24 de julio de 2016

Crítica de cine: La leyenda de Tarzán, de David Yates

Crítica publicada previamente en Fantasymundo.

El mito del buen salvaje tiene en El libro de la selva de Rudyard Kipling (1894) y Tarzán de Edgar Rice Burroughs (1912) dos ejemplos literarios que lograron fama eterna con sus adaptaciones literarias… y en este 2016 hemos tenido dos claros ejemplos. Tarzán evoca la idea decimonónica del hombre que crece en la jungla/selva y al margen de una gran ciudad/mundo occidental en plena expansión; el hombre solitario que creció desde la más tierna infancia en contacto con una naturaleza que de entrada se le va a mostrar contraria pero con la que acabará conviviendo en armonía y respetando; el hombre que se cría entre animales, que forman su familia y a los que acaba, en cierto modo, “liderando”: "Tarzán de los monos" es más que el título de una película, es la idea del hombre que todo lo puede y domina, pero que a su vez se erige en una metáfora de la naturaleza que puede hacer frente a una sociedad urbana e industrial que todo lo devora a su paso. Johnny Weissmüller popularizó al personaje en doce ocasiones en los años treinta y cuarenta, y no fue el único. Nos acostumbramos a su alarido y sus paseos por la selva liana en mano, conocimos a Jane, la mujer con la que «volvió» a su componente humano, e incluso a su hijo Boy (sí, en cuanto a nombres no se lo curraron demasiado), y cómo no a la mona Chita. Pues he aquí que, tras numerosas adaptaciones cinematográficas –alguna que otra paródica, como George de la jungla (1997), y alguna que otra muy meritoria, como Greystoke, la leyendas de Tarzán, el rey de los monos (1984), llega a la gran pantalla una nueva versión. Dirigida por David Yates, que ya demostró sus dotes para la espectacularidad en la franquicia Harry Potter, La leyenda de Tarzán promete y da precisamente eso: un elaborado artificio visual que, no obstante, acaba por provocar aburrimiento y a la postre indiferencia. Y es que a estas alturas, más de uno se preguntará qué tiene Tarzán como para arrastrarnos a una sala de cine.

La trama se traslada a finales del siglo XIX y a un continente africano en pleno reparto entre las grandes potencias europeas. La voracidad del rey belga Leopoldo II en el Congo, enorme colonia reconvertida en coto privado del monarca, lleva a algunos a preguntarse qué diablos está pasando en esa extensa región africana, expoliada y con gran parte de su población expoliada. Para enjugar sus deudas con países como el Reino Unido, el rey belga ha enviado al ambicioso capitán Léon Rom (Christoph Waltz) en busca de los diamantes necesarios para salir del paso. Pero desde Londres desconfían y el primer ministro británico, interpretado por Jim Broadbent, apela a John Clayton, conde de Greystoke (Alexander Skarsgård), que se criara desde pequeño en aquella zona y fuera conocido como el legendario Tarzán. Clayton regresó a Londres y la «civilización», para viajar y conocer de primera mano qué está pasando; y aunque a priori John no está interesado en regresar a África, finalmente accede, acompañado de su esposa Jane (Margot Robbie) y del político y abogado estadounidense George Washington Williams (Samuel L. Jackson), quien con el tiempo denunciaría en una carta abierta el expolio del rey belga en el Congo. Pero lo que John/Tarzán no se imagina es que un viejo enemigo africano, Mbonga (Djimon Hounsou), jefe de los hombres leopardo de Opar (ficticias tribu y ciudad africanas que controlan la región de los diamantes) querrá ajustar cuentas con él… con el apoyo de Rom.

La película transita entre lo que uno espera de un producto que mezcla la aparatosidad visual del continente africano (esa selva tupida y enigmática, ese tipismo en cuanto a las tribus africanas amigas del hombre blanco y otras enemigas suyas, el salvajismo de los gorilas que criaron a John/Tarzán y que este abandonó) con una trama que trata de ser (a su manera) una denuncia de la codicia del hombre blanco occidental en el sencillo universo africano, de los desmanes de la sociedad militarizada europea frente a unas tribus que viven en libertad. Armas de fuego por diamantes, colonialismo encubierto (y mal entendido), el hombre contra la naturaleza, el hombre blanco sobre el hombre africano, ambos contra los gorilas y Tarzán como epítome del buen salvaje con espíritu «humano» que viene a reconciliar dos mundos tan diferentes. Un mejunje que se presenta sin demasiado aderezo, como si guionistas y directores no quisieran meterse demasiado en berenjenales, pues lo que importa es el aparato visual. Y eso lo consiguen con movimientos de cámara algo agotadores, profundidad de campo y bellas panorámicas.
La trama, hasta cierto punto, se supedita y el resultado es que la película adolece de una falta de ritmo (que se pretende agilizar con algunas secuencias de acción, especialmente la última) y termina (de hecho, «principia») por aburrir (suerte que no llega a las dos horas). Pero Skarsgård apenas tiene carisma como protagonista (a menos que se trate de lucir cuerpo musculado), Robbie le roba bastante protagonismo (al menos su Jane no está argumentalmente subordinada a Tarzán como personaje), Jackson pone algunas notas de humor (y juega con el actor sueco a un rollo a lo buddy movie), y Waltz interpreta con el piloto automático a un villano que tampoco seduce (quizá el actor austriaco ya comienzan a pesarle los malvados). De hecho, con dos villanos (añadamos a Hounsou, a su manera) y argumentalmente la película se resiente de la presencia de ambos, al tiempo que uno ya se hace a la idea de que habrá un final feliz, fruto de la colaboración conjunta frente al enemigo externo (una colaboración que no necesariamente debe circunscribirse a la especie humana…). Se agradece, no obstante, que no se abuse demasiado del trasfondo «legendario» de Tarzán, con flashbacks no demasiado extensos sobre la infancia y crianza del personaje en la selva, su encuentro con Jane y la causa de haberse ganado la inquina del jefe de los hombres leopardo; insistir demasiado en esa leyenda habría alargado una película que de por sí se hace algo larga… sin serlo. 

Sea como fuere, la película entretiene lo justo y aporta también una notable ración de tedio. La fotografía es fabulosa, sí, pero se abusa de las imágenes generadas por ordenador (gorilas incluidos). Rupert Gregson-Williams, digno miembro de la factoría Hans Zimmer, casi plagia a su maestro con una partitura que añade las consabidas melodías africanas. La trama se toma algunas licencias en cuanto a algunos de sus personajes (empezando por Rom, que existió) y el filme acaba por ser una suma de clichés que se supone que debe tener. Pero lo cierto es que, sin ser una mala película, estamos ante un producto que pretende ser vibrante y se queda más bien en la medianía dramática. Pero mientras haya aire acondicionado en la sala de cine…

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