22 de enero de 2015

Reseña de El telegrama Zimmermann, de Barbara W. Tuchman

«Cuando el pueblo norteamericano entre en guerra, la libertad, la tolerancia y el sentido común caerán en el olvido» (Woodrow Wilson). 
Barbara W. Tuchman (1912-1989) no es autora ‘nueva’ para el lector aficionado al género histórico: Los cañones de agosto (1962) se ha convertido en un clásico de la historiografía sobre la Primera Guerra Mundial –aunque trate sólo el primer mes del conflicto–, al mismo tiempo que se ha revelado como una obra literaria de enorme calado, conjugando crónica periodística con relato histórico y con una narración trepidante, amén de un retrato psicológico de una serie de personajes (Guillermo II de Alemania, Joseph Joffre, sir John French, Herbert Asquith, lord Kitchener, etc.). Una obra que atrapa al lector desde el primer capítulo (los funerales de Eduardo VII) y que no le permite dejar el libro hasta que, de pronto, nos encontramos en medio del avance de las tropas alemanas sobre Bélgica y Alemania, o nos encontramos resistiendo a los alemanes en medio de la melée como si nos hubiéramos puesto en la piel del general Lanrezac. Suele aburrirme la historia militar de puro desarrollo de batallas pero este libro es la gran excepción a mi norma: me mantiene en vilo, sin perderme ni aburrirme, esperando de un momento a otro que los alemanes lleguen a París y no se vean atrapados, como así fue, en el Marne. La torre del orgullo, también publicado en 1962, es otro de sus grandes libros, un repaso a los veinticinco años previos al estallido de la Primera Guerra Mundial tomando como eje narrativo a una serie de personajes o de acontecimientos (los lores Salisbury y Balfour, el anarquismo europeo, el presidente de la Cámara de los Representantes estadounidense Thomas L. Reed, el caso Dreyfus, Richard Strauss, Jean Jaurès, etc.).  Pero Barbara Tuchman se labró éxito de crítica y público con una obra precedente, publicada originalmente en 1959, traducida al castellano hace treinta años y que logra una nueva vida en forma de reedición: El telegrama Zimmermann (RBA, 2010).

Barbara Tuchman.
En esta obra, que en primer lugar hemos de tener en cuenta que es muy de su tiempo y que en algunos aspectos se ha visto superada, Tuchman parte de un caso concreto que nos lleva a implicaciones globales: una oficina secreta británica dedicada al descifre de mensajes secretos intercepta un telegrama en clave enviado por el secretario de Asuntos Exteriores del gobierno alemán al presidente de México en enero de 1917. La sorpresa de la inteligencia militar británica de aquellos momentos es mayúscula cuando descubren que el mensaje cifrado planteaba una alianza abierta entre Alemania, México y Japón contra los Estados Unidos, al mismo tiempo que invitaba a los mexicanos a entrar en guerra invadiendo (y recuperando) los territorios de Nuevo México, Texas y Arizona. En última instancia, se planteaba un plan estratégico que obligaría a Estados Unidos a adentrarse en una guerra en el otro lado del Atlántico, imposibilitando ayudar al Reino Unido y Francia en el escenario europeo. El telegrama Zimmermann truncó los planes del presidente estadounidense Woodrow Wilson de mantenerse en su estricta neutralidad y lo obligó a declarar la guerra a Alemania y sus aliados, produciéndose, justamente, aquello que Zimmermann deseaba evitar: la entrada de de los Estados Unidos en el conflicto europeo, el soplo de aire fresco para un aliado como el Reino Unido, que caminaba hacia el colapso por la falta de suministros, y el inicio del cambio de rumbo en el escenario occidental de Europa.

