18 de marzo de 2018

Crítica de cine: El insulto, de Ziad Doueiri

El libanés Ziad Doueiri empezó su carrera cinematográfica en Estados Unidos como ayudante de cámara de las primeras películas de Quentin Tarantino (Reservoir Dogs, Pulp Fiction, Jackie Brown) pero en 1998 realizó su debut como director, West Beirut, un filme sobre la guerra civil libanesa. Desde entonces, ha alternado su corta filmografía (cuatro películas hasta ahora), y en la que hay destacar la sensual Lila dice (2004), con la dirección de la serie televisiva francesa Baron Noir (Canal+). Doueiri vivió en el Líbano hasta 1983, cuando, en el fragor de la cruenta guerra civil que asoló la llamada “Suiza del Próximo Oriente”, se trasladó a Estados Unidos. Pero el recuerdo de la patria siempre pesó en el cineasta que, con estancias entre Los Ángeles y Beirut, finalmente se instaló en la capital libanesa en 2011. El insulto, película que estuvo entre las nominadas a los Oscars de este año en la categoría de mejor película de habla no inglesa, es quizá su filme más comprometido hasta la fecha sobre el conflicto del Líbano.

Un desencuentro nimio en torno al canalón de una casa desata una escalada de enfrentamientos y violencia en la sociedad libanesa actual. Todo empieza cuando el cristiano beirutí Tony Hanna (Adel Karam) rompe un canalón que el contratista local de origen palestino Yasser Salameh (Kamel El Basha) instala en su balcón para que el chorro de agua de lluvia no caiga encima de los viandantes de la calle; una cosa absolutamente trivial y que habitualmente no causaría ningún incidente. Pero Hanna, adepto a un partido político libanés fuertemente nacionalista y con una historia de exilio en el pasado que no puede olvidar, rompe el canalón, frente a lo cual Salameh reacciona con un insulto. Un insulto de cariz político en un Líbano en el que la inestabilidad late bajo una sociedad fuertemente polarizada y situada entre la convulsa Siria del norte y el belicista Israel del sur; aún se recuerda la invasión del sur del país por el Ejército israelí en 2006 y los sucesos recientes en torno al secuestro del primer ministro Saad Hariri. Las heridas de la guerra civil de la década de los años ochenta siguen también muy presentes en un país en el que los numerosos refugiados palestinos conforman un grupo de presión en un país que tradicionalmente ha buscado el equilibrio de poder entre las diversas etnias y se encuentra cada vez más polarizado y dividido. Conviene tener en cuenta todo esto, pues la chispa que surge del insulto de Salameh a Hanna provocará el estallido de las latentes tensiones del país. 



Salameh, presionado por su jefe (que a su vez actúa por mediación de un concejal), acude a la casa-taller de Hanna para pedirle disculpas, no del todo convencido, pero chocará con la cerrazón de éste, quien no sólo no acepta las disculpas, sino que echa más leña en el fuego cuando vocifera un insulto mayor al decirle a Salameh que “ojalá Ariel Sharon hubiera acabado con todos los palestinos”. Imposible la concordia a corto plazo, las cosas se pondrán peores cuando el asunto se traslade a las instancias jurídicas, con una demanda de Hanna a Salameh, y la situación adquiera visos de una enorme gravedad política que ni siquiera el presidente del país será capaz de apaciguar.

El insulto combina un estilo judicial bien trenzado –a destacar el rol de los abogados de cada bando, unidos por vínculos personales pero muy alejados en cuanto a lo que significa la justicia en el clima política actual– y una historia política y social que funciona como parábola del Líbano actual. Cada uno de los dos protagonistas tiene sus razones para no cejar y a lo largo del filme conoceremos su pasado y las causas que les han impulsado a comportarse de esta manera. Doueiri tiene la habilidad de presentar los hechos sin (aparentemente) tomar partido por ninguno de los dos bandos. Se muestra con detalle como algo nimio puede salirse de madre de la peor manera y convertirse una descalificación personal en un momento de enfado en prácticamente un insulto nacional. 

Se podrá argüir, sin embargo, y por hacer de abogado del diablo, que el director libanés cae en una exageración de los hechos y en una concatenación demasiado previsible de causas y efectos, y que en cierto modo se nos adoctrina como espectadores para que asumamos unos postulados algo populistas. Pero Doueiri, aun alargando algo el metraje, realiza un ejercicio de cine comprometido, nos sitúa en medio de una disputa banal que se acaba convirtiendo en campo de batalla de una nueva guerra civil, y nos obliga a reflexionar sobre qué pasa en el Líbano y hasta qué punto podemos ser partícipes de una nueva escalada de odio. Precisamente el insulto de Salameh podría ser constitutivo de un delito de odio en la legislación española, teniendo muy cercanas algunas sentencias judiciales contra raperos como Pablo Haséll y Valtonyc, o los comentarios de Cassandra Vera en las redes sociales. ¿Puede que estemos en esa senda que conduce al enfrentamiento? 

Sea como fuere, la película de Ziad Doueiri constituye un muy interesante filme, una alegoría con algún que otro agujero argumental, y un recuerdo permanente de que nunca está de más una disculpa en el momento adecuado.

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