Luis García Berlanga tenía fijación por el
Imperio austro-húngaro. A menudo los personajes de sus películas (Luis
Escobar, por ejemplo) lo mencionaban. ¿Qué le hacía gracia, la añoranza
por un fósil imperial que desapareció o la propia mención del nombre? Un
personaje de ficción como el abominable Montgomery Burns de Los
Simpsons se pone a cantar, en un capítulo de la serie, el himno del
Imperio austro-húngaro (muy libremente y en lugar del estadounidense),
cuando inaugura un ostentoso y horrendo palacio de deportes. Tiene que
ser su fiel ayudante, el señor Smithers, quien le susurre «señor, el
Archiduque ha muerto», para consternación del magnate (que tampoco conoce la historia posterior a dicho imperio). Pero el Imperio
austro-húngaro existió, lo sabemos todos, aglutinando diversas y
múltiples nacionalidades, acabando como el rosario de la aurora y no
importándole a prácticamente a nadie. Bien, menos al Káiser Karl, que en
sus últimos años de vida trató de aferrarse, al menos, a la corona de
Hungría, sin que sus ex súbditos se acordaran de él; entra en las
curiosidades de la Historia, por otro lado, que su sucesor en el
gobierno de Hungría, el almirante Horthy –en un país que tras el Tratado
de Trianon (1920) perdió sus costas, lo cual resulta aún más curioso–, se
mantuviera en el poder hasta su caída en 1944 como «regente»… de un
reino sin rey, ni deseo alguno de que se lo esperara.
Norman Davies (n. 1939) |
Quizá esa nota de excentricidad sea propia de la mezcolanza de
leyendas, oropeles y un cierto encanto kitsch de la zona centroeuropea,
en la que existieron entidades como el Sacro Imperio Romano de la nación
Germánica (962-1806), en el que hubo multitud de microestados (ducados,
principados, margraviatos, condados, ciudades-libres…), con su propia
dinastía reinante y que lucían esos uniformes militares del siglo XIX
que los lectores de El prisionero de Zenda de Anthony Hope recordarán,
por no mencionar a los espectadores de la película protagonizada pro
Stewart Granger, James Mason y Deborah Kerr (1952): Ruritania era el
imaginario país, situada en algún lugar entre Hungría, los Cárpatos,
Rumanía, el norte de Serbia y la frontera del (real) Imperio
austro-húngaro. Ruritania no existió, pero entidades como el reino de
Galitzia y Lodomeria, elevado a la condición de corona en 1773 para
beneficio de la casa reinante en el (por entonces) Imperio austríaco, sí
tuvo su lugar en la Historia, aunque sea poco conocida y apenas
sobreviviera hasta el final del Imperio austro-húngaro en 1918.
Pero
Galitzia podría llenar la lista de estados desaparecidos en Europa (y no
son pocos) a lo larga de su historia, y a este empeño se ha dedicado
Norman Davies en Reinos desaparecidos: la historia olvidada de Europa
(Galaxia Gutenberg, 2013), una fascinante y evocadora panorámica a esas
entidades que existieron en un momento determinado y, por circunstancias
diversas, desaparecieron, quedando algo de ellas en el imaginario
colectivo de sus habitantes (o en el olvido de quienes ocuparon, en
algunos casos, esos territorios, desbancando a la población original).
Europa siempre ha sido un continente en el que los reinos y estados han
aparecido, llegado a su esplendor y luego evolucionados a forma
actuales… o destruidos, absorbidos, anexionados o repartidos por otros
países. Quizá al lector le vengan a la memoria las Particiones de
Polonia (1772. 1793 y 1795) que cuartearon y repartieron entre Rusia,
Prusia y Austria la confederación de Polonia-Lituania (la entidad que,
creada en 1387 y reconvertida en 1569, reunió al reino de Polonia y al
Gran Ducado de Lituania), que durante un período de tiempo fue el
(doble) estado más grande de Europa y que fue menguando en tamaño,
acosada y devorada por sus países vecinos, hasta desaparecer en 1795,
quedando el recuerdo de una (doble) nación que reviviría tras el Tratado
de Versalles de 1919, aunque sólo en su versión polonizada y con otras
fronteras. Nos acordamos de Polonia, ¿pero qué fue del Gran Ducado de Lituania y de la época esplendorosa de los Jagellones?
