26 de enero de 2018

Crítica de cine: Sin amor, de Andrey Zvyagintsev

Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.

El director ruso Andrey Zvyagintsev se ha establecido como una de las principales figuras de la cinematografía rusa en los últimos años y no siendo precisamente un cineasta cómodo para el régimen de Vladimir Putin; buena muestra de ello es Leviatán (2014), su anterior cinta, ganadora del Globo de Oro a mejor película de habla no inglesa y nominada a los Oscars de ese año en la misma categoría, y que diseccionaba la corrupción institucionalizada en la Rusia actual. La mirada social, de hecho, siempre ha estado presente en el cine de Zvyagintsev: ya su debut como director, El regreso (2003), planteada a modo de una road movie a través de la deshabitada Siberia, muestra influencias del cine de Andréi Tarkovski. Con Sin amor (Нелюбовь en cirílico), de este modo, se da un paso más en la radiografía de la sociedad rusa, centrándose en esta ocasión en el egoísmo personal y sin sean necesarias demasiadas sutilezas en diálogos, silencios y ambientaciones de bosques nevados y ríos gélidos.

Un edificio en un barrio de Moscú, un colegio. Silencio. Suena la campana, se abren las puertas y los niños salen en tromba. Entre ellos está el pequeño Alexei (“Aliosha”) [Matvey Novikov], que, sin nadie que lo recoja al final de la jornada escolar, regresa a casa a través de un bosque, paseando por la ribera de un río, jugando con un trozo de cinta policial atada a un palo que ha encontrado. Aliosha no tiene prisa por regresar, pues sabe lo que le espera: un piso en una urbanización que sus padres han puesto en venta, pues se divorcian. El muchacho regresa, hace los deberes, responde tácitamente las palabras de una madre que le avisa que una pareja visitará el piso; a ver si conseguimos venderlo, piensa ella. Se hace de noche, llega el padre, inicia una fría conversación con quien será pronto su ex mujer, pero acaban discutiendo: ambos se desprecian mutuamente y no tienen reparo en mostrarlo. Incluso mientras Aliosha está en su habitación, o supuestamente está en ella durmiendo. En realidad, el pequeño lo oye todo detrás de una puerta, llorando. El dolor de un niño que se siente desamparado, solo: sus padres valoran enviarlo a un internado, más por quitárselo de encima que pensando en su bienestar. Nadie parece pensar en Aliosha, ¿qué será de él? Unos días después, el pequeño desaparecer y se iniciará una búsqueda febril para hallarlo.

Sin amor es una película desgarradora e incómoda que nos muestra a unos padres que sólo piensan en sí mismos. Ella, Zhenya (Maryana Spivak) quedó embarazada de Boris (Aleksey Rozin) y se casó con él sin estar enamorada, sólo para huir de una existencia infernal en casa de su madre; por su parte, Boris encontró en Zhenya alguien con quien compartir la vida y no estar solo. Ninguno de los dos debió de tener un hijo, percibimos como espectadores, juzgamos a los personajes con dureza similar con la que se tratan ellos. En el presente, Zhenya mantiene una relación con un hombre mayor que ella y económicamente mejor situado. Boris también tiene una nueva pareja, embarazada, y su principal preocupación con el tema del divorcio es que no se enteren en su trabajo y lo despidan. La desaparición de Aliosha obligará a ambos padres a unirse en una búsqueda en la que la esperanza de hallar al pequeño con vida (en medio del invierno) mengua a cada día que pasa; del mismo modo, ambos progenitores se desesperan y desmoronan, pero ¿lo hacen por Aliosha o por ellos mismos?

Zvyagintsev no realiza una película con esperanza ni se muestra complaciente con el espectador. Los personajes de esta película son egoístas por naturaleza y aunque les une una misma empresa (encontrar al muchacho), apenas hay algo empático entre ellos: ni en la abuela materna del chico (Natalia Potapova), a la que visitan pensando que podría haberse escondido allí, ni en el policía encargado de dirigir el operativo de búsqueda (Aleksey Fateev) hay una preocupación emocional por el destino de Aliosha; para una es el nieto no deseado, para el otro es parte de su trabajo, nada más. El frío del invierno, la nieve en los bosques y la orilla del río, los edificios abandonados en donde podría haberse escondido Aliosha o los pasos subterráneos y las calles de la ciudad de noche, nada ofrece un atisbo de cálida esperanza. No es esta una película para sufrir (no es Precious, ejemplo que siempre pongo cuando se trata de un filme que se regodea en la miseria más absoluta), pero desde luego no es una cinta para contemplar con ganas de entretenernos con una buena historia (que lo es). La cámara se centra en aquellos lugares en los que Aliosha se entretenía, jugando o paseando; no tienen la misma luz ni ofrecen las mismas sensaciones sin el muchacho.

Ambientada en 2012 en la mayor parte de su metraje, la película no se circunscribe únicamente en la historia de una familia rota, pues a través de los televisores, de una manera u otra muy presentes en la trama, también se retransmiten, sin que parezca que se esté demasiado pendiente de ellos, los acontecimientos que marcan a la Rusia de entonces, con la crisis ucraniana de fondo y el papel intervencionista del Gobierno de Putin. Paralelamente, yendo de lo que “grande” que se ve en la pequeña pantalla del televisor a lo “pequeño” que contemplamos en la pantalla grande desde la sala de cine, la intención de Zvyagintsev de mostrar una “estampa” en una ciudad rusa nos lleva a reflexionar y sentir una constante sensación de angustia, de desamparo, de soledad; la crítica de una sociedad rusa que está perdiendo sus valores tradicionales está implícita: ni la familia ni la policía ni, en última instancia, el Estado, se preocupa por las personas. Una atmósfera asfixiante rodea a los personajes, que en realidad sólo parecen sentirse superados por la situación en momentos muy determinados. Se podría decir, que en este filme las metáforas son más innecesarias que nunca, el realismo predomina en el contenido y en la forma: no es necesaria la alegoría para certificar el desmoronamiento de unos valores. Y quizá el epílogo.



El resultado es una película poderosa en el mensaje, desoladora en su desarrollo y con una descarnada crítica de una sociedad alienada. No es una película para ver comiendo palomitas, desde luego, pero sí una incisiva mirada sobre la disfunción de la sociedad, sobre el egoísmo y el desamparo que somos capaces de mostrar cuando nada que está más allá de una pantalla de móvil o de un trabajo alienante pero necesario realmente nos importa. Egoísmos, en general, que no necesariamente podemos consolarnos al pensar que sucede en una familia rusa: en realidad es uno de los males de la sociedad global actual.

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