25 de noviembre de 2016

Reseña de La mujer en la muralla de Alberto Laiseca y de El Primer Emperador de China, de Jonathan Clements

«–¿Entonces nadie tiene tiempo de ver el bosque, en China?
–Solamente los poetas. Estos que algunos tontos siempre llaman desocupados, ociosos e inservibles. Por eso siempre sostuve que el Estado debe protegerlos, para que alguien pueda ver y oír. Dicen que las montañas no cambian, pero es mentira. Sí que cambian. La montaña respira y su mole se mueve. Las aguas del Wei no son las mismas hoy que ayer. ¿Cómo van a saber, las personas de dentro de dos o tres mil años, la forma que tenía un árbol mientras vivían los Chou? La poesía es la historia secreta de nuestro país». 
Alberto Laiseca, La mujer en la Muralla, pp. 19-20.
Ying Zheng (258-210 a.C.) es quizá una de las figuras más fascinantes del mundo antiguo. Rey de Qin (en Pinyin; Ch’in, según el decimonónico sistema Wade-Giles) desde los 12 años, brutal, impertérrito ante los sufrimientos de su pueblo y del resto de Reinos Combatientes, en el año 221 a.C. unificó mediante la fuerza Zhongguo, «todo bajo el cielo», el orbe chino, y se convirtió en Qin Shihuang Ti, el «Primer Emperador» de la dinastía Qin. La importancia del personaje es tal que el nombre occidental de China procede del nombre de su dinastía, Qin. En esos momentos, el «mundo» se debatía con las luchas entre la República romana y Cartago por el dominio del Mediterráneo occidental, las ciudades griegas de la Hélade se peleaban entre ellas y contra el reino de Macedonia (y aquí subía al trono Filipo V), se sucedían revueltas en el imperio seléucida y en Egipto un rey-niño, Ptolomoeo IV, accedía al poder. Pero en el otro «mundo», todo cambiaba.

Durante su relativamente breve reinado como Primer Emperador, Ying Zheng edificó (o más bien completó) la Gran Muralla, que le sobreviviría durante más de un milenio, siendo reconstruida durante la dinastía Ming (y, a su vez, siendo ésta la GranMuralla que actualmente podemos contemplar). Rompió con la tradición confuciana e impuso, gracias a su primer ministro Li Si (o Li Ssu) el legalismo o la fuerza de la ley, por encima de cualquier tradición o incluso clemencia. Las resistencias de los sabios confucianos a su gobierno omnímodo le indujeron a ejercer una durísima represión, persiguiendo y ejecutando a centenares de ellos y quemando ritualmente los libros clásicos (hasta el punto de que algunos jamás se recuperaron). Unificó las medidas, pesos y monedas, impulsó un nuevo sistema de caracteres en la escritura y construyó una red de carreteras y canales. Acabó con el feudalismo imperante en la época de los Reinos Combatientes y dividió el imperio no en regiones que abarcaran a los antiguos Estados (Qin, Han, Wei, Zhao, Yan, Qi y Chu), sino en 36 prefecturas o provincias. Pero sus poco más diez años de reinado universal terminaron con su muerte, de regreso a la capital, Xianyang, desde Langya, en la costa oriental, hacia dónde se había dirigido buscando las islas de los Inmortales. Pues el Soberano de Todo Bajo el Cielo murió buscando irracionalmente el elixir de la vida eterna.

La figura de Ying Zheng ha influido en la historia de China prácticamente desde entonces. No en balde Mao Zedong se comparó al Primer Emperador, buscando paralelismos históricos. La figura de Ying Zheng atrajo su atención, al mismo tiempo que en 1974 se desenterraba el fastuoso ejército de terracota en Xi’an. Olvidando el terror y los sufrimientos que Ying Zheng había provocado en su población, Mao enarboló la bandera propagandística de la unión de China por primera vez bajo la égida de un Líder carismático. Un símbolo perfecto para un líder comunista como él… que también hizo sufrir a su pueblo en nombre de la Unidad de los Trabajadores de Todo Bajo el Cielo. Podemos aproximarnos a  Ying Zheng ya desde el ensayo, ya desde la novela. Por este motivo, reseñamos dos libros, uno de cada vertiente. 

