25 de enero de 2016

Crítica de cine: La juventud, de Paolo Sorrentino

Hay en el póster de esta película, una secuencia ya muy avanzada la misma, que no deja de tener su reverso irónico. Evocando aquella escena del libro bíblico de Daniel sobre la púdica Susana, vemos a dos ancianos admirando el cuerpo desnudo de quien en la cinta es Miss Universo. Hay más sorpresa y desmemoria que lujuria en la mirada de estos dos hombres ancianos frente a la exuberante de quien podría ser simplemente etiquetada simplemente por su belleza física. Quizá también en el título de la película, La juventud, subyace una ironía más: los protagonistas de la película son dos ancianos que pasan un tiempo en un balneario en Suiza. Un director de orquesta y compositor, ya retirado (Michael Caine), que reflexiona sobre lo que ha significado la vida, sobre lo que ha hecho bien y especialmente lo que ha hecho mal, y que en ese tramo final de lo que será la existencia se siente más apático que con ganas de dejar un legado, por muy inmaterial que éste pueda ser, por otro lado, un director de cine de éxito (Harvey Keitel) que sigue en danza y ultima, junto a un equipo de jóvenes guionistas, la que puede ser su última obra (¿maestra?). El genio musical que lo ha dejado todo tras de sí (y se niega a volver a llevar la batuta, aunque sea la mismísima reina de Inglaterra quien se lo pida) y el que se resiste a dejar de crear historias para el cine, un trabajo más que pueda ser interpretado por su musa, una actriz también en la ancianidad (Jane Fonda). Ambos, Fred y Mick, son amigos desde hace muchos años, incluso mantienen una relación familiar, pues la hija de Fred (Rachel Weisz) está casada con el hijo de Mick. Ambos "viven" en ese hotel-balneario de lujo en medio de los Alpes suizos, que recuerda inevitablemente aquel que recreara Thomas Mann en La montaña mágica (de hecho, gran parte de las escenas del balneario se han rodado en el Hotel Schatzalp de Davos, en el que se ubica la novela del aclamado autor alemán); dejan pasar el tiempo, conviven con familiares y colaboradores (Lena, la hija de Fred, también pasa un tiempo en el hotel) y se interrelacionan con una sucesión de personajes a cual más peculiar: la citada Miss Universo, un actor que prepara un papel que haga que el público deje de mencionarle siempre un rol de robot que interpretó en una película de éxito, un orondo sosías de Maradona (pero mucho, mucho, mucho...), un misterioso matrimonio que apenas abre la boca en el comedor, un niño que aprende a tocar el violín, un escalador con quien entablará conversación Lena, etc. Vamos, se dirá, lo que te puedes encontrar en un balneario de lujo en Suiza... 

Paolo Sorrentino, tras homenajear La dolce vita de Federico Fellini en La gran belleza, parece que ahora hace lo mismo en esta película, una puesta al día (a su manera) de Fellini 8½, aunque me temo que el resultado en esta ocasión es diferente. La gran belleza fue tildada de ser plato para estetas, idea que no comparto, y en ella también podían verse a una serie de personajes secundarios a cual más peculiar, sobre los cuales destaca la mirada (más o menos) desilusionada de Jep Gambardella (Toni Servillo). En esa película la ciudad de Roma era tan protagonista como el propio Jep, una ciudad en el que lo clásico y perenne convive con lo vulgar y moderno, de modo que el propio Jep podía sentirse desubicado o indiferente al ritmo de una ciudad que podía percibir que (ya) no era la suya. En La juventud, sin embargo, el pesimismo —la apatía, más bien— y la visión desencantada del presente (la ancianidad) por parte de Fred resulta menos intrigante, menos seductor y más desolador por lo que ello conlleva, que el aparente dolce far niente de Jep. Fred no es Jep, eso está claro; la ironía que sale por los poros de Jep no casa con la amargura de Fred, la que siente en esta última etapa de su vida o la que le echan en cara (empezando por su propia hija). Jep trabajaba y vivía, Fred apenas ha tenido otra vida que no fuera la música, a la que se ha entregado con pasión desbordante pero sin gozar de sus frutos. Mick, reverso y amigo de Fred, resultará estar hecho de otra pasta, pero tampoco puede olvidar su propio bagaje y el modo en el que ha decidido vivir su vida. Ambos son ancianos pero no parecen tener demasiada nostalgia de esa "juventud" del título de la película. Resulta, por tanto, lógico que los ojos que posan sobre la Susana que se adentra desnuda en la piscina no tengan lascivia, sino una tímida sorpresa y un amago de curiosidad. 

Como en su anterior película, el placer "estético" puede verse alimentado en esta otra, hasta el punto de desbordarse; del mismo modo, se mantiene esa óptica felliniana alrededor de una serie de personajes peculiares —grotescos, en algún caso—, aunque sorprende menos. Quizá también por el hecho de que un balneario en Suiza, por muy buenas vistas que tenga, apenas puede competir con el legado que acumula una ciudad como Roma. Quizá lo que entonces fuera un espectáculo para los sentidos, ahora resulte postureo, incluso roce la ridiculez. Hay momentos brillantes en esta película: Fred dirigiendo la "orquesta" de la naturaleza, la ensoñación de Mick con los personajes de sus películas, la conversación del actor en crisis con Miss Universo, el reencuentro de Mick con su musa (una Jane Fonda como se suele decir, y abusar, "en estado de gracia"). Pero la primera hora del filme, interesante, visualmente un regalo para los ojos y los oídos, poco a poco languidece en la segunda hora en una reiteración de postureos, imágenes ya vistas (por muy "nuevas" que puedan parecer) y en un final que se alarga demasiado (momento climático incluido... y que no revelo)... como si el propio Sorrentino no supiera/quisiera/pudiera decidirse a cerrar su película. O quizá es que nos esté dando lo mismo que con La gran belleza... pero a peor. 


Estimable película del director italiano, pero que va de más a menos y que deja en el espectador (al menos este que escribe) con una sensación agridulce. Sorrentino se mueve entre la brillantez y la (auto)complacencia, y puede que estire una fórmula que con su anterior película bastaba y sobraba (y muy bien, por cierto). Pero ahora, por muy bonitas que sean las vistas en los Alpes suizos, y por muy elaborado que sea el envoltorio, sabe a un plato recalentado. Sabroso, sí, pero recalentado.

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