29 de septiembre de 2017

Crítica de cine: madre!, de Darren Aronofsky

Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.

Es de agradecer que haya directores heterodoxos, o que vayan de eso, como Darren Aronofsky. Diferentes, rompedores, con voluntad de impactar (y epatar), de dar la nota incluso. Directores que no te dejen indiferente, que tengan personalidad, por muy pretenciosa o ególatra que sea esta. Sinceramente, en el panorama actual del cine –que parece, y soy consciente de que exagero, alimentarse únicamente de blockbusters marvelizados, franquicias y comedias gamberras muy tontorronas–, una película como madre! es un soplo de aire fresco; como también lo fue hace unas semanas el estreno de la gloriosamente fallida pero muy imaginativa El amante doble, de François Ozon (otro tipo peculiarísimo). Películas que se (te) apartan de lo trillado e incluso sobado y que (te) golpean en la butaca del cine, especialmente (y es lo más deseable) si no sabes nada de ellas previamente; de hecho, es como mejor se disfrutan: cuanto menos se sepa de algo y cuanta mayor sea la capacidad de sorprenderse uno mismo, mejor.

Aronofsky siempre se ha preocupado por la obsesión y el delirio en sus películas, de una manera u otra; y de ambas sensaciones se alimenta en su última película. Desde Pi: fe en el caos (1998) –el subtítulo que se añadió en el estreno español es muy revelador–, el director estadounidense ha mostrado maneras e inquietudes personales que se fueron abriendo, como los pétalos de una flor, con Réquiem por un sueño (2000), durísima cinta, o la incomprendida (en general) La fuente de la vida (2006). Con El luchador (2008) y Cisne negro (2010) tuvimos al Aronofsky más “físico”: el dolor y la laceración de la piel humana eran vehículos (y metáforas) para ahondar en la soledad y los riesgos de arriesgarlo todo, incluida la vida, por alcanzar (o recuperar) la gloria. Entre medio de estas dos películas el cineasta se divorció de la actriz Rachel Weisz (su musa en La fuente de la vida), en lo que pareció un proceso tormentoso, y posteriormente se dejó llevar por una cierta megalomanía con Noé (2014), una película que generó muchas expectativas y dejó críticas más o menos templadas pero un fastuoso taquillaje. 

madre! es una experiencia fílmica difícil de explicar. Ya anticipamos al lector de estas líneas que no es una película para todos los públicos, en el sentido de que no gustará ni convencerá a muchos espectadores. En su pase en el reciente Festival de Venecia cosechó tantos aplausos como abucheos, y la prensa la odió nada más acabar o la elevó a los altares del celuloide. Personalmente, me quedo a medio camino, muy lejos de considerarla una mala película y, una vez madurada, tampoco tan cerca de la etiqueta de “obra maestra” que quizá se le pondrá y de la que se suele abusar demasiado. La trama es sencilla: en una casa en medio de la nada viven dos personas, una mujer (“madre”, sin más, interpretada por la que puede ser la nueva musa del director y también pareja sentimental, Jennifer Lawrence) y un hombre (“Él, en la piel de Javier Bardem). Ella se encarga de restaurar una casa que sufrió un incendio; él es un poeta en busca de una inspiración que parece haberle abandonado. La relación entre ambos es más bien tibia, algo controladora por parte de él, mientras ella muestra una timidez hasta cierto punto exasperante (valórate más, parecemos decirle desde el patio de butacas). La llegada de un hombre una noche, aparentemente perdido, interpretado por Ed Harris, y de su mujer al día siguiente (una recuperada Michelle Pfeiffer) inician una serie de acontecimientos que trastornarán la vida de la aparentemente dueña de la casa, su proyecto de maternidad y la relación con un marido al que los efluvios de la fama y el egocentrismo paulatinamente trastocarán hasta lo más desquiciante. 

La película, con guion del propio Aronofsky, juega con muchas de sus pulsiones y obsesiones fílmicas: el surrealismo que progresivamente se apoderará de la trama (y la propia película), los detalles horrendos que la protagonista encontrará a su alrededor (un agujero cada vez más podrido en el suelo de madera, una puerta y un fuego ocultos en las entrañas de la casa), lo onírico que de manera muy sutil parece impregnarlo todo (los despertares también tienen su qué), la noción a lo Mircea Eliade de que todo acaba pero también empieza (el mito del eterno retorno),… son muchos las influencias en la filosofía y el psicoanálisis en el pensamiento, o quizá las obsesiones personales, de Aronofsky. Lo interesante de la película es que cada espectador se formará su propia explicación de lo que está viendo, de esa metáfora desaforada (permítaseme la cacofonía) a la que asiste con ojos cada vez más abiertos y sorprendidos. El director dejó entrever en su presentación en Venecia que la película es una denuncia de los desmanes del hombre que arrasa la (Madre) Tierra, su (único) hogar, del mismo modo que… y hasta aquí puedo leer (tarjetita por allí…). La maternidad como tema (otro más) de fondo, está presente (y muy “físicamente”, también), así como un alegato de la individualidad y una descarnada crítica de la genialidad como cualidad personal (¿se autopsicoanaliza el director/creador?). Egos, los justos, podríamos decir. 

¿Lo mejor del filme? La dosificación de la trama, la escalada de acontecimientos, progresivamente en cuanto al grado de intensidad, y que va de una primera parte muy intimista a una segunda que acaba por sublimarse, literalmente, en una apoteosis. Servidor no pudo dejar de pensar en un par de secuencias de una película tan a las antípodas de esta otra: La vida de Brian de los Monty Python (1979); quizá alguien más coincida con lo que se alojaba entre mis recuerdos mientras asistía, no sé si estupefacto o divertido (probablemente ambas cosas a la vez), ante el cúmulo de excesos, impactos y boutades de todo tipo en ese tramo final. ¿Lo peor (por destacar algo)? La escasa por no decir nula química entre Lawrence (qué poco me gusta esta actriz y qué bien está en esta ocasión) y Bardem (más bien plano en su interpretación, no tanto en el papel que encarna). Resulta hasta irónico el juego de espejos que se establece en la primera hora del filme: la pareja de personajes protagonista es testigo de la (incómoda) pasión que parece sentir la pareja de personajes visitantes, del mismo modo que nosotros, espectadores, somos testigos de la mínima conexión entre la pareja de actores protagonistas. 

Como conclusión, estamos ante una película muy provocadora y muy sugerente en el mensaje subliminal (sea cual sea o quiera interpretar cada uno). Darren Aronofsky –quien tuvo retuvo y en esta ocasión requetetuvo– presenta la que quizá sea su película más original (con permiso de La fuente de la vida); la más imaginativa, incluso, aunque quizá no la más talentosa. Un desparrame visual y emocional que deja exhausto (y maravillado durante un buen rato al salir del cine) al espectador tras sus dos horas de metraje. Una experiencia metafísica y epidérmica (esos primeros planos a veces muy incómodos) al mismo tiempo, y quizá una de las idas de olla más ingeniosas de los últimos tiempos. Aplaudo eso: di que sí, Darren.

No hay comentarios:

Publicar un comentario