1 de febrero de 2016

Crítica de cine: La chica danesa, de Tom Hooper

He de admitir que desde que supe del rodaje de La chica danesa mi pensamiento fue: “uf, qué pereza”. No por el tema sino porque me temía una película más o menos convencional, exquisita en la fotografía, con unas solventes interpretaciones, pero en general un producto neutro que se limitara a ser una película “de época” y con un resultado más bien discreto. Cada vez procuro saber menos de lo que se realiza, de primeras imágenes colgadas en las redes sociales e incluso de tráilers. También algunas fotografías de Eddie Redmayne “transfigurado” como Lili Elbe, presentadas justo cuando el actor había ganado el Oscar a mejor actor por La teoría del todo, película que agudizaba aún más mi pereza, me dejaron helado. Me temía lo peor y una vez estrenada la película no la tenía entre las que me apetecía ver. Pero a veces los imprevistos te hacen cambiar de planes: ayer quise ir a ver Spotlight, pero la sesión ya estaba llena y en vez de esperar a la siguiente decidí, ya que estaba en el cine, ver alguna otra cosa (no había mucho que elegir) y sin pensármelo demasiado compré la entrada para esta película. Y no salí descontento con la película, aunque con algunos matices.

En 1926 Einar Wegener (Redmayne) es un exitoso pintor de paisajes en Copenhague. Casado con Gerda (Alicia Vikander), también pintora pero de retratos y con menos éxito, su vida transcurre con una cierta normalidad; bueno, “normalidad” para unos pintores que parecen ganarse bien la vida en una Dinamarca retratada con una cierta complacencia. Un día que Gerda no ve aparecer a una modelo en el taller-hogar que ambos comparten, le sugiere a Einar que se ponga unas medias y zapatos, para poder avanzar en el cuadro. Él duda al principio, pero ya con el tacto de las prendas y por cómo le quedan puestas empieza a “sentir” algo; no se pone el vestido, pero sí se lo coloca encima para que Gerda pueda ver cómo queda la caída del mismo en las piernas. Y Einar sigue “sintiendo” algo. La confianza que se tienen Einar y Gerda les lleva, como quien no quiere la cosa, a jugar y a que Einar se maquille y vista de mujer; incluso acuden juntos a un baile. Lo que empieza siendo un juego se convierte en toda una revelación para Einar: se podría decir que “descubre” su lado femenino, pero la realidad es que el pintor cada vez se siente más cómodo como Lili, la mujer que ambos se han “inventado”, y con mayor frecuencia se viste con ropas de mujer, incluso a espaldas de Gerda. Pero ella lo descubre y comienza a sufrir con la idea de que Einar se desvanece mientras que Lili ocupa el lugar de su marido.

La película de Tom Hooper (El discurso del rey, Los miserables), muy metódico en ese clasicismo que desborda la película por prácticamente los cuatro costados, ahonda en el doble sufrimiento de la pareja: en Einar/Lili (cada vez más Lili y menos Einar), en busca de su identidad sexual, y en Gerda, que al principio no comprende qué le pasa a su marido y más tarde se da cuenta de que está perdiendo al “hombre” de su vida. Lo que aparentemente podría ser una narración más o menos convencional, a medida que avanza el metraje profundiza en conceptos como la identidad sexual y el transgénero (término que se prefiere en la actualidad al obsoleto “transexual”) y lo hace con delicadeza, nada de morbo y con emoción (que no sensiblería). Delicadeza incluso en algunos diálogos, cuando Lili habla de sí mismo en primera y tercera persona a la vez (“mi padre los descubrió” [a Einar y a un amigo suyo de pequeños dándose un beso]) como si ya buscara la manera de definirse a sí misma, y lo hace con naturalidad. Quizá podamos discutir el ritmo de la película y la evolución de los acontecimientos (para mí es lo que más chirría): todo sucede con demasiada rapidez, los sentimientos a flor de piel surgen y se desarrollan como si siempre hubieran estado ahí, pero incluso cuando Einar se mira ante el espejo desnudo, escondiéndose los genitales masculinos, resulta algo apresurado ese “descubrimiento”; o en la secuencia en la que acude a una sala de “peep show” para “imitar” los gestos de una chica desnuda. Lili asume con premura la idea de “cambiar de sexo” o, en términos actualizados, de someterse a la cirugía de confirmación de género; uno se queda con la idea de que hay más emoción que reflexión, o incluso de tener en cuenta el largo proceso que se va a emprender. 

Quizá sean los tiempos en los que la idea del transgénero no estaba asumida, se consideraba que quién quisiera “cambiar de sexo” estaba loco (como Einar/Lili sufre en su piel), se confundía con la homosexualidad o incluso la esquizofrenia. Cierto es también que la película cambia bastantes aspectos de los personajes: Einar y Gerda son más jóvenes en la pantalla que en la vida real en el momento en el que transcurren los hechos que se relatan; su viaje a París sucedió bastante antes de lo que se muestra en la película y se mezcla en el personaje del doctor Kurt Warnekros (Sebastian Koch) a dos médicos que trataron a Lili. Sin duda la película muestra una fotografía exquisita y la música de Alexandre Desplat acompaña bien la trama (y suena “mucho” a Desplat), y ambos actores protagonistas están estupendos en sus interpretaciones, sin sobreactuar ni echar mano de recursos dramáticos “fáciles”. Todo transcurre con una cierta pátina de “normalidad” aunque seamos conscientes –personajes y espectadores– de que lo que sucede no es normal; sí, la pléyade a de médicos a los que Einar/Lili acude no le entienden y finalmente encuentra en Warnekros alguien que podrá ayudarles. Quedan algo menos configurados personajes secundarios como Hendrik (Ben Wishaw), con quien Einar “intima” como Lili, o su mejor amigo de la infancia, Hans (Matthias Schoenaerts), aunque sí es interesante esa relación a tres bandas (sin ulteriores significados) que mantiene con Einar y Gerda. 

El resultado es una película menos constreñida de lo que se anticipaba (por supuesto, menos rupturista que la serie televisiva Transparent), que simplifica hechos y, en cierto modo, mentalidades, que hacia el final se acelera demasiado en su resolución, pero que depara un buen “retrato” de unos personajes que se descubren a sí mismos; no sólo Einar/Lili, sino también Gerda, para quien el amor por quien es/era su marido acaba estando por encima de convenciones y términos sexuales. Y quizá eso sea lo mejor de la película: que en el fondo no va de un hombre que se siente mujer, sino de sentimientos que trascienden las etiquetas.

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