31 de marzo de 2014

Crítica de cine: The Grand Budapest Hotel, de Wes Anderson

En el fundido a negro con que termina El Gran Hotel Budapest (de hecho, la traducción castellana del título debería ser El Hotel Grand Budapest) se dice que la película se inspira en las obras de Stefan Zweig. Y es interesante el verbo elegido: "inspira", no "se basa en", pues el mundo que refleja Wes Anderson en esa cinta no es exactamente el que recoge el autor austriaco en obras como El mundo de ayer... pero sí que hay algo que evoca obras como esta. U obras de su coetáneo Joseph Roth. Hay una pátina nostálgica en torno a este peculiar y elitista hotel situado en un entorno alpino, en un país imaginario heredero de la gloria vetusta del imperio austrohúngaro, con elementos visuales tan encantadores como el teleférico que traslada a los huéspedes a la cima de la montaña en el que se ubica. Hay una clara reminiscencia de una época, los años treinta revisitados e incluso reinventados, en los que la guerra no es pasado sino amenaza de un presente que parece evaporarse sólo con recordarlo. Pero la película no se limita a ser un receptáculo para la evocación de un mundo inspirado en Zweig, sino que sirve de caja de resonancia de la fértil  imaginación del propio Anderson. Y que evoca ese mundo interior que ha desarrollado en películas como Viaje a Darjeeling (las secuencias en el tren), Life Aquatic (los interiores coloristas), Fantastic Mr. Fox (el estilo de dibujos animados) o Moonrise Kingdom (el optimismo de los personajes jóvenes).

La trama de la película, a su vez, se desdobla en diversas piezas que van encajando en un puzzle; o, mejor dicho, en una matrioshka. De la imagen inicial de un cementerio en la ficticia Lutz (y que es o parece ser el cementerio judío de Praga) en la actualidad y donde una muchacha deja su peculiar ofrenda en la peana del busto de un famoso escritor (Tom Wilkinson), pasamos a 1985, cuando este escritor graba la historia que quiere relatar, y que son los recuerdos de su estancia (Jude Law) en 1968 en el Grand Budapest, un decadente hotel, remodelado para los gustos de aquellos años (tan decadentes como parece ser el propio hotel), y donde el escritor conoce al dueño del edificio (F. Murray Abraham), que le cuenta su historia: cuando conoció y vivió una serie de peripecias, siendo apenas un lobby boy, un botones, junto a Monsieur Gustave (Ralph Fiennes), ya legendario conserje del hotel en 1932. Lo que parece un viaje en el tiempo mediante escalas nos traslada al lujo, el encanto, los colores pastel y la parsimonia de un hotel para richachones en ese país ficticio, en esa esquina del añorado imperio austrohúngaro, en esos años convulsos que no acaban de decidirse entre el trauma de la posguerra y el auge de los fascismos. Pero sin ser demasiado evidentes: Anderson juega con la sutileza y una cierta indefinición. Podrían ser nazis, sí, pero no del todo; podría evocar la Austria que Zweig conoció y vio convertirse en la hipertrofiada capitalidad de un pequeño estado, pero no necesariamente; podría situarnos en un período cultural en el que el estilo Biedermeier convive con las excentricidades de un Egon Schiele, pero no tan evidentemente.

La película tiene un estilo que a ratos parece una sucesión de slapsticks como una estética de dibujos animados de época. Los movimientos de cámara son precisos y al mismo tiempo rápidos. Anderson coge al espectador de la mano y lo arrastra en una montaña rusa de sensaciones, en el que la comedia clásica se mezcla con una trama detectivesca que en ocasiones rompe el delicioso encanto de comedia con golpetazos de virulencia. La sucesión de personajes que rodean a Zero, el botones/futuro dueño del hotel, y Monsieur Gustave son tanto cameos de lujo (la anciana asesinada, el conserje que pone en marcha la cadena de transmisión de una red de conserjes, el preso eslavo y su caterva de secuaces) como personajes con entidad (la joven pastelera con una marca facial que es el mapa de México, el oficial militar que no sospecha que su propio oficio es anacrónico, el hijo de la dama fallecida, el guardaespaldas hampón, el albacea testamentario). Pero es el ambiente, las localizaciones, los decorados los que se llevan el protagonismo de esta película, junto a Zero y Gustave. Escenarios nevados, elementos mecánicos (el tranvía, el funicular, el teleférico, los ascensores, las cajas fuertes), localizaciones de pueblos centroeuropeos, el propio hotel (esos colores pastel, remarco, esa geometría lineal, esas grande estancias cuya iluminación las hace parecer tan diferentes de una época a otra). Frente a todo eso quedan los diálogos de Gutave y Zero, la querencia del primero por la poesía; las maneras delicadas de un conserje que al mismo tiempo es un bribón y un seductor; el orden y la exactitud en los gestos y modales que parecen ser los propios de la época, y que se rompen en cualquier momento, dando paso a una nueva situación cómica. Qué decir del engranaje perfecto de toda la película, en el que cada pieza funciona con la precisión de esos elementos mecánicos que forman parte de la trama. La secuencia de la fuga de la cárcel es una buena muestra de ello o la persecución que sufren Zero y Gustave por parte del guardaespaldas hampón.

Película deliciosa... no sabría cómo definirla de otra manera. De principio a fin... incluyendo los títulos de crédito finales, eclosión del score de un Alexandre Desplat que se deja llevar por la magia del guión de Anderson y elabora una música que funciona como una pieza más en este engranaje fílmico.

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