23 de marzo de 2014

Reseña de Los que sobraban. Historia de la eutanasia social en la Alemania nazi, 1939-1945, de Götz Aly

«EN HONOR DE LAS VÍCTIMAS OLVIDADAS. En este lugar de la calle Tiergarten 4 se organizó, a partir de 1940, el primer asesinato en masa del gobierno nacionalsocialista, conocido como “Acción T4” por el nombre de esta dirección. Entre 1939 y 1945 fueron asesinados casi [más de] 200.000 seres humanos indefensos. Sus vidas fueron calificadas de “indignas de ser vividas” y su asesinato se llamó “eutanasia”. Murieron en las cámaras de gas de Gafeneck, Brandeburgo, Hartheim, Pirna, Bernburg y Hadamar. A unos los mataron pelotones de ejecución y otros sucumbieron de inanición o envenenamiento planificados. Los perpetradores fueron científicos, médicos, cuidadores y miembros der la Justicia, la Policía y la administración de Salud y Trabajo. Las víctimas eran pobres, desobedientes, estaban desesperadas o necesitaban ayuda. Venían de clínicas psiquiátricas y hospitales infantiles, de residencias de ancianos y centros de asistencia, de hospitales militares y campos de reclusión. Las víctimas fueron muchas, los perpetradores condenados, pocos.» 

Texto de Klaus Hartung y Götz Aly en la placa conmemorativa situada en el suelo del actual edificio de la Orquesta Filarmónica de Berlín, inaugurada el 1 de septiembre de 1989 (citado en p. 304). Se añade entre corchetes dos palabras escritas en el texto original y que fueron desafortunadamente rectificadas.

Götz Aly (n. 1947)
En relación con los crímenes nazis se suele establecer una relación perpetradores/víctimas en el que los primeros son, “habitualmente”, jerarcas, funcionarios y miembros del partido nazi, ejecutores de un plan de exterminio los segundos (judíos, eslavos, discapacitados físicos y psíquicos, asociales...) en aras de un proyecto de arianización de la sociedad, de modo que la propia sociedad alemana quedaba al margen de la ecuación, ignorante de la ejecución de esos crímenes y en un estado de amnesia temporal que sirve de justificación colectiva. No es mi intención culpabilizar a la sociedad alemana por completo, pues resulta tan simplista como injusto. Sobre el Holocausto conocemos muchos detalles, tanto en su formulación, graduación, ejecución por etapas y resultados finales, pero hay otros crímenes que han permanecido más ocultos. Convenientemente ocultos. Comienza Götz Aly este libro sobre la eutanasia social del régimen nazi destacando el silencio en el seno de la sociedad –cuando no se entraba en materia y se empleaban eufemismos como redención, interrupción de la vida, muerte de gracia, muerte asistid o propiamente eutanasia para referirse a los crímenes– , la omisión de nombres, las dificultades burocráticas para publicar esos nombres (a pesar de que la Ley Sobre Archivos Federales de Alemania lo permite), el deseo de no recordar a esos olvidados «que tuvieron que morir porque los tacharon de locos, molestos o fastidiosos; porque eran anormales, constituían un peligro público o no eran aptos para trabajar; porque requerían cuidados constantes y porque eran un lastre que deshonraba a sus familias» (p. 9). Hubo un silencio que setenta años después aún dura en la mayoría, «porque tampoco quiso conocer demasiados detalles».

