10 de febrero de 2015

Reseña de Troya, de Gisbert Haefs

«He apurado la copa. Mascado y tragado las amargas heces; la copa está vacía. Que los otros sigan su camino y devasten el rico Tameri; Ulises quiere volver a casa. El tiempo de los grandes príncipes ha pasado; quiere volver a ser el pequeño príncipe de Ítaca.

Los grandes reyes. Agamenón. Príamo. Supiluliuma, despedazado por las mujeres de Azzi en Hattusa después de la última batalla. Maduwattas el tenebroso…

[…] Por todas partes pequeños príncipes, hoy; ¿por qué no yo también en casa? Príncipes hititas en pequeños países entre Ugarit y Carchemish. Pequeños príncipes se repartirán la herencia de Madduwattas, y Mopsos… caerá y tendrá pequeños herederos. Néstor, el pobre y viejo Néstor… ¿Quién le sucederá? ¿Menelao ha desaparecido? Bien está, ¿y ella? ¿La mujer entre todas las mujeres? ¿Desaparecida con él? ¡Ah! ¡Pobre Menelao, a solas con ella! Asur también caerá, Ninurta; y Tameri». (p. 508)
De tanto en tanto, uno echa mano de la relectura como ejercicio que no sólo significa volver sobre algo que ya se leyó. La relectura es una nueva aproximación a lo que se recuerda y dejó huella, para trazar un nuevo camino en la memoria y sentir (otra vez) sensaciones que parecían olvidadas. Soy un relector impenitente, me gusta volver a degustar un buen libro como me gusta volver a ver una buena película o sentarme de nuevo ante la pequeña pantalla y saborear de nuevo un episodio televisivo. Me gusta la dicotomía que se establece entre lo que se recuerda que se leyó y lo que ahora se asimila en una nueva relectura. De la relectura surge el placer de una (nueva) lectura y la (efímera) sensación de conocer (de nuevo) a unos personajes. De ella nace o se siente la nostalgia por aquello que una vez fue y que otra vez es. Me quedan cada vez menos años como lector (ley de vida) y quizá se pueda considerar que la relectura de lo viejo deja menos tiempo para el conocimiento de lo nuevo. Pero los libros del futuro que se van a leer ya están contados, del mismo modo que el tiempo que se le pueda dedicar mengua a cada lectura que se inicie: menos libros, menos tiempo, menos arena en el reloj. Pero precisamente porque el tiempo es inflexible, inexorable en su caminar, detenerlo es posible (o, si acaso, engañarlo) con una relectura. Por ello, tras las buenas sensaciones que me dejó el recentísimo libro de Eric Cline, 1177 a.C. El año en el que la civilización se derrumbó (Crítica, 2015), y habiendo encontrado a muy buen precio una algo ajada edición de Troya, de Gisbert Haefs (Edhasa, 1999) en el mercado de Sant Antoni barcelonés, decidí volver al Bronce Final, al Mediterráneo oriental y a Wilios/Wilusa/Ilion/Troya, novela que ya había leído, lustros ha, un par de veces en una edición de coleccionable de quiosco.

Gisbert Haefs (n. 1950).
Sobre la guerra de Troya (y la ciudad en sí misma) qué no se ha dicho ya en monografías, artículos, ponencias y comunicaciones de congresos… y novelas históricas. Esta es una reseña de una novela histórica, así pues toca incluirla como tal en esta categoría, pero es evidente que una novela como Troya, tal como está concebida y escrita, remite a la investigación arqueológica, filológica y en última instancia histórica acerca de la ciudad, la «cuestión troyana sive homérica» y el contexto de la etapa final de la Edad del Bronce en las últimas décadas. Uno tiene la sensación de que Gisbert Haefs (a quien no hace falta presentar a estas alturas) se ha documentado a fondo a partir de las excavaciones del equipo germano-estadounidense que dirigió Manfred Korfmann en el yacimiento de Hisarlik de 1988 a 2005. La Troya que Korfmann excavó descubrió una ciudad baja y reevaluó los datos que anteriores excavaciones (Schliemann, Dörpfeld, Blegen) habían sacado a la luz. Para entonces, teníamos diversos elementos a tener en cuenta: Homero y sus poemas, la tradición literaria griega y la contextualización de la «guerra de Troya» en un contexto egeo y la recreación de dicha tradición por novelistas históricos en ese contexto egeo, «griego», circunscrito, en cuanto a la producción de novelas, a la hoja de ruta homérica, los personajes, las situaciones y los clichés sobre Troya. 

