30 de octubre de 2016

Crítica de cine: Que Dios nos perdone, de Rodrigo Sorogoyen

Madrid, agosto de 2011. Benedicto XVI visita la ciudad en ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud y con él cientos de miles de católicos llenan la capital de España, mientras sus habitantes (y el resto del país) soportan un calor especialmente intenso aquel verano. A la canícula veraniega hay que añadir el calor de los recientes acontecimientos que, con un epicentro en la Plaza del Sol, fue avivado por el movimiento de los llamados “indignados” y cuyas llamas se extendieron por todo el país, siendo el caldo de cultivo de una protesta ciudadana y la base (no única) que llevará, en los años siguientes, a la formación de un partido nuevo, Podemos. Dos inspectores de policía, de homicidios en particular, Alfaro (Roberto Álamo) y Velarde (Antonio de la Torre) tienen su particular preocupación: atrapar a un asesino en serio que, en esos días, se ha dedicado a atacar y matar a mujeres ancianas en el centro de Madrid. El tiempo apremia, no conviene despertar pánico en una capital “invadida” por los peregrinos católicos ni tampoco azuzar el morbo mediático. Pero Alfaro y Velarde, a su manera, son también dos particulares personajes en los que la violencia, abierta o soterrada, también está muy presente. Y tampoco ellos podrán escapar de un clima de angustia y presión. Y calor, mucho calor.

Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña son los guionistas de Que Dios nos perdone, película en la más genuina tradición del thriller policiaco y que Sorogoyen dirige. De la pluma de ambos también salió otra espléndida cinta, Stockholm (2013), que ahondó en lo que aparentemente era una historia romántica de chico-conoce-a-chica-y-chica-conoce-a-chico y acabó siendo mucho más. Ahora se acercan al género policial y lo hacen con una película soberbiamente escrita, espléndidamente realizada e interpretativamente muy sólida. Pero, adverbios al margen, nos encontramos con una cinta con muchas aristas y detalles. La ciudad se convierte en tan protagonista como Alfaro, Velarde y el resto de compañeros y mandos superiores metidos de lleno en resolver unos crímenes. Una ciudad invadida pero al mismo tiempo cerrada sobre sí misma; una ciudad que es mucho más que las calles: Sorogoyen logra crear en rellanos, pisos y sótanos un ambiente intenso y desasosegante. Pasillos oscuros, paredes con desconchones en la pintura, habitaciones desordenadas, rellanos y vestíbulos en penumbra. El calor de agosto se percibe en personajes como Alfaro, especialmente, siempre acompañado de una botella de agua para calmar una sed que no puede saciar; rostros perlados de sudor, tan pegajoso que ni las camisas en manga corta que luce Alfaro son capaces de soportarlo, mientras Velarde viste traje y no se quita la chaqueta a pesar dela temperatura. Todo es asfixiante, incómodo, lo percibimos desde la butaca de cine. La dirección de la película ha conseguido incomodarnos, buen punto para empezar. 

También están los dos personajes (me dejo el tercero, el asesino, del que no conviene dar demasiados detalles). Alfaro y Velarde no pueden ser personajes más antagónicos en un microuniverso como el cuerpo de policía de Madrid. La rabia frente al silencio, la violencia física frente a la timidez provocada por la tartamudez. Alfaro ha sido amonestado por sus actos violentos, incluso con compañeros del cuerpo; Velarde soporta el desprecio soterrado de sus compañeros ante lo que consideran rarezas de una persona cerrada en sí mismo, no sólo por la tartamudez. Frente a la desaforada personalidad de Alfaro, más dado a la acción, Velarde es el concienzudo inspector de métodos no siempre comprendidos, más observador que dispuesto a desenfundar el arma. Pero, y he ahí otro buen punto del guion, ambos personajes no son simplemente arquetipos, esconden más capas en su atribulada personalidad. Y la violencia, explícita o latente, también los domina. ¿Quién vigila a los vigilantes?

La película transita por algunos clichés necesarios del género (la investigación policial, la forense, la elaboración de un perfil del asesino, la búsqueda de pruebas y la entrevista de testigos, la atropellada persecución por las calles de una ciudad repleta de visitantes), con un humor negro a menudo y un ritmo adecuado para la historia que cuenta. Hay claramente dos partes, más detallista la primera en la investigación a medida que aparecen las víctimas y más acelerada la segunda, una vez que se empieza a atar cabos y “aparece” el asesino (no se preocupan demasiado los guionistas por escamotearnos su presencia y en la manera de mostrarlo están acertados). Quizá se dilate demasiado el epílogo. Es interesante, cómo no, la particular “indagación” en la personalidad de ambos policías, en sus hábitats domésticos y familiares, y en sus, en el fondo y en la superficie, oscuras soledades. No hay ni que decir que Álamo y De la Torre están espléndidos en sus roles, apuntan a premios y consolidan una trayectoria que ya veníamos siguiendo en el cine (y el teatro) de la última década. Y lo mismo vale para los actores secundarios. Qué bien están todos, se nota la buena dirección de actores.


En definitiva, Que Dios nos perdone es una espléndida película y que confirma el buen otoño de cine español que llevamos, con Tarde para la ira y El hombre de las mil caras. Una cinta en lo mejor del género policiaco español, en la senda de Alberto Rodríguez (Grupo 7) y Enrique Urbizu (La caja 507 y No habrá paz para los malvados), y que confirma a Rodrigo Sorogoyen como un director en alza. Y qué inquieta realidad nos plantea en este Madrid tal caluroso y esquivo…

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