En este libro, Tuchman ofrece un relato en cierto modo novelesco acerca del papel de Estados Unidos en los años precedentes al telegrama Zimmermann y a su entrada en la guerra. Todo empieza con el káiser Guillermo II el Repentino, figura caricaturesca, maquiavélica y que llevaba de cabeza a su gobierno (nótese el acierto en el epíteto del bueno de Willy). «Según Bismarck, el emperador hubiese querido que siempre fuese domingo. La corte bizantina de Berlín contribuía a la fantasía de Wilhelm, imprimiendo un periódico matutino, del que se publicaba un solo ejemplar, impreso en oro, con artículos seleccionados cuidadosamente de la prensa mundial» (p. 46). Para el káiser, Japón, «¡Die gelbe Gefahr!» (el peligro amarillo) estaba a la vuelta de la esquina, y creía ser el único que comprendía dicha cuestión. Desde la guerra ruso-japonesa de 1904-1905, victoriosa para los nipones, el káiser imaginaba que pronto llegaría una gran conflagración entre Japón y Estados Unidos; incluso ya preveía una invasión japonesa del continente americano, concretamente de México, ocupando después el canal de Panamá, bajo control estadounidense. ¡Había que estar preparados! Y tratar de ser aliados de este imperio victorioso. Obviamente, podemos imaginar que el gobierno alemán en los años previos al estallido de la Primera Guerra Mundial no tenía miras tan extensas como el káiser y se conformaba con tratar de centrarse en la lucha con Francia por la supremacía territorial en Europa o en la rivalidad naval con el Reino Unido en el mar del Norte. Pero el káiser no cejaba: «en una guerra entre Estados Unidos y Japón, Inglaterra tendría que apoyar a los norteamericanos y perdería su alianza con los japoneses. La tortuosa mente del káiser, en su constante ajetreo, había encontrado un nuevo candidato, es decir, Norteamérica, que defendería a la raza blanca de la amarilla y el campo de batalla sería México. Todo era muy simple y muy natural, sólo había que lograr que los norteamericanos comprendiesen cuál era su misión» (p. 54). 

El "telegrama Zimmermann" (16 de enero de 1917).
Sin embargo, antes de 1910 los norteamericanos no estaban por la labor. Ni los japoneses, ya puestos. Y qué decir de México. Pero estalló la revolución mexicana en noviembre de 1910: el dictador Porfirio Díaz fue derrocado y llegó al poder Francisco Madero, iniciándose un proceso democrático que se truncó en 1913 cuando varios militares, entre ellos Victoriano Huerta, que asesinaron a Madero. Huerta, por su parte, se las tuvo que ver con Venustiano Carranza, que finalmente le derrocó, y con líderes revolucionarios como Pancho Villa y Emiliano Zapata. Todo esto no significaría nada si Estados Unidos de Woodrow Wilson, presidente desde marzo de 1913, no se hubieran visto implicados en todo el asunto a causa del incidente de Tampico y la ocupación estadounidense de Veracruz en abril de 1914 y, más tarde, en 1916, la expedición al mando del general Pershing sobre territorio mexicano para perseguir a Pancho Villa, que había asaltado previamente el pueblo de Columbus, Nuevo México. Los incidentes en México, que estaban al borde de una guerra abierta entre ambos países, demostraron la laxitud de Wilson, que abogaba por una débil contención y un pacifismo de opereta en América, y por una estricta neutralidad respecto a la guerra europea.