No era la única mirada para los investigadores sobre Troya, desde luego, y mucho menos a medida que avanzó el siglo XX y la hititología entró en juego, la egiptología aportó más datos y documentos (las Cartas de Amarna), la cerámica añadía más datos, empezábamos a tener en cuenta el contexto del Levante asiático (Ugarit, las ciudades cananeas) y, con un debate no exento de polémica, asimilábamos conceptos que podían parecer etéreos como «Pueblos del Mar». El mundo egeo se quedaba demasiado pequeño y la (di)fusión de datos creaba un espacio más amplio (el Mediterráneo oriental), más diverso (el Egipto de las dinastías XIX y XX, el imperio hitita, la Asiria del período medio, Mitanni, la Babilonia casita, Chipre, Ugarit, las ciudades sirio-cananeas… y los Ahhiyawa o aqueos), más rico en matices (las rutas comerciales, el estratificado juego diplomático de las grandes potencias del Bronce Final, la inserción de Troya en el mapa, la explicación del desplome de un mundo globalizado). La mirada del equipo de Kormann en Troya se desvió del Egeo y se dirigió hacia Anatolia y el Levante asiático, con Egipto como potencia que hacía algo más que observar. Troya se erigía en ciudad que tenía tantos o más intereses en el reino hitita y la fachada occidental (egea) de Anatolia, Alashia (Chipre) y el contacto comercial hacia el este, que en disputar únicamente con elementos «griegos» en el Egeo o en los estrechos del Bósforo y los Dardanelos. Abriéndose el mapa, y vuelvo a la novela de Haefs, era inevitable que una nueva recreación ficcional histórica tuviera en cuenta todos estos elementos y ofreciera al lector un texto que, tomando la tradición homérica, aportara una interpretación (literaria, no necesariamente «histórica» o «historizada») fresca, diferente, casi o prácticamente «nueva».

Y a grandes rasgos es lo que consigue Troya. Haefs, como ya hiciera con anteriores novelas dedicadas a Aníbal (y Cartago) y a Alejandro (y Macedonia), no se conforma con volver a contar la historia de siempre. Para lectores acostumbrados a idealizar el ciclo troyano de Homero y los autores de la Antigüedad, dejar de dar vueltas sobre una historia que comenzaba con unas bodas (las de Peleo y Tetis), una manzana de la Discordia, un juicio de Paris, un romance entre un troyano y una aquea, y la consiguiente guerra que estallaba por un rapto, que culminaría en un conflicto de diez años, unos regresos (nostói) a casa y algunas odiseas varias, que terminaban con el final del mundo micénico y el inicio de una edad oscura; para esos lectores, decía, quizá les chocó el contexto, los personajes y la narración de la novela de Haefs. 

El autor alemán juega con diversos elementos y los presenta paulatinamente: de ese prólogo con Solón de Atenas «descubriendo» para su sorpresa que la historia de su «país» (griego) oculta muchas historias, pasábamos a las andanzas (cuando no aventuras) de un mercader asirio, Awil-Ninurta (el protagonista ficticio en esta novela, como lo fue el también comerciante Antígono en Aníbal o el músico Dimas en el díptico alejandrino del novelista), en Ugarit y del detallado engranaje de un grupo de comerciantes en el Mediterráneo oriental –con una isla refugio que evoca las islas de piratas de los siglos XVI y XVII de nuestra era, con ecos incluso de Sinbad y Las mil y una noches. Se hablaba de Asur, Tameri (Egipto), Ugarit, Arzawa, Alashia, Hattusa (la capital y por ende el reino hitita), Babilu (Babilonia), las ciudades sirio-fenicias; se narraban las disputas comerciales de Ninurta, la ugarítica Tashmetu, el rome (egipcio) Djoser, el sidonio Zaqarbal y otros tantos mercaderes con las autoridades políticas (y mercantiles) de Ugarit, a su vez dependientes del rey Supiluliuma de Hatti; se hablaba del oscuro y tenebroso Madduwattas de Arzawa, ora aliado y ora enemigo de hititas, de una guerra en Alashia, de un lejano rey en Wilusa llamado Prijamadu; se mostraban las negociaciones de Ninurta con Ugarit, su captura por soldados hititas, su huida y su particular odisea para regresar a un «hogar» que no tenía. Y el lector impaciente se preguntaba: «¿pero dónde está Troya? ¿Qué hay de Helena, Paris, Agamenón, Aquiles, Príamo, Héctor, el rapto, la guerra, el caballo de madera? ¿Qué me estás contando, Gisbert Haefs?». Ojo, podía haber ese lector, no es que necesariamente los que se aproximaran a la novela tuvieran esas sensaciones. ¿Dónde estaba Troya, se podrían preguntar muchos? 

El Mediterráneo oriental a finales de la Edad del Bronce (clicar encima de la imagen para agrandarla).