Aly lleva treinta y dos años trabajando en un tema, la eutanasia social –es decir, el exterminio de alemanes discapacitados física o psíquicamente, vidas “indignas de ser vividas”–, que a menudo se añade en el haber de los horrores nazis sin más. Y se trató de crímenes perpetrados por médicos y enfermeras, auspiciados por una idea de la eutanasia que evolucionó en los años veinte y treinta, no necesariamente en perpetradores con simpatías o al servicio del régimen nazi, y que conllevó en no pocos casos el conocimiento y la tácita aceptación por parte de los familiares de las víctimas. El catálogo de horrores que Aly desarrolla en el libro es espeluznante: niños con deficiencias cognitivas o discapacidades físicas que fueron ejecutados en cámaras de gas o con inyecciones letales y en muchos de cuyos casos se diseccionaron los cadáveres para estudios y tesis doctorales que debían servir para «una ciencia excelente»; enfermos crónicos y degenerativos que salía demasiado caro mantener y que era preferible eliminar para ayudar a las finanzas del Reich; personas atendidas en hospitales y asilos que ocupaban camas y eran prescindibles desde que Alemania entró en guerra y esas mismas camas, y los cuidados que suponían, debían ser para soldados heridos en el frente; personas que, afectados de enfermedades degenerativas diversas, suponían una carga para sus familiares y eran internados en centros desde donde después se les trasladaba a campos de reclusión y hospitales donde eran gaseados e incinerados; enfermos de tuberculosis, delincuentes convictos, aquellos que eran considerados «asociales» y que fueron enviados a una muerte forzada. Leer el libro de Aly lleva a ser conscientes de ese horror, parejo a la connivencia de médicos, investigadores, directores de clínicas y hospitales que llevaron a cabo los crímenes, obedeciendo oficialmente órdenes dentro del entramado de la Aktion T4 (de septiembre de 1939 a agosto de 1941)… y extraoficialmente, con otras directivas legales, hasta prácticamente el final de la guerra y del gobierno nazi.

Orden de Hitler que ordena el programa de eutanasia
(1 de septiembre de 1939, pero firmada en octubre).
Además de la evolución cronológica y por categorías de la eutanasia nazi, el libro de Aly incide en esa idea de superar etiquetas. Etiquetas que, como comentaba antes reducen la ecuación a «perpetradores nazis» o «ideólogos de la raza» que a menudo se utiliza para «ofrecer una explicación, pero que ocultan importantes preguntas acerca de la conducta humana» (p. 284). Las familias de las víctimas jugaron, en muchos casos, un papel necesario aceptando tácitamente la muerte de sus allegados. En casos de niños que debían ser eliminados, se argüían frases típicas como «no deseará que su hijo/hija siga sufriendo», «probablemente el tratamiento sea muy arriesgado» o, por ejemplo, con circulares que apelaban a argumentos supuestamente racionales: «Por experiencia sabemos que el asilamiento de niños gravemente enfermos y especialmente dependientes libera a sus padres de una carga económica y psicológica e impide que los eventuales niños sanos existentes en la familia queden desatendidos en beneficio del hijo enfermo. […] Los titulares de la custodia a menudo no están dispuestos a entregar al niño a un establecimiento, ya sea porque el médico de cabecera les ha dicho que el tratamiento en un hospital tampoco podrá mejorar el estado del enfermo o porque creen apreciar una mejor progresiva en el estado del niño, cuando en realidad no se trata de ninguna mejoría, sino de una adaptación del observador a ese estado. Por experiencia, esto suele pasar con niños de idiocia mongoloide, ya que los padres que se acostumbran a interpretar erróneamente el cariño, la afabilidad y el amor por la música demostrados por este tipo de niños, se engañan a sí mismos con falsas esperanzas y ya no quieren saber nada del ingreso en un establecimiento. […] Hay que decir a los padres que el internamiento en un hospital en el momento adecuado es lo mejor para ellos y para el niño; que, de todos modos, el ingreso será necesario en un futuro, y que el hecho de rehusar el ingreso en un establecimiento podría suponer un perjuicio económico para ellos o para su hijo, en el sentido que el rechazo de la oferta debe considerarse un quebrantamiento de la custodia» (circular del Ministerio de Interior del Reich fechada el 20 de septiembre de 1941… después de que la Aktion T4 oficialmente fuera interrumpida; citada en pp. 164-165). En mecanismos como este y otros podemos observar que se apela a la carga económica que supone para una familia a cuidar a ese hijo (o cualquier otro familiar cuya vida se consideraba “indigna de ser vivida”), al mayor conocimiento de médicos y especialistas sobre el “bienestar” de esos familiares, a una amenaza legal y, implícitamente, a la vergüenza que supone mantener a alguien cuya existencia, disminuida por una discapacidad física o, más grave aún, por una enfermedad mental, supone para todo el cuerpo social alemán. Como comenta Aly al respecto, «es interesante la clase de comunicación que se establecía entre todas las partes. Por supuesto, ni médicos ni padres hablaban en ningún momento de planes homicidas, sino más bien de terapias altamente invasivas e intentos de curación por todos los medios, incluso si el tratamiento entrañaba un riesgo de muerte muy elevado» (p. 163). 

