31 de marzo de 2018

Reseña de El cuarto disparo, de Javier Lacomba Tamarit

Robert Louis Stevenson popularizó (que no inventó), en El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886) la figura del Doppelgänger, la dualidad o la duplicidad en una misma persona entre un ente “bueno” y otro “malvado”. La literatura romántica del siglo XIX, con algunos precedentes, hizo especial hincapié en la figura de los “dobles”, los “gemelos”, a lo que Stevenson añadió el matiz de que uno de ellos era un “reverso tenebroso” del alma humana, idea que el cine y la televisión extendieron a lo largo del último siglo, y que encontramos también en la imagen del asesino en serie que oculta una doble o múltiple personalidad y que aparece a menudo en un género de tan éxito como la novela negro-criminal. Pero la duplicidad también puede entenderse, lato sensu, si observamos la diferenciación que pude haber, en una figura pública, entre la imagen que tuvo y proyectó en vida y la leyenda que surgió y se extendió con su muerte. Y en este sentido, alguien como John Fitzgerald Kennedy, el 35º presidente de los Estados Unidos (20 de enero de 1961-22 de noviembre de 1963) quizá sea el exponente más claro, en este tipo de disquisiciones, de la disparidad que hubo entre lo que fue su vida (y su carrera política) y su leyenda tras su asesinato en Dallas aquel mediodía de un día de otoño. Quizá dicho de manera un tanto cruda, Kennedy se convirtió en un icono para su generación, y las que la siguieron, no tanto por los logros (más bien escasos) de su presidencia como por el hecho de morir asesinado en acto de servicio.

Y es que si analizamos a fondo sus treinta y cuatro meses de presidencia, el legado político de John F. Kennedy fue más bien exiguo en resultados, si bien lo que perduró, a nivel simbólico, sí fue extenso: el mito de Camelot, proyectos apenas desarrollados más allá del papel como la muy publicitada Alianza para el Progreso en referencia a unas (nuevas) relaciones de Estados Unidos con los países latinoamericanos –sustituyendo la doctrina rooseveltiana (de Theodore, no de Franklin Delano) del palo y la zanahoria, o incluso la más antigua de Monroe de “América para los [norte]americanos”–, y que estaban contextualizados en la contención del comunismo a nivel mundial; el pulso firme demostrado en los “trece días” de octubre de 1962 que ha pasado a la historia como la crisis de los misiles de Cuba y en la que, con el eco del camino que condujo a la Primera Guerra Mundial, Kennedy decidió detener el camino que conducía al apocalipsis nuclear en la carrera con la URSS de Jrushov (que, por su parte, se jugó el todo por el todo con una apuesta en la que tenía poquísimo o nada que ganar: el arsenal atómico soviético, a diferencia de lo que se pensaba en el Pentágono estadounidense, no podía competir, ni de lejos, con el de los norteamericanos); la tibieza de Kennedy respecto a las campañas para garantizar a la población negra los derechos civiles que se les negaba, por activa y por pasiva, desde el final de la Guerra de Secesión, casi un siglo atrás; y, en relación con la campaña contra el comunismo y el mantenimiento, aunque con otras palabras, de la “teoría del dominó”, la intervención estadounidense en Vietnam de manera velada e indirecta con el envío de varios miles de “observadores” al país indochino, eufemismo utilizado para no desvelar que en realidad se estaban enviando tropas. Vietnam, como la Cuba de Fidel Castro –aún escocía el fracaso de Bahía de Cochinos, una operación aprobada por el anterior presidente, Eisenhower, y que, recién llegado Kennedy al Despacho Oval, este debió comerse con patatas–, sería una de las piedras en las que se asentaría un giro en la política exterior estadounidense, o así al menos lo pretendían Kennedy, Robert McNamara (secretario de Defensa), Dean Rusk, titular del Departamento de Estado, aunque en menor medida, pues apenas tuvo autonomía propia, y el equipo presidencial con los McGeorge Bundy, Ted Sorensen y Arthur Schlesinger. Una política que, a marchas forzadas y en función de una política errática, a menudo basada en el ensayo y el error, trataba de buscar la distensión con la URSS, establecer negociaciones para detener la escalada armamentística nuclear (o al menos atenuar su ritmo) y entibiar el clima de la Guerra Fría. De no haber sido asesinado en Dallas aquel 22 de noviembre de 1963, se cree Kennedy habría dado un giro en su segundo mandato (se esperaba una victoria más holgada en la reelección que marcara distancias con el apretadísimo triunfo frente al republicano Richard Nixon en noviembre de 1960), apostando por poner toda la carne en el asador de la carrera espacial, impulsar una relajación de la política de intervención en Latinoamérica, salir del avispero en el que se estaba convirtiendo Vietnam y mantener, en lo posible, unas relaciones más distendidas con el Kremlin, teléfono rojo mediante y a pesar de la china en el zapato que suponía Cuba.