Haefs juega con diversas cartas, decía antes, y las muestra a medida que avanza la novela; la partida tiene varias manos e incluso se plantean faroles. Al final de cada capítulo, y mediante las «cartas» de Corinnos y las «narraciones» de Ulises, el lector encontraba, en pequeñas dosis, aquella hoja de ruta homérica. Pero Haefs no se la mostraba como la tradición había hecho durante siglos. «Este es mi tablero», parece decirnos, «y estoy colocando mis peones», se podría concluir. Y paulatinamente las aventuras de Ninurta y los mercaderes se mezclaban con la guerra que los hititas desarrollan en Alashia para hacerse con el control del cobre (pues los asirios, al este, se han hecho con las fuentes y rutas comerciales), mientras el propio rey hitita debe tener en cuenta la partida que juegan el oscuro Madduwattas en Arzawa y el rey Prijamadu (Príamo) en Wilusa (Troya). Por su parte, se añade la historia de cómo los reinos micénicos del «pasado» habían caído en manos de toscos invasores «aqueos», de cómo las disputas con el también micénico Príamo, que rige sobre una Troya que fue luvita y ahora es muchas cosas, traman, preparan y se disponen a entablar la «guerra de Troya», la lucha por el control de los estrechos, mientras Príamo (Prijamadu) tiene su flota comprometida en la guerra hitito-arzawa en Alashia. Y entonces Helena y Menelao, y Paris, y Agamenón, y Ulises, y la expedición, y Aquiles, y una guerra brutal, y unos mercaderes por medio, y un mensaje oculto en la memoria de un comerciante asirio, y un oscuro señor de Arzawa con una horrible dieta, y unas complejas jugadas (a varias bandas) diplomáticas, y unos refugiados, y una reacción a una guerra que se ha erigido en catábasis de un mundo, y un desplome, y un final que es un principio, y de nuevo Solón, y…

«La sal se ha vuelto sosa, ¿verdad?» dice uno de los mercaderes hacia el final de la novela. El mundo que han conocido se derrumba. Los viajes que han emprendido, de un lado a otro del Próximo Oriente asiático y del Mediterráneo oriental, se acaba. Una idea que permanece en el imaginario de la «cuestión troyana»: el final de los principados/reinos micénicos tras la destrucción de Troya y el regreso a casa; un regreso que trae muerte y exilio para muchos de aquellos príncipes que fueron a Troya. El final también del mundo que habían conocido las potencias del Bronce Final: cae Hatti, se destruye Ugarit, Chipre se rompe, se aíslan Asiria y Babilonia, resiste Egipto, migraciones e invasiones por toda la cuenca oriental del Mediterráneo. El mundo se comprime, el Hierro comienza y llega la oscuridad. Haefs recrea la nostalgia de esos tiempos que fueron y desaparecieron, de esos sucesos que pasados unas décadas o siglos el ciego Homero compondría y los rapsodas cantarían. La nostalgia de aquello que fue, que constituyó una particular «edad de oro» para los mercaderes y comerciantes que, en grupo o en solitario, surcaban con sus naves las rutas que durante siglos habían comunicado países y creado ciudades esplendorosas. Una nostalgia que Haefs singulariza en esos mercaderes, apartando (un poco) el foco de atención de los héroes que regresan a casa como Ulises (Odiseo) o de aquellos que nunca lo hicieron y murieron en el exilio. 

Hisarlik/Troya (clickar encima de la imagen para agrandar).
«¿De qué van a vivir los mercaderes si no pueden comerciar con nadie? ¿Qué mercancías que nadie fabrica vamos a llevar a puertos destruidos o a hombres que ni las necesitan ni pueden pagarlas?», vuelve a decir uno de esos mercaderes. La melancolía de esos personajes, la nostalgia por un presente que se está convirtiendo en pasado a marchas forzadas, el desamparo del emprendedor que durante generaciones conectó ciudades y países con sus productos… quizá sean las mejores sensaciones que deja la novela tras un brioso y complejo tour de force a lo largo de quinientas páginas. 


Y el lector acaba la novela con la sensación de pérdida, de orfandad incluso: como Ninurta, Tashmetu y el resto de comerciantes supervivientes de aquel mundo que se rompía en mil pedazos, empezaba el proceso del olvido, pero también de ir «hacia el oeste», de aventuras que ya no leeremos ni conoceremos, de apartarnos de ese mundo que Gisbert Haefs tan vívidamente nos ha presentado y recreado. Para entonces, el espejo griego que imaginábamos al empezar la novela se ha convertido en un caleidoscopio con más matices, escenarios y personajes. Sucede como en aquellos aparatos, en miradores y paseos marítimos, en los que insertabas una moneda y durante un breve espacio de tiempo podías observar hacia el horizonte y acercarte, a vista de pájaro, a lo que había más allá de la playa… pero el tiempo se acaba, la moneda se la traga la máquina y se produce el fundido a negro. Y con la oscuridad llega la nostalgia.

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