15 de junio de 2015

Reseña de 1927: un verano que cambió el mundo, de Bill Bryson

Una de las cosas que tiene claras quien escribe esta reseña y que debe dejar clara de entrada es que ni de lejos va a hacerle justicia al libro, ni va a resultar tan amena su recensión ni desde luego va a poder resumir su contenido sin acabar haciendo uno spoiler sobre el papel. Pues la gracia y el placer de 1927: un verano que cambió el mundo (RBA, 2015) está en su lectura adictiva y tremendamente seductora (incluyamos al traductor entre los parabienes), en dejarse llevar por el estilo del autor y en ese vaivén a lo largo del verano de 1927 (aunque, cómo no, los numerosos flashbacks son más que necesarios para ubicarnos en el tiempo, el espacio y, desde luego, unos personajes estadounidenses, en su mayoría, que es posible que en muchos casos no sean conocidos por el lector hispano). Bryson se centra en ese verano, entre mayo y septiembre de 1927, para sacar a la palestra a una serie de personajes y una pléyade de historias y hechos que sucedieron en esos meses y cuya trascendencia fue enorme en las décadas posteriores. Hipérboles al margen, no hay duda de que el mundo sería muy diferente hoy si Charles Lindbergh no hubiera tenido éxito en su aventura de cruzar el Atlántico, de Nueva York a París, en solitario y sin hacer escalas; fue una de las muchas «expediciones aéreas» que tuvieron lugar en esos meses y fue la más exitosa, pero tarde o temprano habría habido otro piloto que hubiera logrado aterrizar en el aeropuerto de Le Bourget (hubo franceses, italianos e incluso argentinos que lo intentaron entonces). El hecho de que lo lograra quien a priori parecía reunir menos méritos fue lo que sorprendió a unos y otros; que su nacionalidad fuera estadounidense cambió la balanza, porque por primera vez un estadounidense lograba capturar la atención mundial; y con él el dominio global de un país que desde entonces no dejaría una particular primacía en numerosas cuestiones.

Bill Bryson.
Lindbergh logró en apenas 33 horas cambiar el modo en el que era percibida la aviación en todo el mundo. Bryson narra con detalle (aunque no afán de exhaustividad) cómo la aviación se había convertido en la nueva aventura que captaba el interés de millones de personas con apenas un par de décadas de existencia. Los vuelos interiores y continentales ya se habían realizado con mayor o menor éxito, pero cruzar el océano Atlántico era la gran prueba a realizar. No fueron pocas las expediciones que acabaron con la desaparición de los pilotos y aviones que la emprendieron; la promoción de un premio en metálico (25.000 dólares), a cargo del hotelero Raymond Orteig, para quien lograra la proeza animó a muchos pilotos y personal de todo tipo para preparar una expedición. Lo importante fue el viaje, sí, pero lo que lo cambió todo fue el éxito, la consecución, la llegada al destino. Y Lindbergh, un muchacho de Míchigan de apenas 25 años y pocos conocimientos en aeronáutica, simbolizó ese cambio. La aventura se relata con detalle en el libro, pero el acierto de Bryson está en hacer hincapié en el particular «infierno» de éxito, gloria y reconocimiento que tuvo que vivir Lindbergh en los meses y años siguientes: giras interminables y recepciones ante millones de personas (caso de su regreso triunfal a Nueva York), discursos y fiestas que dejaban exhausto a un tímido piloto que lo que menos deseaba era ese impacto público. Nunca más lograría Lindbergh alcanzar algo que estuviera mínimamente a esa altura; su carrera posterior se quedó estancada por el hecho de haber pilotado el Spirit of Saint Louis; el trauma por el secuestro y asesinato de su hijo en 1932 sería enorme, así como la pérdida de apoyo general por sus filias nazis a finales de la década de 1930 y principios de los años cuarenta; su vida personal sería un misterio para ajenos y especialmente propios, y para cuando muriera, en 1974, quizá no fueran muchos (ni una millonésima parte, quizá) quiénes se acordasen, en plena era de la aviación comercial, que él había dado inicio a los grandes viajes intercontinentales.

