31 de enero de 2017

Crítica de cine: Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge), de Mel Gibson

En un capítulo de South Park, se sondea a Mel Gibson para realizar una película propagandística; al final, tras soltarle unas cuantas cafradas al actor/director, se acaba diciendo de Gibson: "será lo que queráis, pero ese hijo de puta sabe cómo contar una historia". Y en el fondo no les falta razón a los creadores de la serie; otra cuestión es si nos convence lo que nos cuenta. O si nos gusta. En Braveheart, una película a la que el tiempo le está sentando cada vez peor, contó la historia de un rebelde que puso un país en pie contra un invasor y mostró con crudeza el meollo de una batalla. Perfeccionó su interés por lo extremo, lo gore incluso, en La Pasión de Cristo, película que personalmente considero un ejercicio de sadismo como pocas han sido; en su obsesión por relatar con "(hiper)realismo" la pasión de Jesús de Nazaret (¿era necesario que la secuencia de los latigazos a Cristo durara tantos minutos?), incluso en el momento de la crucifixión quiso ser parte de lo que se proyectaba, siendo su mano izquierda (la sinistra) la que se clavaba en primer plano, y no la del actor Jim Caviezel. De Apocalypto no puedo decir nada, pues no la he visto, pero parece ser que incide en una violencia extrema a cuenta de una civilización maya en decadencia. En todas estas películas una violencia que va más allá de lo explícito estaba presente, con mayor (Braveheart) o menor (La Pasión de Cristo) sentido o incluso necesidad. Con Hasta el último hombre (demasiado explícito título en castellano, como el propio tráiler, que casi te ahorra visionar la película), Gibson vuelve sobre sus fueros diez años después de Apocalypto, y lo hace con un episodio de la Segunda Guerra Mundial que tiñe con la sangre de ese hiperrealismo violento que sabe hacer bien. Ese "loco hijo de puta"...

Hay dos partes en esta película. Una primera, de corte más convencional e incluso melodramático, muestra la historia de Desmond Doss (Andrew Garfield), joven objetor de conciencia que, aún así, se alistó al Ejército y participó en campañas en Guam, Filipinas y Okinawa en 1944 y 1945 (la película se centra, en su segunda parte, en esta última batalla). Las creencias religiosas (era adepto a la Iglesia Adventista del Séptimo Día) influyeron en su decisión de no utilizar un arma, de no matar, de no tocar siquiera un fusil durante su instrucción. Doss quería servir en la causa nacional, pero no como soldado, sino como médico de campaña. En esta primera hora de metraje asistimos al desprecio que superiores y soldados muestran por Doss, al que consideran un cobarde (aunque muestre aptitudes físicas notables a pesar de su delgadez), a los maltratos e incluso a un consejo de guerra. Uno se podría preguntar, e incluso no comprender, cómo alguien que aborrece el uso de las armas puede servir en el Ejército. ¿No es una contradicción en sí misma? Doss no niega la guerra, no la rechaza como tal, sabe que está ahí lo quiera uno o no; tampoco piensa que por tener creencias personales deba renunciar a servir en el Ejército, es más, insiste en que se ha alistado voluntariamente, con fervor. En una sociedad como la estadounidense en el que la vertiente militar (incluso hoy día) es de presencia cotidiana y en la que el servicio militar se considera un honor, no una carga, Doss muestra compromiso al no querer escaquearse (y menos en aquellos años) ni alegar exenciones físicas o morales (es más, menciona que dos jóvenes de su pueblo se suicidaron por haber sido rechazados en el Ejército por causas físicas). No es un cobarde, quizá sí alguien contradictorio de fondo... dependiendo del punto de vista que asumamos. Para Doss (y Gibson) el problema no es la guerra: la guerra, por cruenta que sea, es necesaria, y en ella todo el mundo puede participar, incluso quienes no empuñen una arma, sino torniquetes y morfina. 