Javier Lacomba Tamarit.
Bueno, en realidad, tampoco sabemos a ciencia cierta que pretendía hacer Kennedy. Sí sabemos que quedó asustado ante la eventualidad de una guerra nuclear con los soviéticos, a raíz de la crisis de los misiles cubanos, y que, tras hartarse del presidente survietnamita Ngo Din Diehm, cuyo asesinato aprobó en octubre de 1963, pretendía cortar las alas de los halcones del Pentágono, cerrando también el grifo a la CIA. Quizá por ello, sorprenda bastante el giro que, desde una ficción ucronística, plantea Javier Lacomba Tamarit con su novela El cuarto disparo (Ediciones Babylon, 2018): en el magnicidio que perpetra Lee Harvey Oswald en Dallas aquella mañana de noviembre de 1963, las cosas fueron diferentes a cómo serían en realidad, y de este modo la víctima mortal no sería John Kennedy, sino su esposa Jacqueline “Jackie” Bouvier Kennedy, que recibiría un cuarto y fatal disparo. Kennedy se libra de la muerte y a costa de perder la falange de un dedo, nada más, pero pierde a su esposa. En un clima de rabia y venganza, el presidente casi ileso aplica un giro a su política y opta por la dureza en la persecución del comunismo, que considera “autor intelectual” del asesinato de su esposa –siendo Oswald la mano, muriendo en la acción, lo cual significa llevarse muchos secretos a la tumba–; la primera decisión práctica de ese giro es cambiar la política respecto a Vietnam, aprobando una leva de miles de soldados que serían enviados, activamente, para hacer frente a los comunistas del Norte, al mismo tiempo que se impulsa un reclutamiento obligatorio de los jóvenes estadounidenses. Una decisión que afecta a muchachos que apenas han terminado los estudios secundarios como Peter Glass, que sería reclutado a la fuerza; un sistema de conscripción que, en la realidad, se produciría con Lyndon Johnson en la Casa Blanca y no sería abolido hasta 1975. En esta ucronía que se plantea a partir de la supervivencia de Kennedy en el intento de asesinato, el Gobierno federal impone una militarización de la sociedad, lo cual a su vez halla la respuesta de manifestaciones antibelicistas que encontraremos, de nuevo en la realidad, desde que aumentan las operaciones militares en Vietnam desde 1965, creando un clima en contra del presidente Johnson y con unas cifras de aceptación popular tan bajas que forzaron a que renunciara a la reelección en 1968, y durante la mayor parte de la presidencia de Richard Nixon. El movimiento hippy y la contracultura de finales de los años sesenta se “anticipan” en la novela de Lacomba, si bien lo que se muestra es más bien un inicio de esta respuesta popular.

Manifestación en contra de la guerra de Vietnam en Los Ángeles en abril de 1972... ¿por qué no en 1964 en contra de la
política belicista de un Kennedy alternativo?




Con este punto de partida inicial, que explica el título de la novela, podríamos pensar que estamos ante una obra de ficción que va a contarnos una versión alternativa de la presidencia de Kennedy. De hecho, el autor, que parece haberse documentado a fondo en cuanto su figura, acierta al mostrarnos una imagen hasta entonces errática de su política desde el Despacho Oval, pero cuesta creerse este giro que impone al personaje, imbuido ahora de un ansia de venganza por el asesinato de su esposa: Y es cierto que a grandes rasgos hay un interesante retrato de lo que subyace entre bambalinas, comenzando por el contrapoder que supone J. Edgar Hoover al frente del FBI, acaparando todo tipo de archivos sobre los trapos sucios del mito de Camelot (las numerosas infidelidades del presidente, por no decir una adicción al sexo que fue su salida ante el dolor que sufría por un cuadro clínico alarmante: entre otras cosas, una severa lesión en la espalda que prácticamente lo convirtió en un inválido (llevaba un arnés bajo la ropa para mantenerlo enderezado) de no ser por los chutes de medicamentos que tomaba cada día, así como un síndrome de Addison diagnosticado y que se ocultó a la opinión pública. Lacomba muestra también la dependencia de John respecto a su hermano Robert Kennedy, fiscal general de los Estados Unidos (equivalente al ministro de Justicia de nuestros lares) y de un equipo que prácticamente monopolizaban el acceso y la atención del presidente, y que podía hacerlo manipulable y vulnerable; como también era vulnerable a amenazas de chantaje por sus continuos affaires sexuales, hecho que, en comparación, convertían el escándalo Lewinsky de Bill Clinton en una nadería. La novela bascula con cierta perspicacia en estos intersticios de la presidencia de Kennedy, que en la ficción resigue de manera también errática el periodista Thomas Glass, padre del antes mencionado Peter. Para evitar que Peter sea reclutado a la fuerza o se vea obligado a fugarse a Canadá, Thomas hará lo posible por reunirse con Robert Kennedy y hacer que este influya en política militarista de su hermano. Una idea interesante, pero que queda en entredicho, por lo menos para este lector, ante la incapacidad para suspender la incredulidad ante ese giro de la política del presidente; dicho en otras palabras, me cuesta creer ese “giro” de Kennedy en su política a raíz del intento de magnicidio (y el asesinato de Jackie), pues para este presidente, y antes senador, la cuestión comunista fue una carta que jugó de manera muy interesada, más con oportunismo que con convicción política. 

