5 de febrero de 2016

Crítica de cine: El renacido, de Alejandro G. Iñárritu

En 1971 se estrenó El hombre de una tierra salvaje, película protagonizada por Richard Harris en la piel de Zachary Brass, un trampero que, herido de gravedad por el ataque de un oso grizzly, es abandonado por sus compañeros, que lo dan por muerto; Brass se recupera de las heridas y dedica sus esfuerzos a vengarse de quienes le habían abandonado. Este personaje existió en realidad: Hugh Glass, explorador, cazador de pieles y “hombre de la frontera”, que en 1823 fue atacado por una osa en el norte de la gran extensión de la Luisiana adquirida a los franceses, en el territorio de los actuales estados de Dakota del Norte y Dakota del Sur. Glass, que formaba parte de una expedición de cazadores de pieles, quedó gravemente herido y sus compañeros creyeron que moriría pronto. El comandante de la expedición decidió dejarle atrás, al cuidado de dos de los hombres de la expedición, el joven Jim Bridger y John Fitzgerald, para que le enterraran una vez falleciera. Bridger y Fitzgerald empezaron a cavar la tumba de un Glass inmóvil y aún vivo, pero un grupo de indios arikaras les sorprendió y huyeron, dejando a aquel a su suerte. El malherido trampero sobrevivió contra todo pronóstico y emprendió, a trancas y barrancas y con numerosas heridas en el cuerpo, una odisea para regresar al campamento base, Fort Kiowa (Misuri), a unos 300 km de distancia. Una vez “en casa” y recuperado, Glass buscó a los hombres que le habían abandonado para vengarse de ellos.

El renacido cuenta una de esas historias que suelen gustar a los estadounidenses: el relato de una épica empresa de supervivencia por parte de un “hombre de la frontera” y en un medio adverso. Una historia de combates contra animales salvajes e indios (perdón, nativos norteamericanos) feroces y enemigos del “hombre blanco”; de pioneros en un territorio casi desconocido, en un interior del continente que apenas se había hollado y que ofrecía muchas oportunidades para hacerse rico si uno reunía valor y esfuerzo. El hombre contra la naturaleza, la civilización (o los atisbos de tal) contra el salvaje indio (sin importar quién estaba allí antes), la frontera como territorio de oportunidad. Estamos, pues, ante una historia más de la conquista del Oeste de los Estados Unidos en el siglo XIX.

Alejandro G. Iñárritu toma las riendas de un proyecto que, a partir de la novela homónima de Michael Punke, se venía gestando desde varios años antes y pasó de un director a otro (y de unos actores protagonistas a otros). Leonardo DiCaprio, a la caza obsesiva del Oscar, asume el papel de Hugh Glass, mientras Tom Hardy –ambos, recordará el espectador, coincidieron en Origen (Christopher Nolan, 2010)– interpreta al traidor Fitzgerald. ¿Cómo volver a contar un relato que el estadounidense interesado en la historia de su país conoce (más o menos) al dedillo? Pue otorgando un protagonismo destacado a la naturaleza, en la senda de películas anteriores de tramperos como Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sydney Pollack, 1972), cuyo eco en este filme es más que evidente (incluida la ingesta de hígado de bisonte) o de hombres blancos supervivientes como Un hombre llamado Caballo (Eliot Silverstein, 1970); dándole una particular vuelta de tuerca a los westerns con indios de por medio y haciendo de los arikaras un enemigo presente del que conviene huir; mostrando las consecuencias del ataque de la osa en el magullado cuerpo de Glass y en su azaroso viaje de regreso; planteando, en definitiva, la historia de una venganza desde un prisma menos ampuloso de lo que se podría pensar e incidiendo de soslayo en la religión como catalizador de emociones y mentalidades. 