Desde un punto de vista personal, de algún modo y de manera poco sutil, uno percibe que Gibson nos sermonea. Nos dice que matar está mal, pero que hacerlo por una causa mayor no es malo per se; si acaso trágico y cruento, pero a la postre necesario para defender unos ideales. No discutiré que la guerra sea necesaria o no, pero sí me choca que se apele a creencias religiosas, que predican "no matarás", para no empuñar una arma, y sin embargo se haga un ejercicio de complacencia con la guerra como causa mayor, si especialmente se muestra con el derroche de sangre y vísceras de la segunda parte de la película. Pues entendería esa violencia extrema para denunciar que la guerra es inhumana. Eso, lo entendemos todos: las guerras no se ganan con gestos caballerosos, las batallas son sangrientas y los soldados a menudo mueren en un sinsentido. Gibson no hace eso, si acaso lo puentea: en su afán de mostrar que la guerra es cruenta, trata de meternos con calzador un discurso en el que mezcla patriotismo y convicción religiosa, compromiso cívico y fe personal, cuando a veces pueden ser términos contradictorios. Quizá la propia figura de Desmond Doss sea contradictoria y sirva como muestra de que la argumentación que expongo se cae por sui propio peso. Pero incluso Doss es consciente de sus propias contradicciones, aunque sea momentáneamente. Dorothy su novia se lo hace ver, cuando le dice que su decisión (su terquedad, en el fondo) no deja de ser orgullo y presunción (en términos religiosos). Doss (o Gibson) le da la vuelta al argumento y nos tiende la trampa: ¿cómo podrías respetarme si no cumpliera con mi obligación como ciudadano? ¿Me querrías igual si me quedara en casa y no fuera a servir al país? ¿Me mirarías a la cara igual? Quizá ahí radique la manipulación que, con la excusa inicial de las creencias religiosas, se muestra en la primera hora de esta película. 
 

Quizá se diga también que la manipulación la ponemos nosotros al no comprender a Doss, o reducirlo a lo que sólo queremos ver y no lo que el personaje nos quiere mostrar. Que no es un cobarde, que cree que puede servir a la causa del país, aun siendo inconsecuente con lo que predica su fe religiosa. Que en momentos de extrema gravedad uno no puede (o no debe) quedarse al margen, por el motivo que sea, cuando se trata de defender una causa mayor que uno mismo. No se mantiene el Bien simplemente con buenos gestos, podría decir Doss; a veces hay que ir al infierno, pero lo que yo no haré será aumentar ese infierno, viene a decirnos. Salvo vidas, no las quito, aunque me puedan quitar la mía por el hecho de no tener medios para defenderme. Lo que a la postre sí me parece prescindible, a nivel argumental, es que, en realidad, el Doss de Gibson rechaza el uso de las armas por una cuestión personal: por la violencia de su padre hacia su madre, su hermano y él mismo cuando está borracho. Un alcoholismo producido por una psicosis de guerra, resultado de su participación en la Primera Guerra Mundial. Ahí es donde Gibson nos manipula de la manera más descarada, sobre todo porque el personaje del padre no rechaza los beneficios morales a los que puede apelar como veterano de guerra (como se muestra en el consejo de guerra). El Doss de esta película, como le cuenta a un compañero de pelotón, rechaza usar armas no por esas creencias religiosas a las que entonces ha apelado, sino por un trauma personal y el odio hacia su padre, más en concreto al comportamiento del padre estando borracho. ¿En qué quedamos, Mel? 


En la segunda parte del filme encontramos esa violencia explícita tan propia de Gibson, propia incluso del género de terror. Cuerpos destripados en primer plano, cabezas machacadas, piernas amputadas, sangre y vísceras para saciar varias vidas... y en el fondo es lógico si tratamos de mostrar el horror de la guerra, lo inhumana que es una batalla cuando nos metemos dentro y vemos que uno a menudo, por muy preparado que esté, sobrevive por pura casualidad. ¿Se recrea con exceso Gibson en esta segunda parte? Sin duda, hasta el infinito y más allá... pero acabas encontrando una "lógica", por muy irracional que pueda ser (la guerra lo es) y nos parezca desde la comodidad de estar a este lado de la pantalla. La segunda hora es convencional también en los parámetros del género bélico, previsible incluso, pero ahí está el oficio y la eficacia de Gibson como director. Técnicamente, es impecable, y la fotografía está muy cuidada y transmite ese horror que los soldados sienten en combate. Luego está el maniqueísmo implícito entre "nosotros", que venimos por una caua justa, y los "otros", los japoneses, "animales", prácticamente ratas, salvajes, irracionales y suicidas. 


Llaman la atención la cantidad de actores australianos que hay en papeles de estadounidenses (bien camuflado queda el acento): Sam Worthington, Hugo Weaving, Rachel Griffiths, Richard Roxburg, al menos entre los más conocidos. La película no esconde unos referentes inevitables, ya sea La chaqueta metálica en la primera hora, Salvar al soldado Ryan (o Enemigo a las puertas) en la segunda, o de hecho la propia Braveheart de Gibson. El epílogo con lo créditos finales es más que prescindible. Pero el resultado final, sin llegar a decir que sea "positivo", no es pésimo. Como filme bélico funciona muy bien; incluso como drama personal en la primera hora hay cierto poso, por mucho que uno no esté de acuerdo con el planteamiento del guion. Otra cosa quizá no, pero Gibson sabe cómo contar una historia, y esta funciona a lo largo de sus algo más de dos horas de metraje y con un ritmo ágil que no queda lastrado por ciertos momentos de impasse.

No es una mala película, pero tampoco es una que te deje buen sabor de boca.

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