Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Para cuando acabe 2018 y llegue ese momento en el que los críticos y aficionados elaboran sus listas sobre las mejores películas del año, sospecho que Un lugar tranquilo va estar no sólo incluida en esos listados sino en un puesto muy destacado. Y es que esta película, con un presupuesto más bien modesto (unos 17 millones de dólares que, en términos hollywoodienses, es casi calderilla) pero con unas ganancias (en sus primeras dos semanas), que multiplican por diez cada dólar invertido, puede convertirse (si es que no lo está haciendo ya) en uno de los filmes más comentados este año. La respuesta en el mercado estadounidense ha sido entusiasta, tanto por parte de la crítica como de un público que ha acudido en masa a las salas de cine; y es algo digno de elogio en estos tiempos en los que todo parece “más de lo mismo”, y más en un género como el terror post-apocalíptico cada vez más cultivado. Por ello, hay que destacar positivamente que este filme aporte un soplo de aire fresco y algunas ideas muy originales, aunque luego la puesta en escena sea muy convencional. Pero,” tiquismiqueces” al margen, en la balanza de las virtudes y los deméritos, se decanta claramente su peso hacia el lado de las virtudes.
Un primer acierto está en el olfato de John Krasinski que, ante una historia escrita por los jóvenes guionistas Scott Beck y Bryan Woods –ambos crecieron en el estado de Iowa, territorio estadunidense agrícola por definición, y en el que los silos de grano, que tendrán su cuota de protagonismo en este filme, forman parte del skyline rural–, vio las potencialidades de un filme de terror psicológico (en cuyo guion ha contribuido) en el que una familia se erige en núcleo central de la trama. Y es algo nada baladí para quien recientemente dirigiera una película en la que, precisamente, la familia era el eje central, Los Hollar, y que ha llevado ahora ese concepto a sus últimas consecuencias en este filme que presentamos, pues el papel de la madre de la atribulada familia protagonista es interpretado por Emily Blunt, su esposa fuera de la pantalla. Que el filme se rodara poco después de que Krasinski y Blunt tuvieran a su segundo hijo y que sus alter-egos en la trama también estén esperando un hijo durante la mayor parte del metraje, son intersecciones entre realidad y ficción que hacen este filme añada un poco más de interés al asunto.
Pero no nos vayamos por las ramas (aunque esas ramas expliquen muchas cosas del filme). ¿De qué va la cosa? El prólogo de la película, tras un mensaje sobreimpresionado que reza “89 días después”, nos sitúa en un futuro cercano (concretamente en 2020). Una pequeña ciudad en el interior de Estados Unidos, abandonada, vacía, con signos de que la gente ha desaparecido de un momento a otro, dejando todo abierto, sucio, arrasado (como en ese primer episodio de El último hombre en la Tierra, serie creada por Will Forte en 2015 que comienza muy bien y pronto agota la pólvora). Un supermercado desierto, unos niños que entran y curiosean; ella es sorda (Miliscent Simmonds, a quien vimos recientemente en la injustamente incomprendida Wonderstruck. El museo de las maravillas, de Todd Haynes) y lleva un audífono, pero se comunica con su hermano (Noah Jupe) por lenguaje de signos. Aparece la madre (Blunt), con un niño pequeño (Cade Woodward), que siente interés por un avión de juguete. El padre (Krasinski), le disuade, mediante lenguaje de signos, de llevárselo: “hace demasiado fuerte”, refiriéndose al ruido que el juguete hace con sonidos. Salen de la tienda, pero antes la niña coge el avión y se lo da al pequeño, que lo esconde bajo su chaqueta, haciéndole con el dedo en la boca la señal de que guarde el secreto. Regresan a casa caminando, bosques y campos a través, por encima de una senda de arena que parece haber sido creada por alguien (ellos mismos, se intuye). Llegan a un puente y cuando están a punto de cruzarlo, el pequeño, que va al final del grupo, saca el juguete y lo enciende. Se oyen unos sonidos agudos, los que imitan sirenas y sonidos de medios de transporte, en un volumen demasiado alto. La familia se detiene, el espectador capta el miedo en sus ojos; no es miedo, es pavor. El padre corre para coger al pequeño, pero antes de que pueda alcanzarlo “algo” aparece y con una rapidez pasmosa se lo lleva. Ha desaparecido, para siempre. Fundido a negro.
