11 de mayo de 2015

Reseña de Los señores de las finanzas. Los cuatro hombres que arruinaron el mundo, de Liaquat Ahamed

En un temario de historia del siglo XX, el crash de 1929 suele ser un hueso duro de roer. Entender qué pasó, cuál fue el camino hacia el desplome de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929, cuáles fueron las consecuencias en los primeros años treinta y cómo se salió de la Gran Depresión, no es fácil. No es un tema que se preste a un debate entre profanos en economía, aunque cada vez estamos más informados al respecto. Incluso el libro clásico sobre el tema, El crash de 1929 de John Kenneth Galbraith (1954) requiere de unos ciertos conocimientos previos de un lector que, si no está un poco avezado en cuestiones económicas más o menos básicas, puede perderse. Sin embargo, es posible trazar la senda que llevó al desplome del sistema capitalista en el período de entreguerras y a su posterior recuperación. Hubo señales, precedentes (en 1907 se produjo el anterior crash), la posguerra afectó a las economías de los países en liza (Alemania, especialmente) y, económicamente hablando, sólo hubo un vencedor, Estados Unidos. Pero las actuaciones de cuatro hombres encendieron la mecha que, mediante la década de los años veinte, conduciría a la Gran Depresión. Los señores de las finanzas. Los cuatro hombres que arruinaron el mundo de Liaquat Ahamed (Deusto, 2010) es algo más que un libro de historia económica focalizado en un período de tiempo determinado (entre la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión). Es también una pequeña colección de pequeñas historias personales.

Para empezar las historias de los cuatro señores de esta imagen: Benjamin Strong Jr., presidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York entre 1914 y 1928; Montagu Norman, gobernador del Banco de Inglaterra entre 1920 y 1944; Hjalmar Schacht, presidente del Reichsbank alemán entre 1923 y 1930; y Émile Moreau, presidente de la Banque de France entre 1926 y 1930. Cuatro hombres que, al frente de los bancos centrales de sus respectivos países (Strong, si acaso, era el presidente de una de las sedes descentralizadas de la ReservaFederal estadounidense, lo cual también le dio bastante libertad de movimiento en comparación con sus colegas), influyeron en una de las cuestiones esenciales de la economía monetaria del período de entreguerras: el patrón oro. Hay que tener en cuenta que, en aquellos años, aunque hablemos de bancos centrales (sobre todo para simplificar), los cuatro bancos citados seguían siendo de capital privado, respondiendo especialmente ante sus accionistas aunque también tenían el objetivo de preservar el valor de la moneda. Por ello, hay que insistir en la importancia que hasta esa época tuvo el patrón oro, que ligaba el valor de la moneda a una cantidad de oro determinada. Conviene recordar que la mayor parte del oro por entonces no estaba en circulación, sino enterrado en depósitos bajo tierra, apilado en lingotes en las cámaras acorazados de los bancos centrales. Estos bancos centrales velaban por estos depósitos, tenían el derecho de emitir moneda y, por tanto, legalmente estaban obligados a disponer de una determinada cantidad de lingotes de oro como aval del papel moneda que emitían. Economía básica del período de entreguerras, para entendernos.

Las consecuencias de la Primera Guerra Mundial fueron devastadoras para un país como Alemania, que además de perder parte de su extensión y de su población, y de pasar a ser responsabilizada con la culpabilidad de la guerra, tuvo que soportar el peso de unas indemnizaciones, en teoría para sufragar la devastación que había realizado en los países ocupados durante el conflicto (esencialmente, Francia y Bélgica). La realidad es que las indemnizaciones fueron otro elemento más para castigar a la República alemana en ciernes. Por el Tratado de Versalles se estipuló una cantidad determinada, matizada en posteriores conferencias y reasignada en varios planes (Dawes, Young). Francia, vencedora de la guerra pero temerosa del resurgimiento alemán, impuso unas condiciones durísimas, prácticamente imposibles de ser aceptadas y mucho menos cumplidas, y cuando quiso aumentar la presión, en momentos en que Alemania sufría un fortísimo proceso de hiperinflación, ocupó militarmente la cuenca del Ruhr, uno de los pulmones industriales de Alemania. Si en 1921 se estipuló que las indemnizaciones que debía pagar Alemania durante más de sesenta años serían de 12.000 millones de dólares (equiparables, hoy día, a 2,4 billones de dólares), la realidad fue que poco más de una década después, cuando con Hitler ya en el poder se cerró el humillante grifo, el Estado alemán apenas había pagado 4.000 millones de dólares (casi un billón de dólares actuales). Por el camino, un régimen (Weimar), frágil desde el principio, se hundió, y una crisis financiera y económica transformó el mundo y no se superó sin el concurso de otro conflicto general más devastador aún que el iniciado en 1914.

