8 de septiembre de 2017

Crítica de cine: Churchill, de Jonathan Teplitzky

Crítica publicada previamente en Fantasymundo.

O a mí me lo parece o últimamente asistimos a una Churchillmanía en el cine y la televisión. Un personaje como Winston Churchill bien lo vale, considerado por los británicos como el mejor primer ministro que han tenido en su historia. Un hombre que, con sus destacables luces y también sus muchas sombras, se ha erigido en un icono, incluso en el británico del milenio; un tipo con una personalidad arrolladora y una tenacidad a prueba de crisis y guerras; en momentos de emergencia nacional, nada como Winston para asumir las riendas del Gobierno. En la aclamada serie The Crown (Netflix, 2016-), John Lithgow compuso a un Churchill antológico, el primer primer ministro que tuvo Isabel II cuando accedió al trono en 1952, ya en un estado de salud muy débil pero que aún resistió tres años al frente del Gobierno. En la película para televisión Churchill’s Secret (ITV, 2015), Michael Gambon interpretó al Churchill de ese mismo período inicial de Isabel II y con una trama que se pasaba más o menos de soslayo en la serie: los meses del verano de 1953 en que estuvo ausente de Downing Street por los gravísimos problemas de salud, hecho que se ocultó a la opinión pública. En enero de 2018 está previsto el estreno en nuestro país de El instante más oscuro (dirigida por Joe Wright), película en la que Gary Oldman se pone en la piel de Winston Churchill en el trascendental mes de mayo de 1940, cuando fue nombrado primer ministro: el período en el que Winston Churchill se convirtió en el Winston Churchill icónico que ha pasado a la historia; podemos anticipar que el guion, a cargo de Anthony McCarten, se ha convertido en un magnífico y muy recomendable libro que publicará la editorial Crítica este otoño. Pero llega ahora las salas de cine Churchill, dirigida por el australiano Jonathan Teplitzky.

Brian Cox asume esta vez el rol del premier británico y la película nos traslada a los días previos al desembarco de Normandía (Operación Overlord), el 6 de junio de 1944, durante la Segunda Guerra Mundial. Un exhausto Reino Unido ya llevaba entonces casi cuatro años de guerra, de los cuales uno y medio los resistió prácticamente en solitario, entre la caída de Francia en junio de 1940 y la entrada de Estados Unidos en el conflicto en diciembre de 1941. Pasaría aún casi un año más hasta que un combinado anglo-estadounidense iniciara el contraataque en el norte de África (Operación Antorcha), en noviembre de 1942, con la ocupación de algunas plazas en Marruecos y Argelia, mientras en el frente libio las tropas británicas de Bernard Montgomery hacían retroceder a los alemanes de Rommel (el Afrika Korps) en la segunda batalla de El Alamein. Los aliados no se harían con todo el norte de África, culminando en la ocupación de Túnez, hasta mayo de 1943, y entonces planificaron y pusieron en práctica el desembarco en Sicilia (en julio, y que provocó la caída de Mussolini) y después la invasión de la Italia continental, donde el frente se estancaría durante un año largo. Para entonces, y ya en la primavera de 1944, los Aliados planearon el “segundo frente” –en realidad sería el tercero– prometido a los rusos, que en el feroz escenario oriental llevaban tres años inmersos en una auténtica guerra de aniquilación contra los alemanes. Ese segundo frente se abriría en el norte de Francia con un amplio desembarco aeronaval y desde aquí se iniciaría la reconquista de Europa occidental, con el optimista propósito de llegar a Berlín a finales de 1944… hecho que desde luego no se produjo: hasta marzo de 1945 las tropas anglo-estadounidenses no pudieron rebasar la frontera alemana. La guerra, pues, fue azarosa y mucho más complicada de lo que los ingleses y americanos imaginaron una vez unieron sus esfuerzos. Fueron tres años de agotamiento y Reino Unido sintió ese sufrimiento con creces; y, entre ellos, el primer ministro.

El guion de esta película corre a cargo de la joven historiadora británica Alex von Tunzelmann –con un apellido que denota los orígenes alemanes de su familia, en concreto de Sajonia–, lo cual hace pensar, y se confirma a lo largo del filme, que el elemento histórico está muy cuidado. Lo mismo puede decirse de la imagen que se ofrece de Churchill: un primer ministro físicamente exhausto, con los problemas de movilidad que ya no dejarían de agudizarse, y psíquicamente abrumado y cansado. Muy cansado. En los días previos a Overlord, Churchill tiene dudas sobre el éxito de la operación militar. Aun siendo el primer ministro, y por tanto siendo consultado por el Alto Mando Aliado, su posición es militarmente débil, por no decir nula: no decide ni influye en los planes operacionales. Y ello le amarga y enfurece a partes iguales, pues teme –está casi convencido– de que el desembarco en Normandía será un desastre; teme que sea otro Galípoli, el desembarco británico en la península del mismo nombre y a las puertas de Estambul que como primer Lord del Almirantazgo impulsó durante la Primera Guerra Mundial, casi treinta años atrás. Una batalla que constituyó un desastre militar sin paliativos para Reino Unido y sus aliados australianos y neozelandeses, y que se alargó entre febrero de 1915 y enero de 1916. 