Tras el prólogo, sin duda alguna lo mejor de esta película, se sobreimpresiona otro mensaje: “472 días después”. ¿Después de qué? El guion del filme juega con la indefinición: algo ha sucedido, una especie de invasión de unos seres monstruosos (¿alienígena, quizá?) –evocando en el espectador otra figura monstruosa indefinida, la de Cloverfield (Matt Reeves, 2008), inicio de una franquicia bastante irregular–, en los meses anteriores a ese 2020; algo que ha destruido la normalidad de la Tierra, al parecer, obligando a los humanos supervivientes a esconderse, como la familia de esta película, que viven apartados de la esfera pública en una granja rural, probablemente en ese estado de Iowa antes mencionado. Esas criaturas, al parecer, son ciegas, pero han desarrollado una hiperacusia que las hace especialmente sensibles a cualquier sonido más o menos audible. Por ello, y para evitar que aparezcan y ataquen a las personas (¿se las comen?), los humanos supervivientes han tenido que desarrollar estrategias, como luces de colores para comunicarse entre sí o alertarse ante alguna emergencia, caminar sobre arena en el exterior o sobre alfombras y moquetas en el interior de las casas para así amortiguar el sonido de sus pisadas, y a comunicarse entre ellos mediante lenguaje de signos. Para la niña de la familia, sorda de nacimiento, el silencio es especialmente asfixiante, pues no es consciente del ruido que puede hacer, a diferencia de los demás, a menos que lleve un audífono que le ayude a reconocer algunos sonidos. De este modo, pues, la vida o, mejor dicho, la supervivencia, depende de no hacer ningún ruido que alerte a las extrañas criaturas. Ese silencio, natural para una y obligatorio para todos, pues, se convierte en leitmotiv y protagonista de una película de terror psicológico en su mayor parte; un terror que se vuelve físico con la aparición de esos monstruos. La originalidad del punto de partida del filme es innegable, aunque la excesiva presencia del monstruo, con un especial hincapié en mostrar esos “oídos” hipersensibles, le resta algunos puntos a ese planteamiento original; personalmente, considero que la película habría ganado más jugando con la indefinición de la criatura, un concepto que J.J. Abrams ha aplicado con fortuna en muchas de sus producciones, seriales y televisivas (incluida Cloverfield), y que incluso ha creado escuela.
Si el punto de partida, ese mundo post-apocalíptico en el que el silencio es garantía de supervivencia, es uno de los puntos fuertes del filme, otro es su duración: apenas 90 minutos. Y es que, cuando las películas de género (o no) cada vez dilatan sus metrajes hasta puntos que rozan el absurdo, que una película de terror dure una hora y media, y no más, es un aliciente; pues tampoco vas a poder alargar la tensión demasiado tiempo y siempre correrás el riesgo de estropear las cosas añadiendo secuencias innecesarias a una trama que, sí destaca por algo, es por la simplicidad de su planteamiento. Fórmula matemática: menos es (casi siempre) más. De hecho, por ese planteamiento, la película funcionaría aún mejor si en vez de 90 minutos durara 60, como un episodio de una serie de televisión. Es más, la narrativa “a lo Black Mirror” no deja de estar presente en este largometraje que perfectamente podría haber funcionado (y seguramente mejor) en un formato serial. Que la película tenga casi asegurada una secuela potencia aún más el concepto de “serialidad”, aunque sea en la gran pantalla.
La puesta en escena de la película, sin embargo, no está a la altura de su originalidad. Desvelados (o apenas insinuados) los detalles de la trama (y cómo se ha llegado a esa situación) de manera progresiva a partir de ese prólogo magistral, la evolución del filme sigue caminos muy transitados y, por ello, demasiado recurrentes en y a partir de otras películas. Jugando con los códigos intrínsecos del cine de terror, más aún si se trata de un terror psicológico, se corre el riesgo de anticipar el pico climático, como así sucede en el filme en varias ocasiones: un personaje mira por una ventana, la música se pone en “modo latente on”, unos segundos de impasse… y el espectador ya intuye (en realidad, “sabe”) que la música subirá de intensidad y algo sucederá que hará que demos un respingo en la butaca. El problema es que no haremos ese gesto, pues ya nos hemos olido la tostada. Con la secuencia del parto de la madre y su huida de la criatura, que ha entrado en casa, sucede lo mismo: todo sigue patrones muy manidos y “sabemos” que pasará lo que se muestra en pantalla apenas unos segundos antes de que suceda. Hay otras escenas muy bien filmadas, como los dos niños cayendo al interior del silo de grano –qué recuerdos del silo en Único testigo (Peter Weir, 1985) o del depósito de agua en Australia (Baz Luhrman, 2008), entre otros referentes que se le vienen a uno a la cabeza en ese momento–, y que rompen en parte la “rutina” de un filme que, narrativamente, se muestra mucho más convencional de lo que su espléndido inicio parecía anunciar.