Al terminar la guerra del 14, el sistema financiero mundial sufrió las consecuencias. Reino Unido, Francia y Alemania estaban virtualmente en bancarrota, sus economías oprimidas por las deudas y su población empobrecida a causa del aumento de los precios. La libra, el franco y el marco se hundieron. Frente a estas monedas, el dólar se erigió en la salvaguarda del sistema capitalista y, mediante el tiempo, en el sustituto del patrón oro. Liaquat Ahamed nos introduce en las amenísimas páginas de su libro, merecedor del Premio Pulitzer de Historia 2010, en los esfuerzos de los cuatro banqueros anteriormente citados por «reconstruir el sistema financiero internacional» tras la guerra y describe «cómo, durante un breve período de mediados de la década de los veinte, pareció que lograban su objetivo: las monedas eran estables, el capital empezó a circular libremente por el mundo y resurgió el crecimiento económico. Sin embargo, bajo la superficie del rápido desarrollo urbano empezaron a aparecer grietas y el patrón oro, que todos habían creído que actuaría como paraguas de la estabilidad, resultó ser una camisa de fuerza» (p. 24), hasta el punto de que, poco a poco, siendo Estados Unidos el último y con Franklin D. Roosevelt en la Casa Blanca, abandonaron el patrón oro como faro macroeconómico.

Liaquat Ahamed.
No se asuste el lector: estamos ante un libro de historia económica, pero que tiene mucho de historia. A través de las biografías de Montagu, Strong, Schacht y Moreau, asistimos a la lenta descomposición de un mundo (financiero) y al auge del sistema capitalista 2.0 que conocemos hoy en día y que, crisis de 2007 en adelante (con avisos en 1987, 1994, 1997-1998 y 2000) parece que va camino de evolucionar a la versión 3.0 (quizá estemos en la 2.5 actualmente). Y es que la cuestión particularmente personal de cada uno de estos protagonistas importa: modelaron la economía de su época dejándose llevar por sus filias y fobias particulares. Añadamos un quinto personaje en esta obra, John Maynard Keynes, quien en 1919 ya avisó con su libro Las consecuencias económicas de la paz de que presionar en exceso a Alemania con las indemnizaciones era una locura y que encabezó una campaña para erradicar el patrón oro como baluarte de las reglas del juego. Más joven que los cuatro presidentes de bancos centrales, Keynes, «un observador independiente, un mero comentarista […], pronunciando su discurso entre bastidores, con su ingenio irreverente y juguetón, su intelecto brillante y siempre inquisitivo y, sobre todo, con su extraordinaria capacidad para tener razón» (p. 27), se erigió en un particular Pepito Grillo, «un moscón, un catedrático de Cambridge, un millonario hecho a sí mismo, escritor, periodista y autor de best-sellers que escapaba del paralizador consenso que acabaría conduciendo al desastre» (p. 28).