Ese recuerdo constantemente le acecha y desde los primeros minutos del filme se rememora sutilmente: Churchill pasea por una playa del sur de Inglaterra y “ve” como el agua que casi le moja los pies se tiñe de un rojo sangre. Galípoli, el recuerdo que no desaparece. A partir de esa escena y de la presentación definitiva del plan del desembarco en Normandía, firmado por el comandante supremo aliado, Dwight “Ike” Einsehower (John Slattery, actor que nos tememos que nunca podrá librarse de la sombra de Roger Sterling en Mad Men), y por el general Bernard Montgomery (Julian Wadham), la película discurre por esas dudas y amarguras de Churchill, incapaz de hacer que los planes sean modificados. Incluso cuando Overlord está en peligro ante una climatología adversa, el primer ministro británico insistirá en que se modifiquen esos planes, suplicará, apelará al rey Jorge VI (un solvente James Purefoy), rezará a Dios para que le eche una mano. Toda esa tensión, pues Churchill no es una persona que se rinda e impondrá una presión agobiante a todos los que le rodean, se agudizará en las 96 horas previas al desembarco en las playas de Normandía.

Si bien esta tensión resulta interesante para observar cómo una operación de la envergadura de Overlord pudo naufragar antes de tiempo, como elemento narrativo a lo largo de la película resulta un lastre. Sí, Churchill era tan inasequible al desaliento y al mismo tiempo tan irritante como se muestra en el filme; sí, el Alto Mando Aliado, sus ayudantes, el rey e incluso su mismísima esposa, Clementine (Miranda Richardson), acabaron hasta las narices del personaje, pero resulta un aspecto que se arrastra en exceso durante sus casi cien minutos. Y sí, Cox está soberbio en la piel de Churchill, se crece con el personaje y resulta muy convincente… pero también agotador. La trama adolece de una repetición de esquemas y le cuesta conseguir un ritmo sostenido que gestione mejor esa doble tensión: la que impone el personaje y la que necesita la propia película para funcionar con soltura. No nos confundamos: no estamos ante una película mediocre o incluso mala, ni mucho menos, pero sí tiene problemas que todos los aciertos de la misma no consiguen obviar. 

De hecho, hay un primer problema en la gestión de la dramatización. En el empeño por mostrar las dudas y temores de Churchill y la presión que ejerció en el Alto Mando Alemán, el personal gubernamental y su propia esposa, el director se empeña en enfatizar en exceso los aspectos más dramáticos. Lo que en una dirección más contenida se resolvería dosificando ese dramatismo, Teplitzky se pasa de frenada: constantemente repite esquemas narrativos y lleva al personaje a varios clímax, cargando una y otra vez las tintas sobre los mismos aspectos emocionales. Luego está el metraje, de apenas 98 minutos (descuenten títulos de crédito finales), cuyo desarrollo de forma harto incomprensible se alarga y hace largo; y un final –o una sucesión de finales– que se arrastra a lo largo de un cuarto de hora con una sucesión de conclusiones, epílogos y codas varios. La misma playa que aparece al inicio del filme se muestra al final, con propósitos dramáticos diferentes, claro está: lo que se sugiere de tragedia al principio se muestra con un cariz esperanzador al final, pero para entonces el espectador ya hace tiempo que se remueve en la butaca y se dice a sí mismo una y otra vez “vamos, chicos, terminad ya”. Luego hay elementos argumentales demasiado estereotipados: el personaje de la secretaria de Churchill, Helen Garrett (Ella Purnell), con un perfil de “catalizador” de la trama en un momento determinado que se ve venir a legua y está muy manido; o una secuencia de discurso radiofónico a la nación que no esconde su paralelismo con, claro está, El discurso del rey (Tom Hooper, 2010)

No obstante, la película tiene notables alicientes: para empezar Brian Cox, que compone un Churchill con aires trágicos, y también una Miranda Richardson como su sufrida esposa, Clemmie, que lo que desea es que su marido afloje el pie del acelerador y asuma un perfil más bajo; que desconecte un poco del ejercicio del poder y se acuerde un poco más de su familia, de ella misma. En este sentido el guion está bien planteado y muestra secuencias muy intensas entre ambos personajes. Slattery interpreta con mucha eficacia a Eisenhower, del mismo modo que en la brevedad de su papel James Purefoy aporta un momento de solaz como Jorge VI. En general el elenco de actores es de altura, así como es remarcable la práctica de gobierno en los sótanos de la sede del primer ministro en Downing Street. Por ello resulta, hasta cierto punto, una lástima que la dirección del filme adolezca de un exceso de ambición dramática, convirtiendo el buen guion (sobre el papel) de Von Tunzelmann en algo más correoso en la pantalla. Algunos medios más para recrear la época tampoco le habrían venido mal. Y algo de valentía en la sala de montaje. 

Pues hay buenos mimbres en este filme y, a pesar de lo comentado –no se quede el lector de estos párrafos con una pésima imagen, pues no es el propósito de quien esto escribe de asumir el papel del crítico destructivo–, el resultado es francamente notable. Pero una película sobre un momento en la vida de Winston Churchill, con esa trama y esos actores, merecía algo más de contención y algo menos de énfasis. Porque sí, aun cayendo en el tópico, Churchill lo vale.

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