Tuchman nos narra, en la mejor tradición de una novela de espías (con personajes como el capitán Franz von Rintelen), cómo Alemania, desde que la campaña de los submarinos alemanes socavó las relaciones con Estados Unidos, se apostó por buscar la alianza con México. Dinero a espuertas fluyó a México, para financiar el ejército mexicano de Huerta y Carranza, así como a pretendidos “bandidos” como Villa, siendo el embajador alemán en Washington, el conde Johann von Bernstorff, cadena de transmisión de dinero y telegramas cifrados; unos telegramas, además, que circulaban a través de las líneas suecas y estadounidenses. Hasta que estallara el asunto del telegrama Zimmermann, los estadounidenses no fueron conscientes de que los alemanes usaban sus medios para comunicarse con posibles enemigos suyos en un conflicto a gran escala. Una circunstancia que sonrojó y enfureció aún más al presidente Wilson y su staff (Robert Lansing, el coronel House). Hay que decir que la imagen que nos ofrece Tuchman de los mexicanos es tendenciosa y simplificadora: leyendo entre líneas, no parece que distinga demasiado a Huerta de Villa, y a éste de Carranza, quedando la sensación de que la autora, de un modo u otro, los mete a todos en el mismo saco. El patio trasero estadounidense queda desdibujado, la revolución mexicana se muestra como un ir y venir de ejércitos y generales, que se derrocan unos a otros, y como escenario secundario sobre el que Wilson y sus colaboradores mueven ficha cual si fuera una partida de ajedrez. Si en los primeros capítulos, el káiser Guillermo II asume un protagonismo especial, en la segunda mitad del libro asumen un protagonismo especial el canciller Bethmann-Hollweg, cada vez más aislado ante el tándem militar Hindenburg-Ludendorff, y el ministro Zimmermann, que se une, por ambición y convicción, a los halcones del gobierno que exigen la alianza con México para anular a Estados Unidos. 

La transcripción inglesa del telegrama (clickar encima para
agrandar la imagen).
Por su parte, Tuchman realiza un interesante retrato personal e incluso psicológico de Wilson, que se nos aparece como el hombre que preconiza una “paz sin victoria” en Europa (lo cual no le facilita las relaciones con el Reino Unido y Francia), que se insufla de retórica pacifista y se aferra a una cierta superioridad moral. En cierto modo, la autora le compara a Balfour, «ya que ambos compartían una cierta despreocupación por los asuntos mundanos», aunque no deja de señalar diferencias: «Ambos eran profundos pensadores, Balfour en el terreno filosófico y Wilson en el del reformismo. Wilson era un Gladstone norteamericano que basaba su política en principios éticos. Balfour era un Jefferson inglés que practicaba la política como un pasatiempo aristocrático, mientras se dedicaba con igual entusiasmo a la ciencia, la metafísica, la estética, el tenis, los coches deportivos y la vida social» (p. 229). No se le negará a la Tuchman un estilo más que personal a tenor de frases como éstas. Cuando los británicos comunicaron a los estadounidenses el telegrama Zimmermann, no fueron creídos en un primer momento. Se pensó incluso que los británicos, que necesitaban desesperadamente la ayuda material y los soldados frescos estadounidenses como agua de mayo, se habían inventado el telegrama. Pero cuando se supo la certeza de todo el asunto y que además los alemanes habían transmitido el telegrama a través de las líneas telegráficas estadounidenses, se levantó un clamor que sólo podía tener una respuesta: guerra. Guerra contra Alemania, que no contra México. Intervención en la guerra europea, aquella en la que Wilson juró y perjuró en la campaña electoral de 1916 que el país nunca entraría. Significó también el final del parcial aislamiento estadounidense en la política mundial. Y significó también que todo el país reaccionó y se unió a una intervención en un conflicto bélico más allá del Atlántico que, a excepción de acontecimientos como el hundimiento del Lusitania y otros buques con pasajeros estadounidenses desde 1915, apenas les había molestado un ápice. «Zimmermann había unido a los norteamericanos», publicó la prensa de la época.

Concluye la Tuchman en las últimas páginas de este ameno y adictivo libro: «el valor intrínseco del telegrama de Zimmermann no era sino el de una piedrecita  en el largo camino de la historia. Fue una pequeña piedra la que causó la muerte de Goliat y, en este caso, la que destruyó  la ilusión norteamericana del destino de las otras naciones del mundo. En la política internacional se trataba de un complot por parte de un ministro alemán. Para el pueblo norteamericano representó el fin de su inocencia» (p. 276). Y concluimos nosotros: el libro de Barbara W. Tuchman significa para nosotros el triunfo de una manera de escribir y de narrar. El triunfo de un estilo narrativo quizá superado, en la mejor línea del periodismo clásico norteamericano en las décadas centrales del siglo XX. El triunfo del placer que se destila de la lectura de cada una de sus páginas. Y no es poco.

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