22 de enero de 2018

Reseña de The Doomsday Machine: Confessions of a Nuclear War Planner, de Daniel Ellsberg

[Notas entre corchetes, al final de la reseña].

Al final de la película Marea roja [Crimson Tide] (Tony Scott, 1995), y antes de los créditos finales, se sobreimpresiona sobre pantalla un mensaje, que es el colofón a una trepidante historia ambientada en un submarino estadounidense equipado con armamento nuclear y en el que estalla un motín. El mensaje reza lo siguiente (traducimos): "Desde enero de 1996, la principal autoridad y la capacidad para lanzar misiles nucleares ya no quedará en los comandantes de los submarinos de los Estados Unidos... el control principal residirá en el Presidente de los Estados Unidos". ¿La causa? Ante una crisis internacional, en la que unos rebeldes rusos se han hecho con el control de varios submarinos nucleares y amenazando con utilizarlos, el sumergible estadounidense se ve en la “necesidad” de efectuar un ataque preventivo. El comandante de la nave, el capitán Ramsey (Gene Hackman) es quien tiene el poder de decisión, que deberá ser ratificado por el oficial que tiene acceso a las armas nucleares, y quiere lanzar el torpedo. Su segundo al mano, el teniente Hunter (Denzel Washington), es más cauto y prefiere esperar a que se confirme un mensaje cifrado que ha quedado interrumpido. La película escenifica la lucha entre dos opciones, lanzar o no lanzar armas que provocarán una reacción en cadena que conducirá a un holocausto nuclear, que es paralela a una disputa en la cadena de mando. Finalmente, se recibe un mensaje que anuncia la derrota de los rebeldes rusos y que no se autoriza un lanzamiento; todos los tripulantes del submarino respiran, se han salvado de iniciar una guerra mundial devastadora. El mensaje que aparece al final de la película incide en un aspecto poco conocido para el público en general: los comandantes de submarinos estadounidenses con capacidad para utilizar armamento nuclear ya no tendrán la autorización principal para hacerlo, sino que estará únicamente en manos del presidente de la nación. Como demuestra Daniel Ellsberg en este libro, dicha autoridad única por parte del presidente de los Estados Unidos ha sido y sigue siendo una falacia: uno de los principales temores, y puntos a analizar en este libro, es la diversidad de personas que tienen autorización para lanzar misiles con cabezas nucleares. ¿Cuántos dedos controlan el botón rojo?, denuncia Ellsberg.

Mensaje sobreimpresionado en pantalla al final de Crimson Tide.




La amenaza de un Apocalipisis Nuclear, de tener un Dispositivo del Fin del Mundo (la Doomsday Machine a la que hace referencia Elslberg), es una posibilidad que se planteó desde que se lanzó sobre Hiroshima y Nagasaki las bombas atómicas que destruyeron ambas ciudades y causaron alrededor de 150.000 muertos los días 6 y 9 de agosto de 1945. El relato oficial de la guerra mundial en el Pacífico incide en que las bombas nucleares provocaron la rendición de los japoneses y salvaron preventivamente las vidas de cientos de miles de soldados estadounidenses. La estrategia de ir ocupando isla tras isla en el camino al Japón insular, especialmente tras la feroz resistencia en Iwo Jima y Okinawa, en el invierno y la primavera de 1945, indujo al alto mando norteamericano a considerar que un combate directo en el archipiélago japonés nativo, daría pie a un número altísimo de bajas y a desgastarse y alargar la campaña militar. Los ataques nucleares zanjaron la situación, peor no pocos vieron, no sólo en el alto mando militar y la propia Casa Blanca, que la amenaza nuclear, de hecho, estaba dirigida a la Unión Soviética tras el fin de la guerra en Europa, en mayo de 1945. La bomba atómica, que sólo Estados Unidos poseía, era una velada advertencia a la Rusia de Stalin. En la Conferencia de Potsdam, a finales de julio de aquel año y en un aparte de las negociaciones, el presidente Harry Truman hizo un anuncio indirecto a Stalin que poseían una bomba atómica y que estaban en disposición de utilizarla contra los japoneses. El dirigente soviético asintió y no dijo mucho más; “adelante, úsenla”, vino a decir. Stalin ya debía de estar al tanto del asunto (el espionaje soviético logró infiltrarse en las instalaciones del Proyecto Manhattan en el desierto de Nuevo México) y probablemente para entonces ya había las bases para un programa nuclear soviético que lograría desarrollar un arman atómica en agosto de 1949. Para entonces, los estadounidenses ya estaban desarrollando las bombas de hidrógeno, más potentes que los artefactos que utilizaron uranio y plutonio sobre los cielos de Hiroshima y Nagasaki, y en adelante se produciría una escalada en la producción de armas nucleares que, en apenas una década, llevó a ambos países a poseer un arsenal atómico capaz de destruirse mutuamente en un ataque cruzado y, en consecuencia, a aniquilar la vida en el planeta… varias veces. 

