21 de septiembre de 2017

Crítica de cine: Detroit, de Kathryn Bigelow

Cuando el espectador ve Detroit, la última película de Kathryn Bigelow, tiene la sensación de que el tiempo no ha pasado. Desde luego lo ha hecho, en concreto han transcurrido 50 años desde los hechos que relata la película, los altercados de Detroit entre los días 23 y 26 de julio de 1967. Pero, al comparar –y eso que las comparaciones suelen ser ociosas– lo que se relata en la gran pantalla y hechos que son de candente actualidad –de Ferguson, Virginia, de manera casi recurrente, a Charlottesburg, en el mismo estado, el pasado mes de agosto– uno percibe que el tiempo pasa, sí, pero hay cosas que no cambian. La violencia racial sigue siendo uno de los principales problemas de orden público en Estados Unidos: violencia de fuerzas policiales contra población negra en barrios y ciudades de todo el país, especialmente en los antiguos estados del sur y en grandes ciudades como Los Ángeles, Washington o Nueva York. En julio de 1964 se aprobó la Ley de Derechos Civiles, que, casi un siglo después del final de la Guerra de Secesión, mantuvo un sistema de segregación racial (“Jim Crow”, como era conocido popularmente), impedía a la población negra, en aquellos estados sureños, el ejercicio de derechos como el del voto y perpetuaba un apartheid que separaba a blancos y negros en autobuses, trenes, lavabos, etc. Pero la violencia continuó, el Ku Klux Klan y otras organizaciones y grupos de supremacistas blancos sobrevivieron, e incluso aumentaron en número (los David Duke de turno) y se produjeron, de manera periódica, estallidos de violencia a causa del maltrato de agentes de policía contra individuos negros (el caso de Rodney King, en 1992 en Los Ángeles, es uno de los muchos ejemplos). Al mismo tiempo, juicios polémicos como el de O.J. Simpson en 1995, acusado de asesinar a su ex esposa y un amigo de esta, enardecieron a la población negra que, con o sin razón según el caso, intensificaron un grado de violencia siempre latente y que, como los ojos del Guadiana, reaparece constantemente. El cine y la televisión han tratado este tema desde muchos ángulos y perspectivas. Con su película, Bigelow trata de recordarnos que la violencia por causas raciales y sus causas siguen aún muy presentes en la sociedad norteamericana.

Detroit es una cinta muy Bigelow. Cualquiera que se acerque a una sala de cine ya conoce el estilo de la directora y puede esperar que su película de turno, especialmente en los últimos años –En tierra hostil (2009) y La noche más oscura (2012) serían los más claros referentes–, siga unos patrones muy reconocibles. Del cinémá verité que se decía antigua al tono de cuasi-documental con el que parece construir sus filmes. La cámara al hombro y muy cerca de los actores, los primeros planos y una agilidad trepidante en algunas secuencias, mezcladas a menudo con otras más pausadas, de análisis y reflexión sobre la marcha. El espectador se siente “cercano” a lo que contempla, casi le parece estar allí mismo, donde acontece la acción. Y ya sea desactivando una bomba en Iraq, persiguiendo a Osama bin Laden por medio Oriente Medio (valga la redundancia) o recorriendo las calles de una ciudad en plena revuelta como Detroit, nos dejamos llevar por lo que está pasando. Detroit sigue ese camino ya trazado y aporta un plus de adrenalina casi desquiciante. Tenía curiosidad por esta película de Bigelow; sus dos películas anteriores son espléndidas, aunque quizá no aptas para un público impaciente. Mezclan acción con momentos más relajados y ello puede ralentizar un metraje que suelen superar, a veces de largo las dos horas (Detroit dura 143 minutos). Cierto es también que una cierta pereza me acompañaba el día que acudí a la sala y, siendo una primera sesión, temí amodorrarme a las primeras de cambio. Pero desde que el filme comienza hasta que prácticamente termina no hay un momento de relajación en la trama. El tono de documental que suela sobrevolar el cine de Bigelow en los últimos años está más intensificado en esta ocasión, pues la directora echa mano de noticiarios y grabaciones de aquel verano de 1967, que se mezclan con las secuencias rodadas hasta el punto de que en algún momento cuesta discernir una cosa de la otra. Mark Boal, como en anteriores ocasiones, se hacer cargo de un guion que funciona muy bien sobre la gran pantalla (qué buena pareja profesional forman Bigelow y Boal). 

