6 de diciembre de 2016

Crítica de cine: 1898. Los últimos de Filipinas, de Salvador Calvo

Durante trescientos treinta y siete días un destacamento de unos cincuenta soldados españoles, comandados por el capitán Enrique de las Morenas (hasta su muerte por el beri beri al cabo de unos meses) fue atacado en el poblado de Baler, en la isla filipina de Luzón, y se refugió en una iglesia, iniciándose un asedio por parte de las fuerzas locales filipinas que se desarrollaría entre el 30 de junio de 1898 y el 2 de junio de 1899. La resistencia numantina de aquellos soldados, que tras la muerte de Las Morenas fue dirigido por el teniente Martín Cerezo, puede ser vista hoy día (también en aquellas fechas) o bien domo una heroicidad o bien como un sinsentido, y de hecho la respuesta es una mezcla de ambas sensaciones. La guerra en la que se desarrolló dicho suceso terminó para las armas españolas muchos meses antes de que los resistentes en Baler capitularan; de hecho, por la firma del Tratado de París (10 de diciembre de 1898), España cedía la soberanía de Filipinas a Estados Unidos, que inició una ocupación de las islas y se enfrentó en un conflicto armado directo con quienes habían sido los “rebeldes” contra España en los años precedentes. De pronto, España pasaba de dueña de un imperio en desguace a mera espectadora de una guerra entre estadounidenses y filipinos en aquel paraje, mientras cincuenta soldados se encerraban en una iglesia y se negaban a reconocer lo que era una evidencia para el resto del mundo: que España había perdido la guerra, que su imperio había finiquitado (quedaría el norte de Marruecos, el Sahara occidental y Guinea Ecuatorial) y que resistir en Baler era no sólo inútil sino descabellado. O una locura.

1898. Los últimos de Filipinas recrea con notable fidelidad aquellos acontecimientos, tomándose algunas licencias en cuanto a personajes y algunas situaciones en aras de la dramatización cinematográfica. El asedio de Baler ya se mostró en una película de 1945 que incidía, sobre todo, en una visión patriótica del suceso y en consonancia con los tiempos que entonces vivía España. El productor cinematográfico Enrique Cerezo tiene ahora el suficiente olfato comercial para empeñarse en una historia que hoy día vemos con otros ojos (y más datos), y recoge un proyecto del malogrado director Pedro Costa. El guion se pone en manos del cubano Alejandro Hernández, que aporta una visión en cierto modo personal mediante la figura del soldado Carlos (Álvaro Cervantes), y el director hasta ahora televisivo Salvador Calvo muestra oficio en una película que reúne a un soberbio plantel de actores, maduros y jóvenes, una muestra del presente del cine español: Luis Tosar encarna a Cerezo, Eduard Fernández a Las Morenas, Carlos Hipólito al teniente médico Vigil, Javier Gutiérrez al sargento Jiménez, Karra Elejalde al cura Cándido, y los jóvenes Cervantes, Ricardo Gómez, Miguel Herrán y Patrick Criado a los soldados Carlos, José, Carvajal y Juan, respectivamente. Por parte “filipina”, Alexandra Masangkay interpreta a una prostituta y hermana de uno de los “rebeldes” que asedian Baler y que interpreta la canción Yo te diré, que se hizo muy popular en la película de 1945 y que adquiere ahora un tono melancólico y esperanzador, dependiendo del punto de vista de españoles o filipinos, y que a lo largo del filme tiene un protagonismo especial (en los créditos finales es interpretada por la cantante Carmen Paris). La espléndida fotografía de Alex Catalán deviene tan protagónica como los actores y la propia historia de la película. Con estos mimbres, el filme tiene los suficientes alicientes como para despertar la curiosidad, comenzando por la mía, a pesar de algunas dudas iniciales: ¿estamos ante otra historia meramente patriótica y enardecedora envuelta en ricos efectos cinematográficos… o una aproximación realista al sitio de Baler que cuente algo más que una resistencia inútil? 

Mis dudas quedaron solventadas con la primera media hora del filme: el prólogo del ataque “rebelde” a Baler la noche del 4 al 5 de octubre de 1897 y en que sobrevivieron solamente trece soldados españoles, incluido el sargento Jiménez (basado en personajes reales), y que fuerza el envío del destacamento comandado por el capitán Las Morenas unos meses después. La llegada y el desembarco de estos soldados, con la voz en off del soldado extremeño Carlos, y el periplo al pueblo de Baler se muestran con una exquisita fotografía aérea, impactantes planos cenitales y una riqueza de colores (el blanco que se mezcla con el azul del mar, la cascada y el río, el verde de la jungla que se supone que es la costa de Luzón, pero en realidad de rodó en Canarias, el marrón del poblado y el barro). En la primera parte de la película se muestran estereotipos en cuanto a los personajes: el capitán algo alejado de la realidad pero al mismo tiempo consciente del lugar que ocupan, el teniente bravo y firme (es muy interesante el diálogo que mantienen ambos de camino a Baler: “hay hombres que quieren medallas que quieren volver”, le comenta Las Morenas a Cerezo, respondiendo este que es de los primeros); el sargento con rencor por el ataque del año presente y dispuesto a no dejarse rendir otra vez, pase lo que pase; la mirada pragmática del teniente médico y el cura, y especialmente la visión de los soldados rasos, muchos de ellos obligados a participar en una guerra a miles de kilómetros de casa y dirigida por incompetentes que no se arriesgan (ni ellos ni sus hijos) a morir en Filipinas (o Cuba). Soldados que proceden de pueblos, llamados a filas a la fuerza, sin apenas adiestramiento ni haber disparado jamás un fusil, incluso sin botas de su número.