La puesta en escena de la película, sin embargo, no está a la altura de su originalidad. Desvelados (o apenas insinuados) los detalles de la trama (y cómo se ha llegado a esa situación) de manera progresiva a partir de ese prólogo magistral, la evolución del filme sigue caminos muy transitados y, por ello, demasiado recurrentes en y a partir de otras películas. Jugando con los códigos intrínsecos del cine de terror, más aún si se trata de un terror psicológico, se corre el riesgo de anticipar el pico climático, como así sucede en el filme en varias ocasiones: un personaje mira por una ventana, la música se pone en “modo latente on”, unos segundos de impasse… y el espectador ya intuye (en realidad, “sabe”) que la música subirá de intensidad y algo sucederá que hará que demos un respingo en la butaca. El problema es que no haremos ese gesto, pues ya nos hemos olido la tostada. Con la secuencia del parto de la madre y su huida de la criatura, que ha entrado en casa, sucede lo mismo: todo sigue patrones muy manidos y “sabemos” que pasará lo que se muestra en pantalla apenas unos segundos antes de que suceda. Hay otras escenas muy bien filmadas, como los dos niños cayendo al interior del silo de grano –qué recuerdos del silo en Único testigo (Peter Weir, 1985) o del depósito de agua en Australia (Baz Luhrman, 2008), entre otros referentes que se le vienen a uno a la cabeza en ese momento–, y que rompen en parte la “rutina” de un filme que, narrativamente, se muestra mucho más convencional de lo que su espléndido inicio parecía anunciar.
Quizá el mayor problema del filme es que quiere abarcar demasiado. Demasiadas subtramas –el sentimiento de culpabilidad de la niña ante lo sucedido con su hermano pequeño, algo que ella provocó al permitirle quedarse con el juguete, o de la madre, que se lamenta de no haber llevado a ese hijo desaparecido en brazos; los problemas que supondrá para la logística de la familia y sus posibilidades de supervivencia el hecho de que vayan a tener otro hijo, un bebé que, como es natural, llorará inconsciente de lo que ello supone; las estrategias para evadir la presencia de las criaturas y la sensación de soledad que embarga a los personajes, aislados del resto de una comunidad obligada a esconderse “acústicamente” para sobrevivir– y demasiados clichés –el padre “inventor”, la madre resolutiva, el monstruo invasor del hogar, con demasiadas reminiscencias a Steven Spielberg y, en particular, aquella secuencia en el sótano de la casa que ocupa Tim Robbins en La guerra de los mundos (2005), en la que Tom Cruise y su hija deben esconderse del monstruo alienígena– jalonan un guion que progresivamente pierde frescura y alarga incluso un metraje de por sí (y lo agradecemos) muy medido. También la epifanía final y esa idea que parece servir para luchar contra las criaturas suena a trillada en su concepción y queda como un agujero narrativo (¿no se les ha ocurrido antes? ¿y a nadie más en el resto del planeta?).
Pero, pesando virtudes y deméritos, tenemos que rendirnos a la evidencia de que los primeros ganan la partida, y además holgadamente. El buen hacer interpretativo de los cuatro actores protagonistas (los niños, especialmente, por la sensación de veracidad de sus rostros) es también un plus, así como el logradísimo diseño de sonido que, junto a la sutil música, logran que ese “silencio” forzosamente necesario para poder sobrevivir demuestre ser el gran aliciente de un filme bien escrito. Volviendo a lo tiquismiquis, hubiéramos preferido “ver” menos al monstruo y dejarnos llevar más por lo indefinido de una historia que puede que sea de lo más original que hayamos visto en el cine en los últimos años. Bien por ella y, por ende, por una película que deja buen sabor de boca y la insospechada conclusión de que, a veces (muy pocas), incluso en un género tan sobado como el del terror queda espacio para la sorpresa.
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