3 de marzo de 2018

Reseña de La vuelta al mundo en 80 días, de Jules Verne

[Reseña escrita originalmente en octubre de 2011.] 

Entre mis lecturas de infancia y juventud estaba, como no podía ser de otra manera, Jules Verne (1822-1905). Muchas de sus novelas alimentaron mi curiosidad en aquella etapa formativa de la vida, me transportaron a viajes por todo el mundo (incluso más allá) y me alimentó con un vocabulario técnico que, por novedoso e incluso exótico, me atrapó irremediablemente (aunque luego ya no utilices…). Fueron muchas lecturas, y sobre todo relecturas, en ediciones adaptadas a un público joven (labor que ha continuado Alianza Editorial en su sello de literatura juvenil). Entre las novelas del escritor francés que devoré incansable algunas eran mis favoritas: Dos años de vacaciones (en una edición en catalán de La Magrana, en una magnífica colección enfocada a un público adolescente); Cinco semanas en globo (aún recuerdo aquella edición de Bruguera con dibujos cada dos páginas); Viaje al centro de la Tierra (me fascinaba sobre todo la primera parte, con la presentación de los personajes… luego la trama ya me interesaba menos); Veinte mil leguas de viaje submarino (el detallismo técnico alrededor de Pierre Aronnax y del submarino del capitán Nemo sigue entre mis recuerdos); Miguel Strogoff (qué delicia, ese viaje por la vasta Siberia… a pesar de que nos la dieron con queso en cuanto a la “ceguera” del protagonista) y, desde luego, La vuelta al mundo en ochenta días (1872) [Alianza Editorial, reed. 2011].

En esa juventud, el cine y la televisión acompañaron esas lecturas. Por lo cual es inevitable mencionar, para los que éramos infantes a mediados de los años ochenta, la serie de dibujos animados que Claudio Biern Boyd presentó entonces: La vuelta al mundo de Willy Fog (BRB Internacional: 1984) Y no es casual esta mención, porque para muchos niños de entonces, adultos en la cuarentena hoy día, la serie de dibujos animados quedó en el imaginario colectivo como algo permanente, y para bien o para mal uno podía aceptar la versión televisiva de la novela de Verne como si fuera la «cierta». En mi caso, lectura y visionado televisivo fueron a la par y pude disfrutar y quedarme extasiado por ese viaje con el inefable Phileas Fogg, transformado en simpático y atento león en la versión animada.

Jules Verne
Hacía como… veinte años que no releía esta novela. Fueron muchas las lecturas en época escolar, en ediciones adaptadas para un público joven. La imagen de Phileas Fogg siempre quedó en mi mente: un caballero serio (muy serio), de costumbres más que fijas («aquel mismo día, el 2 de octubre, Phileas Fogg había despedido a James Forster, culpable de haberle llevado el agua para afeitarse a 84º Fahrenheit en vez de a 86º»), inflexible en su determinación de cumplir con los acuerdos de la apuesta realizada en el Reform Club de Londres; es decir, dar la vuelta al mundo en ochenta días, partiendo de dicha ciudad la misma tarde de ese mismo  día, 2 de octubre, para regresar antes de que el reloj marcara las 20:45 horas del siguiente 21 de diciembre. Ni más ni menos. ¡Y qué apuesta! Veinte mil libras, la mitad de la fortuna del taciturno Fogg, que tendría que emplear la otra mitad para, ya fuera en tren, barco, elefante o trineo, cumplir con los términos de la apuesta y presentarse ese 21 de diciembre en el citado Reform Club como ganador. Para todos (o para casi todos) es conocida la resolución de la novela, así como su trama principal, sencilla pero atractiva. Recordamos que Fogg emprendió la vuelta al mundo acompañado únicamente de su criado, el joven francés Passepartout… que se las prometía muy felices pensando que el trabajo al  servicio de un hombre tan sedentario como Phileas Fogg le permitiría estar una larga temporada asentado en Londres. Recordamos que Fogg y Passepartout salvaron in extremis a la joven Aouda de ser sacrificada a la diosa Kali en la India. Recordamos también que nuestro héroe era perseguido por un tenaz e incansable detective de policía, Fix, convencido de que Fogg era el ladrón que, días antes, había robado veinte mil libras del Banco de Inglaterra. Y pasábamos las páginas, atrapados por una trama que ya sabíamos cómo terminaría, pero que nos permitía realizar también nuestra particular «vuelta al mundo».

La novela de Verne puede leerse como una metáfora del triunfo del hombre sobre el medio en el «moderno» siglo XIX. El viaje se convierte en algo más que una simple apuesta. Comenta Miguel Salabert en el prólogo de la remozada edición de Alianza Editorial (aunque su texto es de 1977): «por trivial que sea aquí el móvil del viaje –una simple apuesta–, La vuelta al mundo en ochenta días no se sustrae al tema básico y general de los Viajes Extraordinarios: la conquista y el dominio de la naturaleza por la industria, de la que el tren y el barco de vapor son aquí los principales exponentes. Tema fundamentalmente sansimoniano, en el que halla su origen ideológico la obra de Verne y que de una a otra novela se expresa a través de tres mediaciones: el viaje, la sabiduría científica y la colonización» (pp. 10-11). Y es el viaje la máxima expresión del triunfo del hombre. Lo que antes se tardaba muchos meses en recorrer, Phileas Fogg, transformado en precursor de un nuevo estilo de vida, lo acomete en apenas ochenta días. Y se tomaba un ejemplo real, un artículo publicado en 1870 en Le Magasin Pittoresque que narraba un proyecto para circunvalar el globo terrestre en apenas ochenta días:
«Gracias a la horadación del istmo de Suez es posible ahora, partiendo de París, dar la vuelta al mundo en menos de tres meses. El servicio para este viaje circular no ha de tardar en ser organizado. He aquí el itinerario, cuya duración podría ser incluso más breve:
De París a Port-Said, cabecera del canal de Suez, por ferrocarril
y barco de vapor: 6
De Port-Said a Bombay, por barco de vapor: 14
De Bombay a Calcuta, por tren: 3
De Calcuta a Hong Kong, por barco de vapor: 12
De Hong Kong a Yedo, por barco de vapor: 6
De Yedo a las islas Sándwich, por barco de vapor: 7
De San Francisco a Nueva York, por el ferrocarril del Pacífico,
ya acabado: 7
De Nueva York a París, por barco de vapor y por tren: 11
Total: 80.»