Daniel Ellsberg.
Con The Doomsday Machine: Confessions of a Nuclear War Planner (Bloomsbury, 2017), Daniel Ellsberg (n. 1931) [1] un ex analista de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos y que en los primeros años sesenta trabajó en la Corporación RAND –un think tank que colaboraba con los militares– y conoció de cerca el peligro que suponía tener la capacidad para destruir la vida en el planeta en una eventual guerra nuclear con los rusos, elabora un libro en el que destaca cómo desde incluso antes de que fuera fabricada la bomba que se lanzó en Hiroshima existió la posibilidad de crear una Doomsday Machine. Estructurado en dos partes, Ellsberg relata con detalle en la primera (“The Bomb and I”) sus propias experiencias en RAND, las entrevistas con analistas, técnicos, oficiales militares –incluido el temible jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos entre 1961 y 1965, Curtis LeMay– y cargos políticos como el secretario de Defensa de los presidentes John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson, Robert McNamara. En esos años, Ellsberg supo de primera mano que había un plan de “guerra general” sobre la URSS que podría provocar seiscientos millones de muertos (él mismo elaboró un plan alternativo más “realista”); que el control directo sobre las armas nucleares (el “botón rojo”) no estaba únicamente en manos del presidente sino delegado en varios generales del Estado Mayor; que en suelo japonés, y sin que lo supiera el gobierno local (que se habría negado a albergarlo), había armas nucleares; que el propio mando estadounidense en el Pacífico tenía su propio protocolo nuclear en paralelo con el que se suponía que sólo poseía el presidente o el Pentágono; que durante la crisis de Berlín (1961-1962), que finalmente culminó con la construcción del Muro por parte de los soviéticos, hubo planes para un eventual guerra con éstos, etc.

Destacan los capítulos dedicados a la crisis de los misiles de Cuba, en octubre de 1962, en las que el riesgo de una confrontación nuclear fue máximo (incluso un submarino soviético estuvo a punto de iniciar un ataque), y en cómo Kennedy y su staff lidiaron con los soviéticos; Ellsberg relata cómo se pudo hacer frente al farol de Jruschov y cómo obligarlo a retroceder. En sus análisis, Ellsberg hizo saber a McNamara (e indirectamente a Kennedy) que la llamada “brecha de los misiles” (missile gap), la supuesta disparidad a favor de los soviéticos en el número de ojivas nucleares a principios de los años sesenta, y que era aducida por el complejo militar-industrial para incrementar la producción de armas nucleares, era errónea: los soviéticos, en 1961, apenas tenían unas pocas cabezas nucleares capaces de atacar las principales ciudades estadounidenses y no estaban en condiciones de realizar un segundo ataque, situación que sí podían realizar los estadounidenses. En un momento del libro, Ellsberg revela que sugirió que se filtrara a los soviéticos que se estaba al tanto de su inferioridad y que, por tanto, sabían que el farol de Jruschov era un farol; se negó tal posibilidad e incluso se acordó, una vez el líder soviético decidió que los barcos rusos dieran la vuelta durante la crisis cubana, que Estados Unidos retiraría los misiles nucleares instalados en Turquía y que amenazaban directamente a los rusos. 

En la segunda parte (“The Road to Doomsday”), de narración más “histórica” y que sitúa en perspectiva la amenaza atómica, Ellsberg rastrea los orígenes de un Apocalipsis Nuclear en la Segunda Guerra Mundial: las estrategias para definir el bombardeo sobre objetivos civiles, que inicialmente Franklin Roosevelt (y de rebote Hitler) condenó; los ataques sobre ciudades, que formalmente podrían ser considerados ataques terroristas, causando decenas de miles de muertos en Hamburgo y Dresde, en Alemania, y hasta un millón de muertos en Japón, y que anticipan los lanzamientos nucleares. Incide en lo que supone la utilización de bombas nucleares y lo que el autor llama como la “paradoja Strangelove” (en referencia a la película de Stanley Kubrick de 1964, ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú [Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1964]: la imposibilidad de que haya un vencedor en una guerra en la que ambos contendientes, EEUU y la URSS, apretarán el botón; es decir, la destrucción mutua asegurada (MAS, por sus siglas en inglés). 

