3 de febrero de 2018

Crítica de cine: El hilo invisible, de Paul Thomas Anderson

Si nos acercáramos a una sala de cine a ver una película sin saber quién es su creador, quizá nos llevaríamos más de una sorpresa, porque por estilo hay películas que no parecen propias de la filmografía de un cineasta. Por supuesto, es una primera impresión que, si nos ponemos a escudriñar a fondo esa película, a la postre se acaba desvaneciendo: pues un creador siempre deja su marca personal, sus obsesiones incluso, en todo aquello que crea. Han pasado un par de décadas desde que Paul Thomas Anderson nos maravillara con ese auténtico peliculón que es Boogie Nights (1997), película coral sobre personajes alrededor de la industria del cine porno en las décadas de 1970 y 1980. Con aquel filme, Anderson anunció que tenía mucho que decir –su ópera prima, Sydney (1996) ya era un anticipo–, y aún tendría mucho más que decir con Magnolia (1999), sin duda su mejor filme: personajes desamparados en el Valle de San Fernando y una lluvia de ranas que era metáfora visual de muchas cosas. ¿Y qué haces cuando no has llegado a los treinta años de edad y has parido dos obras maestras? (porque ambas lo son). Puedes darle un nuevo significado a la comedia romántica con Embriagado de amor (2002) y luego tomarte un tiempo para realizar una película como Pozos de ambición (2007), una historia sobre la esencia del capitalismo, en la que por primera vez partía de una obra que no era suya (la novela de Upton Sinclair). Cinco años después llegó The Master, quizá su película más compleja hasta el momento, sobre el fundador de la Iglesia de la Cienciología (con otro nombre, por si acaso) y en 2014 se permitió un divertimento tan psicodélico como Puro vicio (2014), basado en la novela de alguien tan inclasificable como Thomas Pynchon. Y ahora llega la película “menos Paul Thomas Anderson” de su filmografía… ¿pero realmente es una película tan poco “suya”? Pues ni tanto ni tan poco…


El hilo invisible es una película muy British en todo, pero realizada por el estadounidense Anderson y su equipo habitual en lo técnico, que no en lo interpretativo: repite por segunda vez con Daniel Day-Lewis, actor que desde hace un tiempo anuncia periódicamente su retiro para regresar al cabo de un tiempo con un papel de esos que parecen interpretados para arrasar en premios; no parece que sea en esta ocasión, aunque el Reynolds Woodcock que encarna es de sus mejores interpretaciones. Jonny Greenwood (de la banda Radiohead) vuelve a encargarse de la música, en su tercera colaboración con Anderson… y componiendo una partitura sorprendentemente “clásica”, una delicia que uno no se esperaba (acostumbrados a su estilo minimalista) y que tiene un tema principal bellísimo. Dylan Tichenor vuelve a ser el montador de una película de Anderson, que recurre también ahora a JoAnne Sellar y Daniel Lupi en la producción y Cassandra Kulukundis en el casting… y esto último es importante: un elenco mayoritariamente europeo, británico e irlandés, y con la destacada presencia de la luxemburguesa Vicky Krieps en el rol de la mujer que hará perder los papeles a Woodcock.



Londres, mediados de la década de 1950. La firma House of Woodcock es mucho más que una firma de moda: es el particular castillo en el que reside y trabajo Reynolds Woodcock, un atildado, exquisito, quisquilloso y tiránico modisto, un Cristóbal Balenciaga a la inglesa; alguien que ha aprendido el oficio de la alta costura desde abajo y ha creado un sello personal y una cartera de clientas envidiable. Reynolds crea diseños, su hermana Cyril se encarga de que la firma funcione. Todo va bien hasta que el modisto conoce a Alma (Krieps), una camarera en un pueblo del interior, de la que se “prenda” en muchos más sentidos que el amoroso. ¿Es una musa? ¿Una obsesión? ¿Alguien con un cuerpo perfecto según sus particulares cánones físicos? Sea como fuere, Alma entrará a trabajar y a vivir en la casa de los Woodcock. Pero sus modales, a menudo algo ruidosos, y su obsesión personal por el modisto hacen que éste empiece a sentirse incómodo: valora el silencio y la rutina por encima de todo y Alma los rompe untando mantequilla en una tostada demasiado crujiente u ofreciéndole una cena sorpresa que él no esperaba. La relación que se establecerá entre ambos personajes será ambivalente, sobre todo por parte de Reynolds: ahora me acerco, ahora me alejo; ahora me inspiras, ahora me molestas. Pero aunque no pueda evitarlo, Reynolds necesita a Alma; cierto es que su presencia constante le atosiga, pero al final la necesita. Y ella lo quiere cerca de sí, vulnerable y tierno para poder acapararlo, más tarde distante y tiquisimiquis, poderoso. La relación entre ambos personajes poco a poco trasciende lo meramente personal para erigirse en un duelo de poder, soterrado en el caso de Alma, que utilizará sus “técnicas” para tener al modisto a su merced, sólo para ella.