La película explica cómo se inicia todo: la actuación de la policía en una redada en un bar sin licencia, donde se celebraba el regreso de algunos soldados negros de la guerra de Vietnam, enciende los ánimos de la población de un barrio de Detroit por la rudeza empleada, considerada excesiva. El desalojo del bar y el arresto de las personas que allí estaban, sin hacer apenas distinciones, provoca que se lancen piedras contra los coches y furgones policiales… y la cosa ya no se detiene. Durante dos días las algaradas continúan alrededor de la calle 12ª y el gobernador del estado llama a la policía estatal y la Guardia Nacional para que colaboren con el Departamento de Policía de Detroit en la represión de la violencia. Entre los policías locales implicados en actos de violencia está el agente Phil Krauss (Will Porter, con un rostro de por sí impactante), que ya está siendo investigado por el homicidio de una persona negra a la que acusó de participar en los saqueos de comercios. En medio del meollo, Melvin Dismukes (John Boyega), que complementa un trabajo diurno en una fábrica con otro nocturno como guardia de seguridad privado, se mantiene alerta ante unos sucesos que indirectamente le afectan en sus funciones… pero no sabe hasta qué punto se verá pronto en medio de la violencia. La noche del 25 al 26 de julio las cosas se irán de madre en un lugar concreto: el motel Algiers. En las primeras horas de esa noche, Larry Reed (Algee Smith), miembro del grupo musical The Dramatics, contempla cómo el debut de su grupo en una conocida sala (y, por tanto, la posibilidad de lograr notoriedad y que algún productor se fije en la banda) se trunca cuando la policía obliga a desalojar el local ante la cercanía de los altercados que desde dos días atrás sacuden la ciudad. Larry y su amigo Fred Temple (Jacob Latimore) dan vueltas por el barrio y finalmente recalan en el motel Algiers. Allí intimarán con dos chicas blancas que, a su vez, les presentarán a unos amigos negros, entre ellos un soldado recién llegado del frente (Anthony Mackie), que celebran una improvisada fiesta en una habitación. Cuando uno de estos amigos juega con una pistola de fogueo y, llevado por la rabia en un ambiente caldeado por los sucesos recientes, dispara por la ventana en dirección a un grupo de policías locales, estatales y guardias nacionales, a varias decenas de metros, se inicia la peor noche de sus vidas. Las fuerzas policiales asaltan, literalmente, el motel y retienen en el salón principal a Larry, Fred, las dos chicas y el grupo de amigos de estas. Entre los policías está Krauss, que nada más entrar en el motel dispaa por la espalda y mata a uno de los negros, y está acompañado por sus compañeros Flynn (Ben O’Toole) y Demens (Jack Reynor); entre los pocos guardias nacionales, el agente Roberts (Austin Hébert). Y también Dismukes, que se ve metido en el asunto sin comerlo ni beberlo. 

El núcleo de la película se centra en el acoso de Krauss y sus colegas contra los retenidos en el motel Algiers, de mayoría negra. La policía estatal deja el asunto en manos de la de Detroit; Krauss se hace cargo de la situación y lidera un interrogatorio para encontrar el arma de los disparos, sin saber que se trata de un arma de fogueo. Los tres policías locales intimidan a los retenidos y utilizan tácticas de interrogatorio en las que, eligiendo a determinados detenidos a los que trasladan individualmente a otras habitaciones, hacen creer a los demás que los han matado cuando han realizado un disparo; se trata de asustarlos para que confiesen dónde está el arma. De manera, como decía antes casi desquiciante, asistimos como espectadores a una sucesión de abusos verbales y físicos que culminarán en dos asesinatos más y en la irresolución del caso. Dismukes y Roberts, superados por la tensión, serán incapaces de hacer frente a los abusos de Krauss y sus colegas, a la vez que asisten como testigos a la desesperación de las personas retenidas.

¿Cargan las tintas Bigelow y Boal en esta parte central del filme? El guion reconstruye con detalle y a partir de los testigos presentes lo sucedido en aquellas angustiosas horas; una recreación, como se explica en los créditos finales de la película, pues las posteriores fuentes policiales y las pruebas presentadas en el juicio contra los policías implicados (y alguien más) eran parciales y mostraban lagunas. Se ha criticado a la película por plasmar un cierto maniqueísmo: la brutalidad policial, con nombres y apellidos, frente a una pasividad monolítica de los retenidos. También ha habido críticas en cuanto al planteamiento del tema de fondo: la población negra se muestra como una masa sin apenas casi distinciones personales, aun iniciando las algaradas la noche del 23 de julio, mientras que las fuerzas represoras son fácilmente identificables. Es cierto que algo hay de ello en el primer tramo de la película, pero en la parte central el guion es preciso y escrupuloso en mostrar diversos puntos de vista y en la variedad de reacciones de los personajes. Y es precisamente esta parte central lo mejor de la película: el retrato descarnado de los abusos y la violencia policial, difícil de digerir y asfixiante. Como espectadores, nos sentimos impactados. Y en la denuncia subyacente de algo que no es puntual, sino que tiene causas y trasfondos (una cultura de la violencia a diversos niveles), y en los paralelismos con un presente en el que la situación parece haber cambiado poco, Bigelow y Boal demuestran ser muy perspicaces tras la cámara. 

El resultado es una película tremendamente ágil en cuanto a la forma en prácticamente todo su metraje; si acaso queda un tramo final algo alargado, con las consecuencias de los hechos del motel Algiers (el interrogatorio de los policías, Dismukes y algunas de las víctimas) y el juicio posterior. Y demasiado enfático en algunas conclusiones, se podría añadir. Quizá algún personaje quede algo desdibujado a la postre, como el propio Dismukes, por ejemplo. Pero ese tramo final no empaña, ni de lejos, el fondo de una película que pretende impactarnos, y lo consigue, y que nos golpea con una historia por la que no parece que hayan pasado cincuenta años. La recreación de aquel Detroit y aquellos ambientes es espléndida y detallista. Yendo de lo general –los disturbios durante cuatro días– a lo particular –lo sucedido en el motel–, la película deviene una parábola sobre los límites de la represión, la violencia que no cesa y las causas de fondo que conducen a los estallidos de furia y fuego (los créditos iniciales quizá resulten algo reduccionistas, pero sintetizan correctamente un estado de la cuestión). Y consigue, por el ritmo y el montaje, que las dos horas y pico pasen, en general, sin que agoten al espectador, pero dejando mella en él. Una película, pues, muy recomendable y que constituye un reflejo, nada pálido, de una problemática que, por muchos años que pasen, no termina de solucionarse; y que no parece estar en vías de solucionarse en la América de Donald Trump.

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