Fotograma de Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (1964).





Dicha paradoja culmina, en la película de Kubrick, con la icónica imagen de un militar montado a caballo sobre un misil nuclear en dirección a su objetivo mientras se suceden las detonaciones atómicas que acabarán con la vida en el planeta.

En los años ochenta, cuando la distensión de los bloques de la Guerra Fría de la década anterior llegó a un punto muerto y, ya en la presidencia de Ronald Reagan, se “calentaron” de nuevo las cosas (con su Iniciativa de Defensa Estratégica, conocida popularmente como “la Guerra de las Galaxias”), otro filme incidió justamente en la denuncia de Ellsberg de que es imposible que un ataque nuclear acabe en otra cosa que no sea un holocausto a nivel planetario. Fue Juegos de guerras [War Games] (John Badham, 1983), en la que la interacción entre un joven hacker, David (Matthew Broderick) que, jugando en juegos de guerra en la primitiva Internet, se infiltra en la red militar e interactúa, sin saberlo inicialmente, con una supercomputadora (“Joshua”) que controla de manera automatizada, y sin intervención humana, el lanzamiento de misiles nucleares desde el NORAD (siglas en inglés del Mando Norteamericano de Defensa Aeroespacial). Joshua es una máquina que puede decidir, en función de las variables y evidencias que tiene a su disposición, el lanzamiento de bombas nucleares. 

Fotograma de War Games (1983).






Y es algo que sucede cuando, jugando con David, llega a la conclusión de que hay una amenaza declarada y puede lanzar un ataque sobre suelo soviético… pero el NORAD no es consciente de ello y el alto mando militar cree realmente que lo que está viendo en la pantalla no es un simulacro, un juego, sino una auténtica amenaza por parte de los soviéticos. Y se inicia una cadena de acontecimientos que llevan a la escalada bélica, pero con el agravante de que la máquina, Joshua, puede decidir por su cuenta un lanzamiento nuclear que, por decisión de militares y técnicos, ya no está bajo control humano. [2] Comenzará la carrera para “convencer” a Joshua de que no se puede ganar el juego –cuando la máquina asume que lo que parecía un simulacro, un ataque ruso, es real y que las fuerzas “humanas” del NORAD ya no controlan nada (ni siquiera “existen”, en la lógica de que han sido destruidas por los misiles soviéticos), con lo cual el lanzamiento nuclear es la respuesta que tiene programada para defenderse, para lo cual buscará los códigos de lanzamiento en una carrera contrarreloj–; y de ahí que, tras convencer al general al mando en el NORAD (con un parecido físico al muy real Curtis LeMay, por cierto), David y el ingeniero que creó a Joshua “inducen” a la computadora a jugar al tres en raya contra sí mismo: un juego en el que nadie gana; de este modo, el ordenador “aprende” lo que los humanos deberían tener claro: que, como en el tres en raya, en la guerra termonuclear no hay un vencedor, y de este modo desactiva las funciones que sólo él tenía para controlar el lanzamiento de armas nucleares, que quedan, ahora sí, bajo exclusivo control humano. [3]

La “paradoja Strangelove” se actualiza en este filme de los años ochenta y muestra las flaquezas de un sistema en el que la delegación del botón rojo a varias personas (e incluso máquinas) es un riesgo inasumible. Y eso es precisamente lo que denuncia Ellsberg en su libro al incidir en cómo desde los años cincuenta se han desarrollado planes que han diversificado el control único del botón nuclear. 