El libro de Aly documenta, detalla y muestra numerosos casos de eutanasia social; resigue el programa oficial de la Aktion T4, que supuso 70.000 asesinatos de enfermos psíquicos hasta el verano de 1941, realizados con tal facilidad para el gobierno nacionalsocialista y que da pie a una conclusión crucial: los asesinatos de la Aktion T4 enseñaron al régimen nazi que el exterminio podía realizarse dentro de Alemania. Habituados como estamos a conocer el exterminio judío como algo realizado fuera de las fronteras del Reich alemán, en territorio ocupado en el Este, la perpetración de la eutanasia social nos acerca a una idea más monstruosa si cabe: que aceptando los alemanes el asesinato de miembros de su propia comunidad, «los dirigentes políticos confiaron en que podrían cometer crímenes todavía peores sin que llovieran sobre ellos protestas significativas. Pensaron que si había gente que consentía que su tía esquizofrénica muriera en la cámara de gas o su hijo de cinco años con parálisis espástica recibiera una inyección letal, tampoco le preocuparía el destino de los judíos aislados por ser enemigos del mundo y la nación, ni le importaría que dos millones de presos soviéticos murieran de hambre en seis meses para que los soldados alemanes y sus familias tuvieran más comida» (p. 293); idea esta última que nos recuerda una obra anterior suya, La utopía nazi: cómo Hitler compró a los alemanes (Crítica, 2006): cómo el expolio de los países ocupados por la Wehrmacht sirvió para favorecer notablemente el bienestar económico de los alemanes durante la guerra (hasta que empezaron los bombardeos estratégicos y el inicio del repliegue alemán en el Este desde 1943). 



«60.000 marcos alemanes es lo que le cuesta
al pueblo alemán una persona que sufre un
defecto hereditario. Ciudadanos,este es vuestro dinero
también. Leed Neues Volk,la revista semanal del

Rassenpolitischen Amtes [Oficina de Política Racial]
del NSDAP».Póster propagandístico nazi sobre la
eutanasia (c. 1938).
Superando la ecuación perpetradores/víctimas, la conclusión de Aly es apabullante: «los alemanes, en su gran mayoría, aceptaron los crímenes» (p. 295). Con ello no quiere decir que los jalearan ni exigieran, sino que los permitieron. Por vergüenza social, por conveniencia, por conocimiento de lo que iba a suceder. «En las paredes de las salas de estar y dormitorios colgaron fotografías de maridos, hijos y hermanos caídos en el frente. En cambio, sobre las imágenes del tío o la abuela asesinados por padecer una demencia, requerir cuidados o ser psíquicamente llamativos imperó una censura tácita» (ibídem). Es consciente el autor alemán de la necesidad de no establecer juicios de valor gratuitos: hoy en día, acostumbrados a la aceptación social de los diferentes, de los que padecen enfermedades físicas –y, sin embargo, añado, el silencio que imponemos todavía hoy día ante la enfermedad mental, el vacío social que se establece a su alrededor, la incomodidad y la vergüenza propia y ajena que a menudo se siente hacia quienes padecen una deficiencia psíquica– a menudo no tenemos en cuenta las difíciles circunstancias en que vivieron muchas familias alemanas de la época. «A diferencia de ahora, cuando nacía un niño discapacitado no existía ninguna perspectiva de ayuda social bondadosa, sino la amenaza real de que toda la familia sería considerada como genéticamente contaminada y vería coartadas todas sus posibilidades de futuro» (ibídem). Hubo muchos casos de familiares que no estaban dispuestos a permitir tamañas atrocidades, que protestaron porque no se les hubiera permitido sacar a sus allegados de hospitales y centros en los que se inducía la muerte; como hubo familias que supieron lo que significaba un «tratamiento arriesgado» y lo permitieron. Hubo notificaciones de muerte por enfermedades comunes como la neumonía que enmascaraban la suerte real que sufrieron las víctimas. Se mencionan ejemplos de niños y jóvenes que eran trasladados a centros en los que se gaseaba o practicaban inyecciones letales al tiempo que sus familias esperaban noticias sobre su estado de salud.

Pero el libro de Götz Aly obliga a replantearse muchas etiquetas sobre «criminales nazis» y «víctimas». Sobre estas últimas, concluye: «Las víctimas de la eutanasia en Alemania fueron una carga para muchos. Murieron de forma violenta y en el más absoluto olvido» (ibídem).

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