9 de marzo de 2014

Crítica de cine: La gran belleza, de Paolo Sorrentino

Las dos primeras secuencias de La gran belleza de Paolo Sorrentino ya nos deja claro qué vamos a ver en las casi dos horas y media de película: si la primera nos traslada al Gianicolo, uno de las colinas a las afueras de la Roma histórica (y con unas vistas estupendas, como todos los que han/hemos viajado a Roma habrán podido comprobar), en el que la belleza visual de lo que se muestra (con un cierto manierismo en la forma), la siguiente escena rompe con ese escenario casi bucólico: una fiesta en el que se mezclan personajes de diversas edades, al son de la música más chillona y la estridencia que cada uno puede aportar, y que nos recuerda que la Roma (por no decir Italia) de hoy es pasto de vulgaridades berlusconianas que van más allá de un magnate y político... y que, en el fondo, no anda muy alejada de personajes y situaciones del cine de Federico Fellini, ya sea en La Dolce Vita, Giulietta de los espíritus, La strada o ese homenaje particular a la Urbe que es Roma (1972), que es inevitable evocar. Pero quedarse en la herencia de Fellini (más que el homenaje o la reminiscencia) sería no ver las múltiples y personales virtudes de la película de Sorrentino, que no se limita a seguir la senda trazada por el gran Federico. No, La gran belleza tiene espíritu y, valga la redundancia, grandeza propia.

En realidad, el cine italiano de toda la vida, del neorrealismo de Rossellini, Visconti o De Sica tiene tanta influencia en esta película como las comedias de Alberto Sordi, Marcello Mastroianni y Sophia Loren, o Ugo Tognazzi. Sería pedante (y ya voy camino de ello en lo que llevo escrito...) rastrear ese cine que en manos de Fellini podía llegar a la acidez y la sátira más descarnada, y que ahora parece inexistente, o más bien algo devaluado, en manos de tipos como Nanni Moretti (dejemos a un lado el histrionismo de Roberto Benigni). Pero es evidente, y perdonadme la cacofonía, está muy presente. No es casual que el protagonista (¿o quizá el maestro de ceremonias?) de La gran belleza sea un personaje como Jep Gambardella (Toni Servillo), escritor y entrevistador, autor de una novela que queda en el recuerdo lejano de muchos; ave nocturna ("cuando ustedes se levantan, yo me voy a dormir"), que de noche en noche, de paseo en paseo por las calles de una Roma apagada, de fiesta en fiesta, de palazzo en palazzo, nos muestra una ciudad, una Roma diferente a la que el turista ("el habitante más feliz de la Roma de hoy") está acostumbrado. A su manera, Jep es testigo, juez y al mismo tiempo jurado de la Roma que le rodea: una ciudad que no es generosa con sus moradores (ese Romano, autor teatral, que acaba "decepcionado"), que esconde sus tesoros más valiosos en palacios de ancianas principesse que juegan a cartas, mientras un tipo con bastón y un maletín lleno de llaves los enseña de noche. Una ciudad que no se muestra como la típica estampa de monumentos e iglesias, sino que se callejea, se husmea en rincones y lugares más desapercibidos. Sorrentino, con todo, no se dedica a hacer un catálogo de sitios y lugares ocultos, una visita testimonial para turistas exigentes; esta es una película sobre Roma, sí, pero también sobre personajes y sobre la búsqueda de esa grande bellezza que Jep conoció de joven, cerca de un faro que iluminaba su rostro cuando ya era casi de noche, y que cuarenta años después sigue persiguiendo.

Personajes, decía; eso es lo interesante de la película de Sorrentino. Personajes histriónicos como Lello, que con su traje a medida parece un Sazatornil a la italiana; Romano, el autor teatral a quien nadie escucha; Dadina, la editora enana que le da trabajo a Jep y conserva en su escasa estatura más sabiduría que una pléyade de personas de estatura normal; Ramona, que a sus cuarenta y dos años sigue practicando el streap-tease en el local de su padre, y que encuentra en Jep un cicerone personal y un amigo que necesariamente no quiere acostarse con ella; Viola, la señora preocupada por la salud mental de un hijo, Andrea, de melena larga y mirada perdida; Stefania, la escritora y colaboradora de programas de televisión que mira por encima del hombro a Jep y los demás amigos que se reúnen en casa de éste... hasta que escucha la "verdad" de su propia vida; ese cardenal que huele a papable y cuyo tema de conversación son recetas de cocina; Sor Maria, "la Santa", anciana que supera el siglo, idolatrada (y cosificada) por todos, y cuyo lema no es preocuparse por la pobreza, sino vivirla (y eso incluye alimentarse raíces y dormir en el suelo); esos condes Colonna que viven humildemente en un piso y alquilan su presencia en ceremonias y actos de postín, metáfora muy felliniana de la decadencia de un estatus (y que tiene como corolario a esa condesa que acude de noche a un palacio-museo que perteneció a su familia y recuerda su infancia en la audioguía para turistas de una estancia que ya no le pertenece)... Son muchos los personajes que aparecen en esta película de mirada poliédrica, con un Jep que se debate entra el (aparente) dolce far niente de un hombre que da la imagen de dedicarse simplemente a entrevistar personas y acudir a fiesta, y la melancolía de un tiempo, un lugar, un espacio mental que ya no se estila en este presente de ruido y vulgaridad.

La gran belleza es una película que se ve como una sucesión de estampas y al mismo tiempo es la preciosa historia de un personaje como Jep, alguien que juega con la etiqueta de la indolencia, que cae en la contradicción personal (la secuencia del funeral) y que nos emociona con su mirada. Grande el trabajo de Toni Servillo, tan grande como el propio personaje y al servicio de una historia que atrapa al espectador en la butaca ya con las primeras imágenes... para sacudirlo con lo que sería injusto etiquetar como un baile de freaks y situaciones que son muy reales, muy romanas e incluso muy italianas (toma topicazo). Queda en Sorrentino el talento de coser esa serie de lugares, personajes y pequeños dramas para definir una película que hace honor a su título: una gran belleza.

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