Quizá Benjamín Strong, que murió antes de que estallara la burbuja bursátil especulativa, pudo hacer algo al frente del Banco de la ReservaFederal de Nueva York, aunque también es cierto que con su incapacidad a obedecer reglas económicas al margen de la ortodoxia financiera conocida puso el pie en el acelerador hacia el desastre. Montagu Norman se negó a apartarse un ápice de lo que consideraba que era la esencia del sistema capitalista, o al menos una de ellas: el patrón oro. Incapaz de escuchar a nadie ni nada que no fuera su propio instinto, su autoridad se basaba en la larga permanencia al frente del Banco de Inglaterra, a la postre también la causante de su propia debilidad. Con Strong hizo buenas migas y forjó lazos de amistad que duraron hasta la muerte de éste último. Juntos enarbolaron la bandera del patrón oro y se negaron a realizar cambios, aunque eran conscientes de que la fortaleza del sistema podía venirse abajo si se insistía demasiado en castigar a la economía alemana. Hjalmar Schacht, orgulloso e inflexible, pudo poner freno a la hiperinflación que destruyó el marco entre 1921 y 1923 (el Rentenmark, la moneda que sustituyó al Reichsmark durante un breve período de tiempo, fue obra suya) y trató de imponer sus deseos al frente del Reichsbank que de ayudar realmente a la débil República a levantarse. Si es cierto que la República de Weimar tuvo demasiados enemigos poderosos y pocos amigos sólidos, Schacht se alineaba entre los primeros aunque, paradójicamente, durante su mandato en el Reichsbank estuvo al servicio de los segundos. Tanto daba: no tuvo reparo alguno en tratar de hundir toda iniciativa de los diversos gobiernos alemanes que trataban de paliar los efectos del pago de las indemnizaciones. Por último,  Émile Moreau, que fue el último en llegar y también el más desasistido, tuvo la clarividencia de prever que el patrón oro tenía los días contados.

Nunca se vieron los cuatro hombres al mismo tiempo. En una reunión en Nueva York en 1927, se vieron Strong, Normal y Schacht; Moreau envió a su vicepresidente, Charles Rist. No crea el lector que estos cuatro hombres actuaban como si de una logia secreta se tratara, moviendo los hilos entre bambalinas. No, sus actuaciones fueron públicas, claras y manifiestas. Y en ocasiones contradictorias. Sus relaciones personales no fueron estrechas a nivel general: Strong y Norman fueron amigos, pero apenas soportaron a un altivo y generalmente insoportable Schacht, que a su vez despreciaba a Moreau, el cual tampoco es que fuera del agrado de Norman. Cada uno de ellos fue libre atarse o desatarse de las ligaduras del patrón oro, siendo quizá Strong quien entendía mejor su fortaleza (y sus debilidades), actuando Norman como un ciego devoto que tampoco tenía alternativa, despotricando Schacht de todo y de todos, y quizá mostrándose Moreau como el más discreto (y a la postre más racional) de los cuatro. Cuando en 1931 las consecuencias del crash financiero de Wall Street se habían ya transformado en las devastadoras fauces de la Gran Depresión, sólo resistía en su puesto Norman. Por poco tiempo, eso sí.

Estamos ante un libro de lectura poderosamente atractiva, que nos pone en situación de un modo que cualquier profano en guarismos y teorías económicas puede seguir de un modo asequible. Comprender las causas del crash bursátil de octubre de 1929 (las bases de la debilidad del sistema, unidas a una especulación bursátil desaforada), entender los mecanismos del patrón oro de un modo eficaz, asistir a la debacle de una democracia en ciernes (Alemania) y tratar de tener una panorámica general de una década, los años veinte, son los objetivos (cumplidos) de este libro. Y además con todo lo bueno de una historia bien tramada y desarrollada. Al finalizar la lectura, llegaremos a varias conclusiones. Entre ellas, quizá la más importante en última instancia, una que nos transporta al presente: «la Gran Depresión fue provocada por una ausencia de capacidad decisoria, por una falta de comprensión del funcionamiento de la economía. A lo largo del camino que condujo a la Gran Depresión y durante el tiempo que ésta se prolongó, nadie luchó más que Maynard Keynes por entender las reglas del juego. Creí que si podíamos acabar con el pensamiento «embrollado» –una de sus expresiones favoritas en materia económica–, la sociedad quizás lograra colocar la gestión de su bienestar material en segundo plano para dedicarse a lo que consideraba los temas centrales de la existencia, los «problemas de la vida y de las relaciones humanas, de la creación, del comportamiento y de la religión». A eso es lo que se refería cuando, durante un discurso pronunciado al final de su vida, declaró que los economistas son los «fideicomisarios, no de la civilización, sino de la posibilidad de civilización». No hay mayor testimonio de su legado a ese fideicomiso que el hecho de que, en los sesenta años transcurridos desde que pronunció aquellas palabras llenas de agudeza, el mundo ha evitado una catástrofe económica como la que le sorprendió entre 1929 y 1933» (p. 574).

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