Por un lado, La mujer en la Muralla de Alberto Laiseca (Tusquets, 2002), novela publicada por primera vez en 1990 y que es mucho más que «la parábola de un emperador feroz y genial». Laiseca nos introduce en un mundo exótico, en el cambio de una era: el fin de  los Reinos Combatientes y el postrero reinado del último Hijo del Cielo de la dinastía Zhou, Nan, por un lado, y el auge de Chöng, futuro Ch’in Hsih Hwang ti (en la grafía Wade-Giles). Pero no sólo en él, sino que poco a poco el hilo conductor es el maestro Lai Chú, personaje pícaro por antonomasia, a la par que sabio, cuyas andanzas seguimos desde su salida de un templo taoísta en Han Tan. La sabiduría (o el ingenio) de Lai Chú le llevarán a conocer al Primer Emperador y a entrar a su servicio. Pero por el camino conoceremos a sus tres esposas, a sus discípulos Ton Ton y el eunuco Jua o al peculiar y sexualmente voraz juez Ti. Utilizando diversas técnicas narrativas (el diario manuscrito perdido y posteriormente encontrado y apostillado por escribas de la dinastía Sung, el cuento, la poesía, la sátira, la novela picaresca), Laiseca nos aproxima a un mundo sensual, onírico y apasionante, en el que el absurdo forma parte de las vidas de los diversos personajes –desde el emperador al sobrio ministro Li Ssu, desde el venal mercader Lü Pu Wei al ambicioso eunuco Tchao Kao– y en el que la documentación sobre la época y el escenario das luz a una novela rica en matices y detalles. Una novela que va más allá del género histórico, que se convierte en parodia de sí misma y en poética fábula de un universo mágico. Ironía y sensualidad se mezclan en un relato que no deja indiferente y que lleva al límite los convencionalismos sobre lo «exótico».

Por su parte, Jonathan Clements nos ofrece la historia de de Ying Zheng en un ensayo breve pero apasionante: El Primer Emperador de China (Crítica, 2008). Autor de varios libros –por ejemplo, Wu. La emperatriz china que intrigó, sedujo y asesinó para convertirse en un dios viviente (Crítica, 2007) o Los samuráis. Historia y leyenda de una casta guerrera (Crítica, 2010)–, Clements nos ofrece el perfecto complemento para la novela de Laiseca: un análisis ameno de las fuentes clásicas chinas del período, sacando a la luz las contradicciones. Partiendo del relato de un intento de asesinato del Primer Emperador por parte del asesino Jing Ke (enviado por el Príncipe Rojo del reino de Yan hacia el año 231 a.C.), Clements nos introduce en la formación del reino de Qin, en las discrepancias entre la tradición confuciana y el legalismo forjado por Xunzi (maestro de Li Si) y  en las luchas entre facciones en el seno de la corte Qin, destacando en un principio el mercader Lü Buwei y  posteriormente Li Si. Clements dedica especial  atención a interpretar las fuentes del período, destacando las incongruencias, tergiversaciones y manipulaciones de las mismas. Del mismo modo que analiza la esencia teórica del legalismo y su puesta en práctica en el reino de Qin y después en todo el imperio. El libro no se reduce a ser, pues, una mera biografía del Primer Emperador (en realidad, apenas se dedica un centenar de las 250 páginas del libro a su vida), sino que bucea en la época y en los logros y consecuencias del reinado de Ying Zheng, al mismo tiempo que conocemos un poco mejor el hallazgo y la descripció del fabuloso ejército de terracota de Xi’an. La lectura es amena, con un estilo que atrapa, no abusando de las notas ni de un estilo excesivamente académico. Alta divulgación, en resumen. De este modo, el lector de la novela de Laiseca encuentra en el ensayo de Clements la historia del personaje y de su época. Un ejercicio comparativo que depara deliciosos de entretenimiento y de aprendizaje.

Si el lector está interesado en la figura de Ying Zheng, he aquí dos fórmulas para acercarse a ella. Le quedan algunas novelas más como, por ejemplo, El gran emperador y sus autómatas de Jean Lévi (Círculo de Lectores, 1991) o Todo bajo el cielo de Matilde Asensi (Planeta, 2006), ésta última con un estilo muy de novela de aventuras.

No os perdáis ambos libros.

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