6 de enero de 2015

Crítica de cine: The Imitation Game, de Morten Dyldum

En su reciente ensayo Ingenieros de la victoria: los hombres que cambiaron el destino de la Segunda Guerra Mundial (Debate, 2014; título original: The Turn of Tide), Paul Kennedy nos cuenta una historia "diferente" de la Segunda Guerra Mundial entre enero-marzo de 1943 y el verano de 1944. Apenas quince meses, una ventana temporal en la que se implementaron novedades y avances técnicos y se entablaron batallas decisivas que cambiarían las tornas de una guerra en la que, hasta entonces, el Eje (sobre todo Alemania en Europa) llevó la delantera. Para Kennedy las claves del éxito de los Aliados fueron la adaptabilidad a diversos e imprevisibles escenarios, la capacidad para confiar en el talento de “ingenieros” de muy diverso tipo (pilotos, científicos, altos mandos militares), y el aprovechamiento y mejora de la tecnología existente. Hitler confió hasta el final en las “armas milagrosas”; los Aliados en una cultura del estímulo, el uso eficaz de los recursos disponibles y la idea de que de los reveses se aprende. El autor se desmarca de la tesis de que, es cierto, los Aliados ganaron la guerra porque dispusieron de más aviones, más tanques, más barcos, más submarinos y más soldados que Alemania o Japón. Pero tener mucho más que el enemigo no hizo cambiar las cosas, pues había desafíos (la geografía, la distancia, la logística) a los que enfrentarse y problemas que resolver. Uno de ellos fue la batalla del Atlántico, que desde el año 40 controlaron los alemanes con sus manadas de lobos, sus submarinos, que atacaban de repente y hundían los convoyes de suministros que desde Estados Unidos se enviaban al Reino Unido, el último resistente en Europa al avance de los alemanes. Escoltar convoyes de barcos y neutralizar la operatividad de los U-Booten... una labor en la que los servicios de Inteligencia o el descifrado de los códigos criptográficos no fueron (quizá) tan esenciales como pudiera parecer. Descifrar Enigma fue una de las operaciones más importantes realizadas desde la retaguardia: romper el código de la máquina encriptadora alemana y poder adelantarse a los alemanes, que durante casi tres años llevaron la delantera a los Aliados en este terreno y sembraron el pánico en el océano y los despachos de las diversas entidades británicas: romper el bloqueo era esencial para la supervivencia británica. Y detrás del desciframiento de Enigma, aunque no sólo él, estuvo Alan Turing. The Imitation Game (título que remite a un célebre artículo de Turing) se centra en dos etapas de la vida de Turing: su papel esencial en la ruptura de Enigma durante la Segunda Guerra Mundial y sus años finales, cuando fue acusado de indecencia (el término legal para referirse a la homosexualidad, penada con cárcel) y finalmente se suicidó (devorando una manzana a la que había inyectado una dosis letal de cianuro). En ambos temas, sin embargo, la película, aunque interesante y con buen ritmo, se queda a medias.

Hablar de Alan Turing es hacerlo sobre uno de los padres de la computación, del matemático genial y de un hombre con una personalidad tan esquiva que provocaba el rechazo entre quienes lo conocieran. Benedict Cumberbatch se mete en la piel de Turing, con algo de sobreactuación por su parte, y con un papel que parece pedir a gritos una nominación a los Oscar (que en la producción esté Harvey Weinstein, antaño creador de Miramax, también nos dice mucho). La película, sin embargo, tiene una esencia muy British, tanto en factura visual como en elenco interpretativo, aunque el director noruego Morten Tyldum no acaba de cogerle el pulso a la historia que se le presenta. Quizá, por tanto, haya que achacar ese déficit al guionista Graham Moore, que adapta un libro de Andrew Hodges, Alan Turing: The Enigma (1992). Pues el problema principal de la película es el guión: intentando presentarnos a Alan Turing como un genio (que lo era), nos queda la imagen de un geek avant-la-lettre (toma pedantería), alguien con una incapacidad casi congénita para las relaciones sociales y un tipo que sólo sabía trabajar en equipo... si se hacía a su manera. Nos queda también la imagen personal de un homosexual que ocultaba sus apetitos pero que estuvo a punto de casarse con Joan Clarke (Keira Knightley), colaboradora en Bletchley Park y quizá la persona que mejor supo entenderle. Tenemos la dualidad del genio y del hombre atormentado, dentro de los parámetros más convencionales del género del biopic. Respecto al papel de Turing en relación con Enigma, la película simplifica hechos, convirtiendo la aventura de romper el código alemán en una empresa netamente británica, reducida a un puñado de matemáticos y jugadores de ajedrez, con un `presupuesto limitado (aunque cuantioso) y a unos resultados prácticamente epifánicos. La película convierte Ultra, el proyecto para romper Enigma, en prácticamente la empresa que puso fin a la guerra, cuando hubo varios equipos que trabajaron en paralelo y en varias etapas para descifrar el código alemán. En aras de presentar una historia de heroísmo británico, se ningunea el esfuerzo estadounidense (la Fábrica de los Aliados desde antes de que entrara en la guerra) y se sobrevuela la guerra como si todo dependiera de Turing y su grupo de colaboradores. 