Las masas rodean el Spirit of Saint Louis tras su llegadal aeropuerto de Le Bourget, en Parìs, el 21 de mayo de 1927.
Lindbergh simbolizó la eclosión de «lo estadounidense» en la década de 1920. Los «locos años veinte», la época de la Prohibición (la Ley Seca), de Al Capone en Chicago, de la anodina presidencia de Calvin Coolidge (quizá uno de los mandatarios estadounidenses menos interesados en realizar las labores del cargo), de la burbuja bursátil y de los créditos a mansalva para comprar acciones… y radios, automóviles, electrodomésticos, casas, etc. La época en la que Henry Ford dejó de fabricar el Ford T porque la competencia se le había echado encima con automóviles con mayores prestaciones; el verano de 1927, que podemos hacer extrapolable a toda la década, en el que George Herman Babe Ruth logró el mayor récord de home runs en la liga de béisbol (60, cifra no superada hasta 19619 con los Yankees de Nueva York, pero sin olvidar los 47 que logró su compañero de equipo, el no menos mítico Lou Gehrig, y la labor del resto del equipo, logrando que éste sea considerado quizá como el mejor de todos los tiempos en un terreno de juego. Sin duda, los aficionados al béisbol, «the national pastime», el deporte estadounidense por antonomasia, disfrutarán con el relato de las andanzas de la pareja Ruth-Gehrig, así como el resto del equipo de los Yankees, de otros combinados, de las ligas nacionales, de los empresarios de turno y de los millones de seguidores que acudían a ver los partidos que, muchos de ellos, se celebraban entre semana y en horario laboral. 

Babe Ruth en pleno bateo.
Lindbergh, Babe Ruth y Gehrig simbolizaron el triunfo en esa década, reconocido y admirado masivamente; menos reconocimiento, por no decir ninguno, tuvo Philo Fansworth, considerado el inventor de la televisión, pero que no pudo disfrutar de las mieles del éxito, a pesar de tener numerosas patentes, de las que se aprovecharon (sin pagar derechos) empresarios de la radio como David Sarnoff. A su vez, Jack Dempsey vivió su particular auge y caída en el mundo del boxeo en aquellos años y, especialmente, en septiembre de 1927, cuando ante 150.000 personas disputó un combate de revancha por el título mundial ante Gene Tunney, quedando la sombra de la sospecha ante la «cuenta larga» que se produjo en aquel encuentro pugilístico (dejo al lector el placer de saber, si no lo conoce, el resultado de aquel combate). Y qué decir del éxito de una película, El cantante de jazz, considerada la primera película sonora de la historia del cine (aunque estrictamente no lo fuera), producida y estrenada en febrero de aquel año y que cambió (eso sí) y para siempre el cine; no menos interesante es el relato de Bryson acerca de la inauguración de fabulosos palacios que se convirtieron en increíbles (cuesta imaginarlo hoy día) recintos para visionar películas, como el Roxy Theatre, abierto al público precisamente en ese año 1927, con capacidad para casi seis mil espectadores y que jamás fue lo suficientemente rentable como para enjugar los enormes costes de construcción. Y ese año fue también el de la ejecución de los anarquistas Nicola Saco y Bartolomeo Vanzetti, por un atraco a mano armada que acabó en doble asesinato siete años antes; un caso sobre el que siempre planeó la sombra de la injusticia, que se produjo en un período de turbulencias y atentados terroristas entre 1918 y 1920 (un Trienio Rojo), y sobre el que Bryson deja la idea de que quizá los dos acusados no fueran tan inocentes como siempre proclamaron.

Calvin Coolidge y esposa a la izquierda, Al Capone en el centro y Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti a la derecha.
Hay muchos años en los que ocurren cosas que cambian la percepción de las personas, por la cantidad de hechos que sucedieron y que simbolizaron un antes y un después en la historia: 1989 podría ser uno, si echamos la vista atrás. Bill Bryson consigue que nos fijemos en 1927 (en el que sucedieron muchas más cosas de las [inevitablemente] resumidas en estas líneas) y nos sintamos instantáneamente atrapados y seducidos por la narración de unos hechos que, durante ese verano, lograron la atención mundial, en algunos casos, o que cambiaron muchas cosas, más discretamente en otros casos. Quizá nos maravillemos ante lo que sucedió en aquel verano; y si lo hacemos es que no hemos perdido (del todo) la capacidad de sorprendernos a mostros mismos. Y menos con un libro. Ya sólo por eso vale la pena acercarse a ese libro y dejarse llevar por la narración. Y todo empezó con el viaje en avión por parte de un tímido muchacho…

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