Si se compara esta ruta con la planeada por Phileas Fogg (cap. III, p. 51), se comprueba que las diferencias son mínimas: se parte de Londres, a Suez, vía Bríndisi, en tren y barco; de Suez a Bombay, por barco; hasta Calcuta en ferrocarril (y en elefante en un tramo, pues la línea férrea estaba interrumpida); de Calcuta a Hong Kong en barco y de ahí a Yokohama, para tomar el paquebote que conducía directamente a San Francisco; una vez en esta ciudad, se tomaba el tren (la línea del Union Pacific) hasta Nueva York, viaje interrumpido, como se relata en la novela, y que tuvo que ser continuado en algunos tramos, en trineo; y por último, de Nueva York a Londres en barco. En total, los ochenta días tomados del original, con ciudades adaptadas a las necesidades de un gentleman británico como Phileas Fogg (véase un mapa de la ruta realizada).

Fogg, cual explorador que no ceja ante ninguna adversidad con tal de llegar al objetivo, emprende su viaje sin apenas equipaje (no es necesario en un mundo «globalizado» para los británicos) pero con veinte mil libras en un simple bolso. Los transportes se ponen a su servicio: ya sea en tren y barco, con los horarios ajustados al más mínimo detalle, o medios alternativos como el elefante o el trineo. Fogg, impertérrito a los retrasos, las cancelaciones o los obstáculos que puedan surgir, no pierde nunca la calma. Le rodea el aura de ser un caballero en un mundo en el que la nacionalidad británica se considera un mérito y a la vez un privilegio. No importan las disputas coloniales con Francia, se dejan a un lado las reservas con la gran potencia emergente (Estados Unidos), todo se olvida en pos de un paternalismo respecto a los no europeos (indios, japoneses, nativos americanos). En el viaje todo debe funcionar con la precisión que marca un reloj: el tiempo que se gana en un momento determinado puede perderse ante un barco que no se toma o un tren que no avanza por ausencia de línea férrea, y se puede volver a ganar navegando más rápido que nadie en buques de carga y arrostrando los peligros que depara el monzón. No importa,  el objetivo debe ser cumplido: Phileas Fogg debe presentarse en el Reform Club en la fecha acordada o pierde la apuesta. Y no es sólo una apuesta perdida la que puede revelarse: es también el fracaso de un caballero británico contra el tiempo, la distancia e incluso el resto de la humanidad.

La lectura de esta novela nos depara grandes momentos de puro entretenimiento, pero es  también la imagen de cómo un británico (creado por un autor francés) concebía el mundo en 1872; y cómo el resto del mundo observaba a este ciudadano británico en una empresa calificada de locura. Los viajes de exploradores como Livingstone, Burton y Stanley están en la mente del lector mientras pasan las páginas. También la sensación de asistir a una particular guía de viajes, pues Verne no escatima detalles técnicos sobre rutas terrestres y marítimas, costumbres religiosas o anécdotas sobre los habitantes de los países que Fogg, Passepartout, Aouda y Fix atraviesan. La novela puede leerse también como un notable (y subjetivo) caleidoscopio de la sociedad del momento, en la que los principales personajes asumen diversos pero determinados roles: el caballero intrépido y bien educado, el criado eficiente, leal y valeroso, la mujer colonial sumisa y agradecida, el tosco pero incansable agente de la ley. Nada se escapa a la atención de Fogg (y de Verne): capaz de solventar cualquier contratiempo, ya sea a golpe de billete o negociando con costumbres (coloniales) que, por supuesto, un caballero de su categoría no puede dejar de conocer (y adaptarse a ellas… a su manera británica), Fogg es dueño de su destino. Y todo se supedita al objetivo: el viaje. Un viaje que sería impensable sin los tres ejes de la «modernidad» en un siglo XIX que transcurre con velocidad de crucero en cuanto a las aportaciones tecnológicas: barco de vapor, ferrocarril y telégrafo, innovaciones sin las que ni el imperialismo ni las guerras coloniales (y europeas) se habrían desarrollado. Añadamos a la tríada el establecimiento de las embajadas y consulados como (más o menos) los conocemos «actualmente», y que permitieron al hombre (europeo) del siglo XIX viajar por todo el planeta (o al menos la parte conocida)  con la «seguridad» de que su nacionalidad era garantía de ser bien atendido y protegido (aunque luego hubiera «grados» en cuanto al país de procedencia, desde luego).

Estamos, pues, ante una novela muy de su tiempo, que se lee actualmente con más de una sonrisa en los labios, que puede decepcionar en cuanto a su componente literario (las tramas son de rápida resolución, el estilo de Verne es sencillo y busca la captación del lector sin florituras), pero que sigue manteniendo esa capacidad de atrapar la atención del lector curioso (y a su manera intrépido) con una historia llena de valentía, exotismo, caballerosidad y racionalismo. Una historia que en sí también es atemporal: el triunfo del hombre (moderno) sobre la naturaleza.

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