Crítica publicada previamente en Fantasymundo.
«Ya conocen la historia. El chasquido de un relámpago. Un genio loco. Una sacrílega creación. El mundo, desde luego, recuerda al monstruo, no al hombre. Pero a veces, cuando se mira más detenidamente, hay algo más que un relato. A veces, el monstruo es el hombre».
La historia de Victor Frankenstein y la creación de un hombre a
partir de despojos de cadáveres es quizá una de las más conocidas de la
literatura de terror. Mary Shelley escribió una novela sobre los
peligros de una ciencia desbocada sin moral ni ética, sobre un
científico que se equipara a Dios en cuanto a dar la vida, o en la
visión de Shelley al titán Prometeo, que robó el fuego sagrado para
entregarlo a los hombres. El cine pronto se hizo eco de la novela
gótica, destacando (entre el casi centenar de adaptaciones realizadas)
las versiones de James Whale en los años treinta del pasado siglo XX
–Frankenstein y La novia de Frankenstein–, con Boris Karloff como la
criatura (y Elsa Lanchester como su futura novia); de Terence Fisher y
la Hammer en La maldición de Frankenstein (1957), protagonizada por
Peter Cushing (el científico) y Christopher Lee (la criatura); de Mel
Brooks desde la parodia en El jovencito de Frankenstein (1974), con Gene
Wilder como el doctor Frankenstein («se pronuncia Fronkonsteen»), Peter
Boyle como la criatura, Cloris Lechman como Frau Blücher (y los
caballos relinchan) y, cómo no, Marty Feldman como el asistente de
Frankenstein, el jorobado Igor («no, se pronuncia Aigor»); o de Kenneth
Branagh, desde la fidelidad al relato original, en Frankenstein de Mary
Shelley (1994). Llega ahora a nuestras pantallas otraadaptación más,
Victor Frankenstein (Paul MacGuigan, 2015), que sitúa la trama en plena
era victoriana y focaliza el punto de vista no tanto en el genio loco o
en la criatura, sino en el ayudante que alcanza su redención: Igor.
¿Qué aporta esta película?, se dirá. Pues, a pesar de las
modificaciones realizadas en la trama original, no demasiado. Saltamos
un poco en el tiempo y cambiamos la Ginebra posrevolucionaria –y en el
auge de la (también) Revolución Industrial, los primeros grandes avances
de la medicina y la introducción de la electricidad–, por un Londres
industria y con presencia del ferrocarril, las grandes fábricas y los
oscuros vapores que permean la ciudad; un Londres que evoca el recreado
por Guy Ritchie para sus dos películas sobre Sherlock Holmes, convertido
ya en una megalópolis que todo lo engulle y en el que las desigualdades
sociales están muy presentes. Un Londres en el que triunfan los circos
con payasos, equilibristas, trapecistas, «monstruos» y jorobados como
Igor (Daniel Radcliffe), explotado y humillado, pero también dotado con
una inteligencia que le permite conocer a fondo la anatomía del cuerpo
humano. A este circo acudirá el científico Victor Frankenstein (James
McAvoy), que, al conocer las habilidades de Igor, lo liberará y llevará a
su lóbrega mansión. El científico que experimenta al margen de los
postulados de la universidad y la academia echará mano de quien no es
realmente un jorobado y que podrá ayudarle en sus experimentos: crear
vida a partir de despojos de animales y cadáveres humanos. Frente a
ambos se situarán el obcecado inspector Turpin de Scotland Yard (Andrew
Scott) y el padre de Frankenstein (Charles Dance), quien le culpa de la
muerte de la muerte de su priomogénito, Henry, años atrás
La trama se teje a partir de un pastiche variado en el que parece
que cabe todo, de manera que se construye una versión a medio camino
entre el canon literario y las adaptaciones libres de los personajes que
ha realizado el cine, y que combina el género de terror clásico con una
cierta pátina «histórica» en la ambientación. Incluso se podría decir
que estamos ante una película de aventuras estructurada en varios actos y
con secuencias de alto voltaje que van conduciendo la trama, de manera
progresiva y «lógica» con los designios del científico obsesivo, a lo
que se supone que es el plato fuerte de la película: la Creación de la
Criatura, el más abominable de los actos realizados en nombre de la
ciencia y el progreso (o lo que entiende Victor como tales). Esta
presentación in crescendo sirve de excusa argumental para entretener al
personal con persecuciones por las calles, ataques de criaturas animales
fuera de control, las pesquisas del inspector Turpin, el rechazo
inquisitorial de la ciencia académica, la historia amorosa metida con
calzador (la relación de Igor con una ex trapecista) y el propio trauma
personal de Frankenstein (su incapacidad para superar la muerte de un
ser querido, en este caso su hermano Henry).
El ritmo trepidante que se presenta en las secuencias iniciales en
el circo y que acompaña los diversos «actos» (la mansión del científico,
la clase magistral en la universidad, el enfrentamiento con Turpin y,
por último, la larga secuencia de la creación del monstruoso ser en el
castillo escocés), sin embargo, no logra esconder la sensación de que
todo son juegos de artificio que no conducen a nada relevante; o, más
bien, la idea de que esta película no aporta nada destacable a unos
personajes y unos temas muy conocidos, y que estamos meramente ante un
producto de consumo más bien rutinario, previsible, lleno de acción… y
poco más. El debate sobre la ética y la moral científicas se supedita a
algunos traumas personales y un estilo de superar pruebas y enfrentarse a
desafíos, casi como un videojuego, con un final lo suficientemente
abierto como para que se pudiera plantear (si el taquillaje funciona)
una secuela… o no. Lo que importa, en definitiva, es que los personajes
se muevan entre la atracción y el rechazo en función de los retos
planteados, en este caso Victor e Igor, y se planteen unos mínimos
dilemas morales que, a la postre, quedan bastante descafeinados. Acción,
drama, sangre y experimentos científicos: es lo que se espera de un
producto que tampoco parece aspirar a volar demasiado alto.
Se podría decir, pues, que estamos ante una película que entretiene
pero tampoco deslumbra, y que escarba y se nutre de un imaginario
literario y cinematográfico que forma parte de la cultura popular. Pero,
aun sin molestar tanta pirotecnia visual, lo cierto es que si se piensa
en Igor y el doctor Frankenstein uno no puede dejar de recordar a Marty
Feldman y Gene Wilder…
De acuerdo con el sentido del análisis. Esta "moderna" versión del mito del Dr. Frankenstein creo que no aporta prácticamente nada, salvo si consideramos aporte las acciones y el movimiento nervioso de la cámara. No hay profundidad, no hay espesor en el guión ni en los diálogos. Actuaciones sólo correctas. Muy poco para recordar.
ResponderEliminarMuy lejos de las producciones clásicas, tanto de la Universal como de la Hammer.