7 de septiembre de 2018

Crítica de cine: Las distancias, de Elena Trapé

Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.

En 2010 Elena Trapé, directora y guionista surgida de la ESCAC, presentó su primer largometraje, Blog, un interesantísimo filme alrededor de la adolescencia y el uso de las redes sociales por un grupo de chicas que esconden un secreto. Un documental sobre Isabel Coixet, Palabras, mapas, secretos y otras cosas (2015) le permitió conocer de cerca a la directora barcelonense, que se ha convertido en la principal valedora de la segunda película de Trapé, Las distancias (2018), un desencantado retrato de un grupo de treintañeros en crisis. Olivia (Alexandra Jiménez), Eloi (Bruno Sevilla) y Guille (Isak Férriz), junto a la pareja de éste, Ana (Maria Ribera), viajan a Berlín para darle una sorpresa a Comas (Miki Esparbé), amigo de los tiempos universitarios en Barcelona. Lejos de recibirlos con entusiasmo, Comas trata de hacer de tripas y corazón y pasar con sus amigos un fin de semana, “por los viejos tiempos”, que además coincide con su cumpleaños (35 años), la excusa para que los colegas se trasladen a la capital alemana, donde Comas lleva instalado un tiempo y desarrolla una carrera que, vista desde acá, parece más exitosa de lo que realmente es… o en su momento fue. La distancia geográfica se mezcla con la que se ha establecido a nivel personal entre el grupo de amigos, hasta el punto de que quizá cualquier tiempo pasado fue mejor, pero los vínculos estrechos forjados entonces se han quebrado, al tiempo que las vicisitudes de cada uno de ellos ha construido una imagen muy subjetiva sobre la amistad y el compromiso.

En este filme –vencedor en tres categorías principales (película, dirección y actriz) en la última edición del Festival de Málaga y que la directora ha escrito conjuntamente con Miguel Ibáñez Monroy y Josan Hatero–, se ofrece un amargo retrato de una generación y las consecuencias de una crisis económica que ha dejado una perdurable huella emocional. Así, Eloi sobrevive con un trabajo de media jornada y ha tenido que vender su piso, volviendo a vivir a casa de sus padres, mientras que a Guille la cosas parecen irle bien, hasta el punto de que no considera necesario que Ana trabaje, ya que él puede “mantenerla” con su sueldo. Olivia, por su parte, embarazada de ocho meses, vive con alguien de quien realmente no está enamorada. Comas, el objetivo del viaje de fin de semana, esconde sus inquietudes y, literalmente, desaparece durante el fin de semana, provocando la inquietud entre sus amigos, “abandonados” a su suerte en un Berlín invernal, siempre nublado y poco acogedor. Las contradicciones entre los personajes y los reproches surgirán a medida que todo el mundo se pregunta dónde está Comas y, paulatinamente, qué diablos están haciendo en casa de alguien que no los ha recibido precisamente con los brazos abiertos y que se ha “borrado” del mapa para no tener que dar explicaciones. 



Durante dos días, Las distancias muestra, alternando algunas pinceladas de humor (incómodo) con una inquietud que va mucho más allá de la ausencia del homenajeado, la disgregación de un grupo de amigos que, en el viaje a Berlín, ha tenido más en cuenta motivos personales que la idea de celebrar un cumpleaños. Y es que la amistad no dura siempre y los egoísmos y prejuicios que tiñen toda relación de amigos que se conocen desde hace muchos años siempre están presentes. Lo normal, lo habitual, es que un grupo de colegas que se ha conocido y mantenido una estrecha relación durante la carrera universitaria, se vaya distanciando a medida que cada cual encuentra su camino, trabaja, forma una familia, priorice decisiones y mantenga un rumbo que suele llevarle a un destino que no necesariamente esta prefijado. A todos nos pasa que, sí, mantenemos contactos espaciados con aquellas personas que en su momento fueron muy cercanas, pero el tiempo acaba por separar y, ya se sabe, a ver si quedamos un día para una cena o nos tomamos una copa y charlamos, pero el tiempo pasa y lo vamos dejando, y dejando, y dejando… y ese viaje que parecía la excusa para reunirse y ponerse al día acaba siendo una experiencia más bien desastrosa (a quién no le ha pasado…). 

Dialogada en catalán y castellano con una enorme naturalidad, así como algunas secuencias en inglés o brevemente en alemán, la película de Trapé desarrolla el naufragio de una amistad (la secuencia final es más que elocuente) y la desilusión por ver cómo aquellas personas que años atrás eran “lo más” para ti se han convertido paulatinamente en perfectos desconocidos. La ingenuidad, la soberbia, el desarraigo o la inmadurez atrapan a unos personajes que han visto cómo la crisis económica puede que haya terminado, pero la recesión personal continúa y sus vidas no serán cómo eran antes, con los sueños y proyectos que imaginaban que podrían desarrollar, cuando eran estudiantes universitarios, al mediar la treintena. La lucidez con que se retrata a los personajes resulta a menudo desgarradora y hasta cierto punto catártica cuando ellos mismos asumen que las cosas no son (o no podían ser) como habían pensado y que el viaje emprendido, por el motivo que fuera –de reencontrarse con un viejo amigo a pedir matrimonio o afianzar una relación que parecía latente–, no iba a reunir las piezas de algo que ya daba signos de estar roto. 



En cierto modo, el punto de partida no es especialmente novedoso (el recurso argumental algo manido del grupo de amigos que se reencuentra pasado un tiempo y que acaba por sacar los trapos sucios), pero Trapé y sus coguionistas saben darle una vuelta de tuerca a lo previsible, jugar con la atmósfera apagada que ofrece Berlín en un fin de semana invernal y mostrar con naturalidad el desgarro, los reproches y los puntos de fuga. De este modo, Las distancias saca a la luz ese desencanto por un estado de cosas que habitualmente se mantiene en la esfera privada y desarrolla con solidez una historia con la que los espectadores pueden conectar e incluso verse representados. La nostalgia sobrevuela este espléndido (e incómodo) filme y en más de una ocasión personajes (y audiencia) parecen (parecemos) echar de menos aquellos tiempos en que se era joven, estudiante y e irresponsable. La madurez, podría concluirse, llega cuando uno se da cuenta de que los cuentos de juventud no eran más que cuentos de hadas que nos han (hemos) inventado para que sentemos cabeza cuando toca. Quizá unas camas deshechas y unas habitaciones vacías sean imágenes que valen más que mil palabras sobre el significado del final de un proceso.

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