26 de agosto de 2017

Crítica de cine: Verónica, de Paco Plaza

Crítica publicada previamente en Fantasymundo.

Paco Plaza y Jaume Balagueró le dieron una vuelta de tuerca al terror con una aportación muy personal del falso documental en la trilogía REC (2007, 2009 y 2012): películas que bebieron de cintas “clásicas” y que a su vez han sido exponente de la revitalización del cine de terror en nuestros lares. Un género tan poliédrico como irregular y que con las sagas Paranormal Activity y Expediente Warren corre riesgo de caer en la autoparodia con cada entrega que va llegando (bastante cansino fue el fenómeno The Ring y sus derivaciones). Plaza asume con Verónica un encargo, con guion de Fernando Navarro, y lo transforma en una película que transita por muchos lugares comunes, pero consigue darles un toque especial, personal incluso (en entrevistas ha declarado que hay mucho de autobiográfico en esta película). La etiqueta “basado en hechos reales” puede ser un incentivo pero también provocar que los espectadores huyan de las salas de cine. Es cierto que hay reminiscencias de casos como el de Vallecas (la joven Estefanía Gutiérrez Lázaro) o en 1992 el “poltergeist” de la calle Embajadores, un año antes. A partir de la inspiración de estos casos propios del programa Cuarto Milenio de Iker Jiménez, que dieron pie a algún que otro informe policial que no encontraba una causa “racional” ante unos hechos “inexplicables”, Verónica nos traslada a unos días del mes de junio de 1991.

Tras un prólogo hasta cierto punto trillado que apunta al final de la historia y buscando una cierta circularidad, la película nos cuenta la historia de la adolescente Verónica (Sandra Escacena), que vive con su madre (Ana Torrent), viuda y que acumula largas jornadas de trabajo en un bar de Vallecas, y sus tres hermanos –interpretados por los pequeños Bruna González, Claudia Placer e Iván Chavero–. La ausencia casi diaria de la madre obliga a Verónica a cuidar de sus hermanos desde que se levantan por la mañana y hasta que se acuestan por la noche. Los cuatro van a un colegio religioso, de aquellos con código de vestimenta, y cuando salen de clase pasan por el bar para recoger la comida, que recalentarán en casa. Cuando Verónica y sus compañeras de clase Rosa y Diana aprovechan que los alumnos y profesoras monjas están observando un eclipse solar desde la azotea del colegio para esconderse en el sótano y realizar una sesión de ouija, se inicia una cadena de acontecimientos en los siguientes tres días que pondrá en peligro a la adolescente y sus hermanos, con fenómenos paranormales en la casa y la aparición de un espíritu del que no han podido despedirse.

Verónica juega con acierto con los lugares comunes dentro del terror: el espiritismo y la ouija, los muebles y objetos que se mueven, las pesadillas casi reales, la presencia de fantasmas y entes pavorosos, la casa encantada en última instancia. El pavor a lo desconocido, lo sobrenatural, se tiñe en esta ocasión de una mirada casi costumbrista a aquellos tiempos pre-olímpicos: un barrio de la periferia de una gran ciudad en 1991, la música de Héroes del Silencio (en pleno apogeo de su carrera), la ropa y el menaje de hogar que van más allá de lo vintage (más de uno reconocerá los platos de cristal marrón; los de mis recuerdos de infancia eran verde oscuro) en unos ámbitos de clase trabajadora que acumula en sus casas (con esas paredes empapeladas o con el dichoso gotelé) objetos de todo tipo, y unas actitudes lúdicas previas a los teléfonos inteligentes e Internet.

Verónica es como muchos adolescentes en aquellos primeros años noventa (ese walkman que siempre tiene a mano), cuesta muy poco sentirnos identificados con ella a los que ya peinamos canas, y quizá por ello el pavor que siente en esos tres días, mezclado con una cierta ingenuidad e incluso inocencia, calan en el espectador. Por supuesto nos encontraremos con esos momentos de tensión –algunos se ven venir de lejos– diseñados para que demos un bote en las butacas del cine; del mismo modo, la película transita (y referencia sin tapujos) por imágenes y situaciones propias del género de terror “clásico”, pero sin que la cosa chirríe (incluso la monja ciega que asume el rol de guía y consejera). La frescura de los niños –sus diálogos y juegos, el momento “Centella”– y la sensación de “verismo” del personaje principal (acentuado por la notabilísima interpretación de Escacena) trufan una película que, ciertamente, adolece de una falta de originalidad en muchas de las páginas del guion, pero que lo compensa con un ritmo que no decae hasta el clímax final. En sus noventa y pico minutos de metraje, el espectador no pierde el interés, absorbido por una historia con mimbres muy sencillos, y quizá esa sea la clave: hacer una película de miedo con cosas corrientes que nos dan miedo o nos causan traumas, como la pérdida, la soledad o lo que subyace debajo de un colchón.

Y es por ello que la película de Paco Plaza es muy solvente a la hora de jugar con las piezas del género, de manera que agradará a los espectadores habituales de este tipo de cine; quien esto escribe no es un entusiasta del género pero es capaz de reconocer sin ambages que Verónica funciona con una enorme eficacia narrativa. La mirada a una época no muy lejana y unas mentalidades perfectamente reconstruidas también es otro de sus alicientes; actitudes muy “nuestras”, muy cercanas… comenzando por el miedo más básico. Queda en manos del respetable dilucidar si esta cinta podrá colocarse con honores en el salón de lo mejor del cine de terror español de los últimos años.

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