"Desenfocando" el punto de atención: la víctima
mortal del magnicidio será Jackie...
Si la novela demuestra ser fallida en relación a este punto de partida y planteamiento de “política ficción”, en cambio resulta ser mucho más sólida con su otra trama principal, a veces adosada al telón de fondo hasta ahora presentado: la investigación de los crímenes de un asesino en serie que mata a mujeres jóvenes y con intención de desarrollar una carrera cinematográfica en el Hollywood de la época. Como si se tratara de un homenaje al tema de fondo de La Dalia Negra de James Ellroy (caso mencionado en un momento determinado), Lacomba plantea cómo un ayudante de Thomas Glass, el periodista Richard Pol, e inicialmente en colaboración con aquel, se encarga del seguimiento del caso del llamado “Apache”, un brutal asesino, y en cómo ello puede afectar a la hija de Glass, Annie, actriz en ciernes. En colaboración con el detective Angel Chapelle de la policía de Los Ángeles, Pol se encargará de seguir la pista del Apache; un caso que, además, parece tener ramificaciones con la Casa Blanca, pues Kennedy tuvo numerosos affaires con actrices, destacando la relación que mantuvo con Marilyn Monroe. ¿Se convertirá Annie en una nueva Marilyn? ¿Cómo afecta a la relación con su padre, que desearía que su hija se mantuviera apartada del ponzoñoso ambiente de los estudios cinematográficos? En esta trama de la novela, Lacomba se muestra mucho más suelto en la narración e introduce paulatinamente la figura del Döppelganger. De hecho, la dualidad es el elemento que sobrevuela la novela y que establece algunas ligazones entre ambas tramas principales. Se intuye, además, al cinéfilo que es Lacomba en la elaboración de esta segunda trama y en la construcción del escenario de los estudios de cine (y la explotación de las jóvenes atractivas que aspiraban a ser actrices), así como las influencias de la novela negra, de un clásico como Raymond Chandler a un “renovador” del género como ha sido el citado Ellroy. Es en esta trama paralela de la novela donde la novela muestra lo mejor de sí misma y donde el autor parece sentirse cómodo, algo que se percibe en una prosa briosa y en no pocas ocasiones elegante (quizá por ello haya que lamentar que no se hubiera pulido a fondo el estilo formal y eliminado las muchas comas de más que resultan innecesarias).

Con todo, siendo una primera novela, y ya se sabe que en las óperas primas suele haber un exceso de ambición, estamos ante una obra que cumple eficazmente con algunos de los requisitos del género negro-criminal (uno de los que desarrolla el autor): ser plausible, dosificar bien la acción y, sobre todo, tener en vilo al lector. Esa tensión se mantiene con solidez en esta trama paralela de la novela, mientras que resulta más errática en la otra trama, la de la presidencia alternativa de Kennedy tras el atentado. Así, la subtrama que protagoniza Peter Glass con la sociedad secreta El Grito en un ámbito universitario se apunta, pero no se desarrolla con eficacia, e incluso parece abandonarse frente al avance de la trama del Apache. También deviene forzada y, si se me permite la expresión, un pegote la subtrama relacionada con Betty Glass. A la postre, en el panorama de una familia media estadounidense, los Glass, en la que cada uno de sus miembros parece que de modo impepinable deba tener un papel activo determinado, el personaje de Betty, la madre con secretos, apenas queda pincelado y, si acaso, forzado en las dos tramas principales. Pero, en el resultado global, acaban por destacar los aciertos, si se quiere las virtudes, que los defectos o elementos menos desarrollados.

Quizá por el hecho de jugar al límite con la dualidad, la novela de Javier Lacomba acabe por no ser tan redonda como podría haber sido si se hubiera potenciado más la trama negro-criminal, o se hubiera desarrollado con mayor plausibilidad la trama de la política ficción alternativa. Pero, a la postre, nos queda una ópera prima bastante sólida, bien escrita en general y sobre todo muy entretenida. Como carta de presentación en una novela larga, habrá que ver el futuro del autor en estas lides; por ahora, la palabra prometedor se le queda corta.

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