Nos queda también el hombre atormentado por la pérdida (pasada, presente y futura). Turing no supo sobreponerse al trauma de la desaparición de Christopher, un amigo íntimo, cuando era adolescente. En el rígido sistema escolar británico de la primera mitad del siglo XX (especialmente en las escuelas privadas), cuando las novatadas eran sangrantes y el acoso escolar norma, un joven Turing halló en Christopher su tabla de salvación... y el alma que le inspiró la pasión por los códigos y las encriptaciones. La película recupera esa amistad mediante flashbacks, del mismo modo que inserta la detención del Turing ya adulto por indecencia, mediante forwards, y el interrogatorio-entrevista que mantuvo con el detective Robert Knock de la policía de Manchester (Rory Kinnear). Quizá el montaje de las diversas secuencias y etapas de la película quede algo deslavazado y quizá este sea también uno de los deméritos de la película. Que la homosexualidad de Turing se meta con calzador a mitad de metraje para crear un conflicto, cuando el trauma de la pérdida es quizá lo más destacable de la esfera personal de este Alan Turing que se nos presenta, resulta otro de los déficits; pues la cuestión homosexual, clave para entender su caída e infamia pública en tiempos en que se ocultaba la homosexualidad (insisto, delito penado con cárcel), podría haberse incluido de manera más natural y lógica para entender (mejor) al personaje. Del mismo modo, la película escamotea esa parte final de la vida de Turing, centrándola en un reencuentro con Clarke y un flashback de la juventud del personaje para mostrarnos la causa de su dolor permanente. Atando los diversos cabos, sobre todo Enigma y la entrevista con el policía, se cose una película que presenta muchas cuestiones, pero se queda corta en bastantes. 


Y, sin embargo, la película plantea temas interesantes: el desafío de Turing a la autoridad militar (el comandante Denniston interpretado por un Charles Dance muy Tywin Lannister), las nebulosas conexiones de Turing con los servicios de inteligencia (el escurridizo Stewart Menzies que encarna Mark Strong, un personaje del que habríamos querido ver más en pantalla), el espionaje dentro y fuera de Ultra, las frágiles relaciones que mantienen los miembros del equipo de Bletchley Park (aunque el rol de Matthew Goode, finalmente, queda más superficial de lo que se esperaba) o la complicidad de Turing con Ckarke, una amistad que va más allá de un romanticismo clásico (una mujer con las ideas muy claras sobre la conciliación entre trabajo y vida privada). Sobresale también una cuestión que obsesionaba a Turing: ¿pueden las máquinas pensar como los seres humanos? De ahí el título de la película, el juego que se puede establecer para que unas imiten algo tan humano como la inteligencia. La música de Alexandre Desplat acompaña muy bien la trama, con sutileza y un bello tema principal. Y el desarrollo del filme, a pesar de sus déficits argumentales, es ágil y funciona bien con la tensión que se espera alrededor del desciframiento de Enigma.

Pero, al menos para quien esto escribe, queda la sensación de que no es la película que esperábamos sobre Alan Turing, personaje que queda más desdibujado de lo que se podía intuir. Quizá Enigma de Michael Apted (2001) desarrolle mejor, y con más matices, el tema de la ruptura del código alemán, en comparación con esta película. Y quizá tengamos que seguir esperando una película que nos muestre, también con más matices, la personalidad compleja de Alan Turing.

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