Del mismo incide, en el capítulo “First-Use Threats: Using Our Nuclear Weapons” de la segunda parte que, en realidad, una cosa es usar la bomba atómica contra el enemigo y otra es usar la amenaza de que se va a lanzar la bomba, y que esta posibilidad siempre ha estado en manos de los Unidos que, además, ha hecho patente hasta en veinticinco ocasiones entre 1945 y 1996. Y es una amenaza que los presidentes estadounidenses, de Truman a Trump, tienen a su disposición y no dudan en hacer patente; el último caso, por ejemplo, es el de las amenazas de Donald Trump contra Corea del Norte –una “destrucción total”, afirmó– en un discurso ante las Naciones Unidas en septiembre de 2017. [4] Y es que, como plantea Ellsberg, los presidentes estadounidenses y el complejo militar-industrial, con apoyo del Congreso, no están dispuestos a renunciar al arsenal nuclear, aun siendo conscientes de que el Dispositivo del Fin del Mundo es mucho más que una posibilidad de acabar con la vida en la Tierra. Pero la geoestrategia manda, en última instancia. Y, matiza el autor, no es que los militares, el presidente, sus asesores, los técnicos y científicos que han creado esta Doomsday Machine sean en sí mismas malas personas o encarnen el Mal, sino que, al estilo del argumento de la banalidad del mal postulado por Hannah Arendt, en ellas, se aplica «the “banality of evildoing, and of most evildoers”» (p. 328). 

Fotograma de The Ren & Stimpy Show (Nickeloden).
Termina Ellsberg su libro con un capítulo en el que apela, aun sabiendo que es un “quijotismo” y una tarea descomunal, a desmantelar el Dispositivo del Juicio Final. El lector, estremecido a lo largo del volumen por las revelaciones que el analista conocedor de la materia le ha ido aportando, ansiará exactamente eso. Y es que estamos ante un libro necesario, muy necesario: que se conozca a fondo que hay tras el arsenal nuclear de una superpotencia como Estados Unidos, hasta qué punto es ilusoria la sensación de “control” y “mando” [5] que hay en el organigrama militar y presidencial; qué cerca se ha estado de un Apocalipsis Nuclear desde los años cincuenta (especialmente en la doble crisis de la presidencia de Kennedy, en Berlín y en Cuba) y qué flaquezas muestra el sistema. Ya no se trata de “mejorar” este sistema para asegurarse de que no haya situaciones críticas, que el cine, no sin cierta base, ha popularizado, y que en realidad se han producido; se trata de reflexionar hasta qué punto es conveniente que siga existiendo ese Dispositivo del Juicio Final y si todo, de la política a las relaciones internacionales, vale para perpetuarlo. 

En conclusión, estamos ante un libro revelador y de primera mano sobre la trastienda nuclear, lo que no se conoce públicamente y queda siempre clasificado como Top Secret o “sólo para los ojos del presidente”. Un libro que estremece en algunos capítulos por el realismo de lo que muestra y que plantea una imperiosa necesidad de poner sobre el tapete la cuestión de desmantelar, aunque cueste décadas, un Dispositivo capaz de acabar con la vida humana por parte de una ínfima parte de la humanidad.
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[1] Al que, por cierto, “vemos” pronto en la gran pantalla, encarnado por Matthew Rhys, en la película Los archivos del Pentágono, de Steven Spielberg, que trata sobre cómo Ellsberg filtró y primero el periódico The New York Times y después el Washington Post publicaron en 1971 los llamados “papeles del Pentágono”, relacionados con la participación de Estados Unidos en Vietnam entre 1945 y 1967. El filme se centra, especialmente, en las presiones gubernamentales que recibieron la dueña del Post, Kay Graham (Meryl Streep) y el editor jefe Ben Bradlee (Tom Hanks) para no publicar dichos papeles. 

[2] Una idea que se asumió claramente en la tercera parte de la saga cinematográfica Terminator, Terminator 3: la rebelión de las máquinas (Jonathan Mostow, 2003), en la que se muestra que el control de todas las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos está en manos de una máquina, Skynet, que, convertida en virus, iniciará su propia agenda de aniquilación de la especie humana y un Juicio Final (Doomsday) contra el que no hay posibilidad de oponerse. La conclusión del filme es que no se puede evitar el Juicio Final cuando Skynet se hace con el control de las ojivas nucleares e inicia los lanzamientos, sino que la única esperanza es sobrevivir al mismo. 

[3] Secuencia disponible en YouTube

[4] “Trump amenaza en la ONU a Corea del Norte con su ‘destrucción total’”, El País, 19 de septiembre de 2017, disponible on line.

[5] Remitimos también al filme documental Command and Control (Robert Kenner, 2016), basado en libro Command and Control: Nuclear Weapons, the Damascus Accident, and the Illusion of Safety de Eric Schlosser sobre un incidente nuclear en territorio estadounidense en 1980 y que plantea algunos fallos importantes en el sistema de las armas atómicas.

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