El guion plantea sin ambages la visión de una guerra sin sentido, absurda incluso, pero también el ideal de servicio, por el motivo que sea y la esperanza de regresar a casa. Carlos (Cervantes) espera una carta de recomendación para entrar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, lo suyo es dibujar y pintar, no disparar armas. Más interesante es la visión de soldados como Juan (Criado), que desertará pronto y cuya perspectiva arroja luz sobre los muchos desertores que “traicionaron” una causa que consideraban absurda en aras de una muerte segura y para gloria de una élite que apenas arriesgó nada mientras miles de jóvenes eran enviados a luchar por un imperio que estaba en las últimas; o la de José (Gómez), que cree en el servicio y se sitúa a media distancia entre el pragmatismo de Carlos y la clara rebeldía (¿o cabría llamarla más apropiadamente “conciencia de clase”?) de Juan. La película muestra diversas ópticas, todas ellas comprensibles para la época, incluso la figura maniquea del sargento Jiménez, otra enorme interpretación de ese pequeño gran actor que es Javier Gutiérrez, que además deja una frase para la reflexión en su último diálogo en la cinta, una frase que encierra mucho más que un exabrupto y refleja una mentalidad que no hay que dejar de lado… en un relato netamente historiográfico.

Los personajes no son planos, sino todo lo contrario, con matices y diversas caras: ese cura adicto al opio, ese desertor que sufre doblemente pues no podrá regresar a España si no quiere ser fusilado, ese artista obligado a ser soldado y que evoluciona a la fuerza, probablemente hacia algo que en realidad nunca quiso ser; y ese Martín Cerezo que alterna la intransigencia a reconocer algo con la secreta lucidez de quien en el fondo sabe que aquello no lleva a ningún sitio, pero que se aferra al deber… aunque ello también suponga romper con creencias que tenía aferradas en su ser. La dramatización de los hechos de Baler, del asedio y los combates, muestra que se puede hacer un enorme trabajo de altura con ideas y algunos medios; bien planteadas las secuencias de acción, se saca mucho partido de unos interiores (la iglesia) y de un escenario acotado 8el poblado). La fotografía adquiere tonos ocres y oscuros a medida que avanza el metraje, del mismo modo que el uniforme de rayadillo se desgasta y se hace jirones, se decolora y se estropea como la esperanza de los resistentes. La película es fidedigna con lo que sucedió durante aquel año de asedio, destaca el valor de los asediados y el ansia de libertad de los “rebeldes” que los atacan, que no acaban de entender por qué aquellos españoles se empecinan en encerrarse en una iglesia cuando la guerra ha terminado. Pedro Casablanc tiene un cameo como el teniente coronel que lleva las nuevas de la derrota española en la guerra y a quien ni Cerezo (“lleva un uniforme anticuado”) ni Jiménez creen; la idea de que todo es un engaño por parte de los tagalos para hacerles sucumbir hasta que, finalmente, Cerezo lee un periódico y por un breve nota de traslados asume que el engañado es él.

La película muestra actitudes de unos y otros, también de los tagalos que asedian la iglesia de Baler (el personaje de la prostituta, el líder “rebelde” que conversa con Carlos); recrea con lucidez y con una cierta perspectiva finisecular, como la que se vivió entre los intelectuales españoles tras el 98. Lo íntimo se mezcla con lo heroico, pues hay mucho heroísmo en aquellos personajes, por muy equivocados que pudieran estar los mandos militares en Baler, lo épico con lo cotidiano en una guerra (los estragos del beri beri, los problemas para alimentarse sin suministros); lo dramático en muchos aspectos (el dilema de los soldados rasos, la secuencia de fusilamiento que en realidad no es “tal”). Quizá la mayor crítica que le pueda hacer es que se dilata el metraje (sobre todo si uno ya conoce los hechos esenciales) y que las dos horas se podrían haber quedado en algo menos. 

Como conclusión, estamos ante una película lúcida en el tratamiento de unos hechos, espléndidamente fotografiada y con un puñado de actores que nos dan lo mejor de sí mismos, en especial los jóvenes (Cervantes, Criado, Herrán, Gómez), que son el futuro del cine español (de Tosar, Hipólito, Fernández o Gutiérrez, qué vamos a decir a estas alturas). Una película que muestra con ojos del siglo veintiuno lo sucedido a finales del diecinueve. Con ojos y corazón, pero también con cabeza.

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