Hay quien ha definido esta película como un Último tango en París sin mantequilla (bueno, sí que la hay...) ni la inocencia de la joven muchacha, y en cierto modo no está nada desencaminado. Si algo no es Alma es inocente, en más de un sentido. Y Reynolds sucumbe a su propio poder de una manera que no hacía el personaje de Marlon Brando en la cinta de Bernardo Bertolucci. ¿Una peculiar relación sadomasoquista entre ambos personajes? Quizá le saquemos mucha punta a la secuencia de la tortilla de setas (espléndida secuencia) o le busquemos los tres pies al gato a la conversación de Alma con el doctor Hardy (Brian Gleeson), mostrada de modo intermitente. Lo que desde luego brilla en esta película es el el mimo que Anderson imprime en prácticamente todo lo que encontramos en la gran pantalla: el detallismo en cuanto a las piezas de tela que se cortan y zurcen, la exactitud de los números y el movimiento de cada gesto, del mismo modo que el director ha rodado cada encuadre y medido cada profundidad de ángulo o la intensidad de la luz hasta el más mínimo objeto (Anderson se ha encargado de la fotografía, aunque su nombre no aparece en los créditos). Un detallismo, propio de la alta costura, un mundo a priori muy alejado de los intereses de Anderson, que no obstante centra en él sus propias obsesiones a la hora de rodar, ofreciendo incluso pequeños huevos de pascua, como esas etiquetas escondidas en los forros o el mechón de pelo que Woodcock confiesa guardar en el interior de una chaqueta que luce. Detallismo, pues, y no sólo en la imagen. Como ha comentado en más de una entrevista, Anderson ha establecido en esta película una relación simbiótica con Day-Lewis en cuanto al guion: el actor irlandés apostilló y pulió los diálogos de las páginas que Anderson le iba pasando, y ello redunda en un inglés muy pulcro y una entonación que Daniel aporta como un tesoro más. A veces no es tanto lo que se dice sino como se dice, las palabras empleadas, el tono, y eso es algo que se perderá en el doblaje; ayuda también que los subtítulos estén muy bien situados, en muchas ocasiones en los laterales más que centrados.



Estamos ante una película de estilo muy clásico, en forma y fondo, y que quizá sorprenda en la manera de hacer las cosas de alguien como Anderson; pero en un director tan metódico en última instancia no debería chocarnos que una película como El hilo invisible se haya realizado de esta manera. Pues al final es el método, la construcción de los personajes y la creación de una atmósfera, lo que distingue al estilo de este director; y al margen de tramas y trabajo con los actores (de lo coral a lo más protagónico), la filmografía de Paul Thomas Anderson tiene unas constantes y esta película no se aparta tanto de ellas. El resultado es una muestra más del interés de Anderson por hurgar en la psique de los personajes que crea o adapta, de sus miedos y pulsiones, y de cómo siempre subyace un rincón oscuro en cada uno de ellos. Este filme seduce por lo estético, pero también por una trama que no sigue parámetros habituales (más de un espectador miró la hora en el móvil en la sesión en la que estuve, un gesto que molesta por esa luz que distrae de refilón) y que se nutre más de los silencios y los gestos que por las palabras. Una película de una enorme finura, en interpretaciones, ambientaciones y una música que te mantiene atrapado en la butaca hasta que aparece la última línea de los créditos finales. Belleza en una historia de poder y sumisión... y maravillosa película.

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