Quizá las dos horas y media que dura esta película sean algo excesivas si se tratara únicamente de contar una historia de supervivencia y venganza, pero el metraje no pasa factura en demasía gracias a un elemento esencial: la cuidadísima fotografía de Emmanuel Lubezki (habitual en el cine de Terrence Malick, Alfonso Cuarón y el propio Iñárritu), que consigue capturar la atención del espectador. Una fotografía que se basa única y exclusivamente en la utilización de luz natural, hecho que forzó que el rodaje se realizara en sesiones de dos o tres horas diarias para captar el momento exacto que tanto Lubezki como Iñárritu querían para la película (y que alargó el rodaje más de lo que el equipo artístico y técnico hubiese querido). Esa utilización de una luz diurna crepuscular es de lo más destacable de una película que, además, se inicia con una memorable secuencia de ataque de los arikara al campamento de los tramperos, cuyos supervivientes se ven obligados a dejar atrás la mayor parte de los fardos de pieles. Esa escasa luz natural a última hora de la tarde es la que alumbra la supervivencia de Glass y su largo y doloroso peregrinaje de regreso a casa a través de valles y montañas nevados, ríos caudalosos y de escurridizos meandros.

La película se mueve bien en la odisea de Glass, con secuencias hermosas como el encuentro con un indio pawnee o simbólicas como el “refugio” en el interior de una caballo eviscerado ante una ventisca (un segundo “renacer”); pero se resiente con el añadido de tramas paralelas, como la de un grupo de arikaras que buscan a la hija de su jefe, secuestrada por unos exploradores franceses (y que no deja de ser el reverso de Centauros del desierto de John Ford), o con el particular viaje de Fitzgerald y Bridger a Fort Kiowa, con disquisiciones a cargo del primero sobre la impronta de la religión (la búsqueda de Dios en lo desconocido, como los primeros anacoretas de los primeros siglos del cristianismo en los desiertos egipcio y sirio). Tramas secundarias que engordan una película que, con menos ambición argumental, funcionaría mejor de lo que ya funciona. 


Si la naturaleza salvaje focaliza gran parte de la atención del espectador, no lo hace menos la inmensa interpretación de DiCaprio y Hardy en roles muy diferentes pero a la postre con puntos en común: ambos, a su manera, son supervivientes y deben luchar tanto contra un medio hostil como consigo mismos. La naturaleza pone obstáculos a los objetivos de ambos: la protección del hijo de uno, Glass, que ha sido capaz de buscar puntos de contacto con los “salvajes” indios (“salvaje” es una de las palabras que más pronuncia Fitzgerald), y la búsqueda de un beneficio personal, de una tierra que sea “suya” para Fitzgerald, que personifica al individualista por antonomasia. Un imprevisto (el ataque de la osa a Glass) pondrá en un brete a ambos personajes: Glass forzado a sobrevivir en soledad y malherido, y Fitzgerald impelido a realizar un mal paso que marcará su destino. La sombra de la redención une y al mismo tiempo separa a ambos personajes, cada cual siguiendo su propio código de valores. “La venganza está en manos de Dios, no en las mías”, se dirá en el tramo final de la película, mientras los dos personajes a su manera buscan escapar de las redes de un destino escrito en sangre.

Iñárritu imprime su particular sello a una película que supone, tras Birdman, su definitivo afianzamiento en la industria cinematográfica estadounidense; como en su anterior película, hay un cierto elemento onírico en esta otra, aunque más atenuado (¿qué hay más misterioso que la propia naturaleza en sí?). El elemento místico, que en cierto modo siempre ha acompañado su cine, también queda algo más difuminado, siendo esta una de las películas más convencionales del director mexicano. Quizá Iñárritu haya aprendido a contenerse un poco a sí mismo, a dejar en barbecho su idea del pesimismo existencial. Quizá tenga también que dejar de buscar la perfección o la grandilocuencia. 


En conclusión, El renacido se erige como una parábola cruda y al mismo tiempo hermosa de la lucha del hombre contra el medio que le rodea; una historia de supervivencia y venganza que no rehúye, de refilón, la mirada sobre el “pecado original” de Estados Unidos como nación: la lucha sin piedad contra los que resistieron el avance del “pionero” blanco en el interior de un país en construcción. Aunque, en aquellos años de la década de 1820, fueran los “salvajes” quienes les dieran pal pelo a los “civilizados” hombres blancos.

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