A estas alturas de la película, Quentin Trantino
ya no sorprende a nadie: sabemos perfectamente de qué pie calza, cuáles
son sus filias cinematográficas y qué nos va a contar. Puede cambiar la
trama, la puede trasladar a períodos "históricos" distintos, puede
juguetear con los géneros (aunque en realidad siempre hace el mismo: el
suyo), y probablemente el espectador que se siente en una butaca en una
sala de cine espere eso, ni más ni menos; a los seguidores
incondicionales les extasiará, a los que arrugan la nariz y levantan la
ceja con su manera de hacer cine les confirmará sus prejuicios, y a los
que ni una cosa ni la otra (quizá me ubique entre estos), para quienes
cada película de Tarantino es una oportunidad para salmodiarnos y
repetir aquello de "bueno, a ver qué nos cuenta éste ahora", y quizá
maravillarnos (Pulp Fiction, Malditos bastardos), o quizá estomagarnos (Jackie Brown, especialmente Kill Bill, bastante de Django desencadenado),
mientras nos preguntamos en qué quedó la sorpresa de Reservoir dogs.
Pues (remarco el quizá) en que lo que antes sorprendía ahora es un
carrusel que siempre funciona igual, se escucha igual y entretiene más o
menos igual. O no: quizá algo menos. Lo que sí puede quedar claro es
que esos largos metrajes a los que suele acostumbrarnos el amigo Quentin
acaban pasando factura: Los odiosos ocho es un clarísimo ejemplo.
Tarantino ha ido derivando paulatinamente su carrera hacia su género preferido: el western.
Quizá todas sus películas sean, de una manera u otra, un western
hibridado, y quizá en todas ellas haya querido hacer un homenaje a la
variante del spaghetti western,
que tanto suele adorar y referenciar en prácticamente cada película
suya. Puede que incluso sus películas del siglo XXI sean una carrera más
o menos coherente hacia la creación de otra variante del western, la
suya, que paulatinamente empapa con bastante de gore, de comedia cada
vez más negra y de una idea de "historia" estadounidense pasada por un
tamiz propio en el que la plasmación del racismo está cada más presente.
Los odiosos ocho es una
derivación de Django desencadenado, en un tiempo algo posterior y en
otro escenario: un Wyoming en el que la ventisca atrapa a unos
personajes en una peculiar "mercería" en medio de la nieve y las
montañas. Pero, claro está, no pueden ser personajes cualesquier y entre
la pléyade de "odiosidades" tenemos a un mayor unionista negro (Samuel
L. Jackson), un general anciano confederado (Bruce Dern), un sheriff que
antes formaba parte de una banda familiar de renegados del sur (Walton
Goggins), un mexicano algo desubicado (Demian Bichir), un verdugo con
acento inglés (Tim Roth), un extraño "escritor" (Michael Madsen) y la
pareja que actúa de leitmotiv de la narración: un rudo cazarrecompensas
(Kurt Russell) y una prisionero a la que van a colgar por sus crímenes
(Jennifer Jason Leigh). Habrá más personajes, por supuesto, y alguno de
ellos tan odiosos como estos ocho que, a causa de esa ventisca, se ven
obligados a convivir durante unas horas en esa mercería perdida en las
montañas, con la desconfianza como seña y el gatillo bien fácil si se da
el caso.
Lo mejor de esta película está en la secuencia inicial: un Cristo
crucificado de madera y medio tapado por la nieve que cae sirve de
estampa a medida que la imagen se amplía y observamos la llegada de una
diligencia a través de un precioso escenario, tan blanco y pulcro que
cuesta creer que pronto se teñirá de rojo; se escucha la estupenda
música de Ennio Morricone y aparecen los títulos de crédito, el
espectador se deleita, mejor inicio no puede haber para un western
extralargo en el metraje y curiosamente mínimo en cuanto a los
escenarios: una cabaña en las montañas. Pues prácticamente toda la
acción (al menos pasados los primeros veinte minutos) transcurre en esa
mercería. Tarantino se toma su tiempo (demasiado) para presentar a esos
ocho personajes odiosos (cuesta poco hacerlo: la violencia impregna cada
poro de su piel), hacerles coincidir en el mismo escenario y destapar
la caja de los truenos; o quizá jugar al tiro al blanco con un juego de
muñecas matrioshka. O hacerse un Diez negritos
de Agatha Christie. O insuflar en sus personajes unos diálogos a menudo
ácidos (la conversación de Samuel Jackson con Bruce Dern acerca del
hijo de éste último), generalmente duros y progresivamente cansinos. No
pueden faltar los momentos en el que todo se va al garete y se lía
parda, la estructura episódica marca de la casa y el flashback de turno
que se supone completa el puzzle que poco a poco se ha montado delante
del espectador. Varios momentos cumbre (en cuanto a lo sangriento) y un
final más o menos abierto. Mézclese bien, sírvase en un chupito de
whisky y, voilà!, he aquí la última película de Quentin Tarantino.
Pero ya no es suficiente, al menos para mí. Dilatar tanto el metraje
para, básicamente, mostrar variaciones de lo que siempre ha hecho
Tarantino no es suficiente: de hecho, es excesivo. Tampoco es suficiente
con ofrecerle entretenimiento al espectador: a los treinta o cuarenta
minutos personalmente estaba aburrido e incluso algo amodorrado (quizá
sea por la primera sesión de la tarde, pero no soy de los que se duermen
en una sala de cine), y me he temido lo peor. Afortunadamente la cosa
remonta con un par de giros en la trama, pero para mí no es suficiente:
no más sangre, más tiros y más nigger por aquí y bitch
por allá animan el cotarro (los reniegos en castellano de Bichir en
parte lo logran); un cotarro que cada vez sabe más a lo mismo, quizá
como el estofado de Minnie, parafraseando a Jackson, que da igual la
carne que lleve. Llega un momento dado en el que ese estofado, por muy
suculento que sean, cansa. Y simplemente sigo viendo la película, con un
interés más o menos lineal, esperando un final (narrativo y de metraje)
y deseando estirar las piernas.
Los odiosos ocho encantará a los
tarantinianos y no saldrá uno del cine maldiciendo el dinero gastado.
Pero también se queda ese uno con la sensación de que Quentin Tarantino
ha tocado techo (si es que no lo había hecho con Django desencadenado
o con alguna otra película anterior); que su manera de hacer cine sigue
sin dejar indiferente a nadie, pero ya apenas sorprende o provoca el
entusiasmo de sus primeras obras; que incluso escribe y dirige con el
piloto automático en ocasiones. Más carnaza, más madera, pero la
locomotora sigue funcionando (¿hasta cuándo?). Pero quizá ya algunos
estemos un poco hastiados de que el viaje de ese tren siempre acabe
llevando al mismo destino. O que incluso en el trayecto sueltes algún
bostezo. Mala señal, me temo...
Una película interesante y una propuesta que sólo pudo ser de Tarantino, pues siempre elige a actores que sean capaces de desarrollar un buen personaje. La versatilidad de un actor puede llevarlo al éxito, en esta ocasión Walton Goggins encarna en la serie Vice Principals a un Vicepresidente ambicioso por el poder que se encuentra con Neal Gamby (Danny McBride) y ambos desean ser el Director de la escuela, así que harán todo lo posible por conseguirlo. Dejamos atrás al personajes de Walton en The Shield como Detective o en peliculas como Los odiosos ocho, así nos muestra que puede ir desde lo dramatico y de suspenso hasta lo cómico como en esta serie.
ResponderEliminar