República romana» o incluso la «transición» de la «República» al «Imperio»: en el libro de Osgood dicha transición escapa a estas etiquetas y, si acaso, se produce una evolución hacia el «Estado mundo» que escapa a la tradicional compartimentación por períodos estancos. En esta línea, el libro resulta muy estimulante, en la senda de obras como Roman Republics de Harriet I. Flower (Princeton University Press, 2011), que ya nos «obligó» a replantear la tradicional estructuración de la «República» romana desde su fundación y especialmente en el siglo que transcurre de los Gracos a Octaviano.

Leí el libro en su edición original hace un año, recién publicado por Cambridge University Press. Dirigido a un público general sobre este período, como hemos podido constatar interesará incluso a los especialistas en la materia, y consolida a Josiah Osgood como uno de los autores más interesantes en los estudios clásicos en la actualdiad. A pesar de su juventud, Osgood es un magnífico conocedor del período final de la República romana. Su primer libro, Caesar's Legacy: Civil War and the Emergence of the Roman Empire (Cambridge University Press, 2006) –véase algunos extractos en la web de la editorial]; habrá traducción castellana en 2020, también a cargo de Desperta Ferro Ediciones– es un valiosísimo estudio del período triunviral después del asesinato de César (grosso modo recoge los años 49-30 a.C., la época de la «guerra del mundo» que analiza Osgood en su última obra); es una versión reescrita de su tesis doctoral, presentada en el Departamento de Estudios Clásicos de la Universidad de Yale. En relación con esta monografía, por el período que trata, habría que añadir Turia: A Roman Woman's Civil War (Oxford University Press, 2014; échese un vistazo en Amazon), sobre la vida de esta mujer durante las guerras civiles de los años 49-45 a.C. y el período triunviral, y de la que apenas sabemos nada; no tenemos ni siquiera la certeza de que se llamara Turia, de hecho: lo suponemos por el nombre de su marido, cónsul durante el Principado de Augusto, que erigió en su honor una inscripción epigráfica, la llamada Laudatio Turiae. Este libro pertenece a una excelente colección de biografías de mujeres en la Antigüedad, entre las que hace unos meses leí las de Cleopatra VII de Egipto, Clodia Metelli (hermana del tribuno de la plebe Publio Clodio Pulcro y supuesta amante del poeta Catulo, en las décadas finales de la República romana), la «reina» Boudica de los icenos durante la conquista romana de Britania (mediados del siglo I d.C.) y Teodora, esposa del emperador bizantino Justiniano (siglo VI dC); alguna más «caerá» en los próximos meses.

Osgood también es autor de una muy sugerente biografía del emperador Claudio, Claudius Caesar: Image and Power in the Early Roman Empire (Cambridge University Press, 2010; algunos extractos en la web de la editorial), que también disfruté hace unos años: reevalúa el personaje, la llegada al trono tras el asesinato de Calígula (¿pudo estar implicado en la conjura?) y su gobierno durante los años 54-68 d.C. En paralelo, ha coordinado junto a Susanna Braund el volumen A Companion to Persius and Juvenal (Wiley, 2012; hojéese en la web de la editorial), obra colectiva con diversos estudios sobre ambos escritores satíricos del primer siglo «imperial». A lo largo de este 2019 publicará The Alternative Augustan Age (Oxford University Press), de la que es coordinador y que ya sólo por el título provoca que me frote las manos de interés.

2 comentarios:

  1. Pero bueno, llevamos generaciones de lectores buscando una biografia de Claudio en español para dar el salto de la novela a biografía tras leer YO, Claudio, y resulta que dices que este autor tiene una muy buena y estos de DF están tan despistados que publican otras cosas (que estarán muy bien, no lo dudo pero creo que ninguno de los de a pie hemos pensado en ellas) de este autor y ni se acuerdan de Claudio ¿te parece buena política editorial? Saludos

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    1. Los dos libros que publica DF de Osgood sin MUY buenos y esenciales: el volumen sobre el periodo triunviral es de referencia y un gran acierto de DF el traerlo al castellano. No todo puede publicarse y hay que priorizar. Publicar el volumen sobre la etapa triunviral me parece una buenísima noticia.

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