16 de junio de 2014

Crítica de cine: Sólo los amantes sobreviven, de Jim Jarmusch

El cine de Jim Jarmusch es de los más originales en las últimas décadas. Independiente, rompedor, diferente. Hay películas suyas que me interesan (Coffee and Cigarrettes, Flores rotas), otras que no tanto (Dead Man, Ghost Dog), pero siempre tiene algo divergente con los cánones habituales que ofrecer. Y en estos tiempos de adocenamiento del 3-D, de pirotecnia visual y escasez de ideas, volver por los fueros de lo clásico, de lo que siempre ha sido clásico y de lo que siempre será clásico, es una bendición. Y nada más clásico que los vampiros. Pero no vampiros adolescentes ñoños. No, el tema del vampiro merece una (re)lectura que siga aportando algo, que saque lo mejor de un tema literario tan eterno en un mundo posmoderno. Vampiros, literatura y posmodernidad: he ahí tres patas que sostienen el banco sobre el que se levanta Sólo los amantes sobreviven, una de las películas más interesantes del panorama cinematográfico actual. En cierto modo, a medida que la veía pensaba en películas como La mejor oferta de Giuseppe Tornatore, en esa fastuosidad visual, ese manierismo de la exquisitez de un envoltorio que importaba más que el contenido. Y con su última película, Jarmusch consigue evocarme algo similar... aunque con mejor historia que narrar.

Adam (Tom Hiddleston) y Eve(Tilda Swinton) —no son casuales los nombres— son dos vampiros centenarios; milenarios incluso en el caso de Eve. Viven juntos pero separados: mientras que Eve reside en Tánger, Adam lo hace en un decadente Detroit del presente-futuro. Eve tiene la capacidad de descubrir la edad de los objetos con sólo tocarlos, mientras que Adam siente pasión por la música, al tiempo que se adivina un pasado más que curioso en relación con Shakespeare (un macguffin dentro de la propia película). Ambos son viajeros en el tiempo, el que han vivido y el que viven, apartados de la luz del día, viviendo y bebiendo sangre por las noches —sangre lo más pura posible, que consiguen de laboratorios médicos y farmacias, aportando la idea de que el ser humano se ha degradado tanto que no conviene beber directamente de la fuente, contaminada y peligrosa para los vampiros de este mundo posmoderno—; ambos se sienten figuras extrañas en precisamente ese mundo que acaba aunando la decadencia de una ciudad como Detroit, que fue poderosa, y el encanto de los recovecos de los barrios viejos de Tánger; un Tánger en el que sobrevive un envejecido Christopher Marlowe (John Hurt), por cierto... El mundo que viven Adam y Eve es diferente, alterno: oscuro, siempre oscuro, con humanos a los que Adam llama "zombis" que apenas son intuidos por el espectador. Resulta interesante que a ese mundo del exterior en el que el dinero, la fama y la mediocridad parece imperar, Adam reinvente un espacio en el que la música moderna, las guitarras clásicas o los laúdes renacentistas se hermanen en una casa en la que se acumulan cachivaches de todo tipo y en el que vampiros solitarios como él mismo o Eve puedan encontrar un refugio siempre estable.

La imagen del vampiro que ofrece Jarmusch es diferente: al margen de la sociedad, sí, pero en muchos sentidos. La sola idea de que la sangre sea conseguida en su pureza, degustada como si fuera un néctar o una ambrosía de los dioses, nos acerca a una percepción negativa de la humanidad per se. La propia concepción de la inmortalidad es también divergente: mientras Eve encarna una visión luminosa e incluso esperanzadora (el pelo rubio, la delicadeza de sus movimientos o de su voz), Adam asume un punto de vista más negativo, desencantado, harto incluso de su capacidad para vivir siglos (el asunto de la bala de madera, por ejemplo; su laconismo, la oscuridad que siempre le rodea). Ambos son náufragos en una tierra extraña, pero sobreviven juntos aunque separados. Eve no acaba de comprender por qué Adam quiere vivir en una ciudad tan decadente como Detroit, mientras que a Adam no le gustan los grandes viajes, y por ello se resiste a trasladarse a Tánger. La llegada de la hermana pequeña de Eve, Ava (Mia Wasikowska) trastocará las "vidas" de ambos personajes e incluso de quienes les rodean.

Película pausada, muy pausada —algunos dirían que lenta—, aunque ese ritmo le sienta bien a una historia que se presenta con un magnífico juego de luces y sombras (dentro de la permanente noche en la que viven los dos protagonistas, saliendo a la calle de noche y durmiendo de día), ya el travelling circular de secuencia inicial nos hace pensar en que estamos ante una película en la que el detallismo visual se mezcla con un envoltorio musical duro pero muy evocador. Quizá no sea la película que algunos espectadores quieran disfrutar, pero desde luego lo será de aquellos que busquen algo más que juegos de artificio que no conducen a nada. Eve y Adam nos hacen pensar en la condición humana, en la esencia de la propia existencia, de la perdurabilidad y de los logros del hombre. Jarmusch nos habla de personajes que son forasteros en un mundo posmoderno, en un universo en el que todo parece estar en vísperas de su desmoronamiento. La secuencia final del filme, de esa pareja de vampiros, quizá sea la confirmación de que mientras haya vida... hay esperanza (y sangre).

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