Victoria I y su "gran familia" en Coburgo, 1894. |
El libro de Davies ofrece el relato narrativo (y francamente ameno)
de diversas entidades que existieron en la historia europea a lo largo
de un milenio y medio. Del reino visigodo de Tolosa (418-507), destruido
en una batalla (Vouillé, 507) por el franco Clodoveo y que,
reconvertido al otro lado de los Pirineos, pasó a ser el reino visigodo
de Toledo al reino de la Roca o Alt Clud, en la Escocia anterior a su
constitución como entidad “medieval y moderna”, y que durante un tiempo
jugó sus bazas en la Gran Bretaña disputada por “galeses”, britanos,
anglos, sajones, daneses y vikingos, para finalmente difuminarse en el
recuerdo; y pasando por los cinco, seis o siete reinos de Burgundia (de
hecho, algunos más), que con el tiempo se convirtieron en los condados,
ducados y reinos de Borgoña, a lo largo de mil años. Estas tres
entidades fueron anteriores y rivales de las preexistentes y
preconfiguradas entidades llamadas Francia, Escocia y Alemania. Pudieron
llegar a algo más, antes de desaparecer. De hecho, pudieron impedir que
surgiera el reino de Escocia, avanzada la Edad Media, y desde luego le
disputaron la preeminencia a Francia (caso borgoñón) en los últimos
siglos medievales.
Tendemos a ver la historia de Europa como el proceso
de creación de las naciones-Estado como Inglaterra, Francia, España.
Alemania o Italia, cuando la evolución de muchos y diversos territorios
pudo malear y reinventar el mapa europeo con otros resultados. Para
Davies, el leitmotiv de este libro pasa por «subrayar el contraste entre
el tiempo presente y los tiempos pasados y explorar cómo funciona la
memoria histórica» (p. 23); por ello su estudio de cada uno de los
«reinos desaparecidos» comienza con una mirada actual (a menudo ha
viajado a esos territorios), para luego narrar la historia del
territorio a analizar y, por último, acercarse a esa memoria histórica, a
cómo ese «reino desaparecido» ha sido recordado u olvidado por sus
«herederos» actuales. De este modo, a los tres estados mencionados
antes, el lector repasa, conoce o descubre la historia de la Corona (y
en ocasiones el reino) de Aragón, el Gran Ducado de Lituania (y el reino
de Polonia), el Imperio bizantino, Borussia o el ducado/reino de
Prusia, Sabaudia o el condado de Saboya, el reino de Galitzia y
Lodomeria, el efímero reino de Etruria, el ducado de
Sajonia-Coburgo-Gotha (hubo varias Sajonias alemanas), el reino de
Montenegro (o Chernagora, derivación de su idioma original), Rutenia o
la República Cápato-Ucrania (duró un día), la República de Éire tras su
separación del Reino Unido (y que sigue existiendo) o el caso de la
agonía de la URSS (y el estudio de caso de Estonia). Sintetizar la
evolución de cada uno de ellos le restaría interés y fascinación al
libro de Davies, así que remito al lector curioso a una lectura del
libro.
Junto a la narración de la historia de estos territorios, subyace la idea de que las modernas naciones (o Estados-nación) no han estado prefiguradas en la Historia (con mayúscula), no ha habido tanto una causalidad, sino que en ocasiones la evolución de entidades coetáneas o preexistentes, o la propia casualidad, ha permitido que unas naciones triunfaran y otras no. Por otro lado, Davies está interesado en discutir cómo mueren los estados, y pone el caso del Reino Unido (siendo británico) como ejemplo. En su opinión, el Reino Unido está próximo a desaparecer, pues se trata de un proceso que comenzó ya hace tiempo con la independencia de Irlanda y que irá a más (el libro se publicó en inglés antes de que el Gobierno británico negociara con el autonomista escocés acerca del referéndum que sobre la permanencia de Escocia se realizará en este 2014): «del mismo modo que la construcción del Estado y la nación británicos tuvo lugar a lo largo de fases que duraron muchos años, sólo cabe esperar que su deconstrucción acaezca de una forma similar; en un período extenso, en el que se den tumbos, pausas y desprendimientos» (p. 782). ¿Qué pasó con esos reinos que aparecen en este libro? Hubo casos, como el ducado de Saboya, entregado a Francia mediante un plebiscito manipulado, en el que la población no tuvo oportunidad de elegir, y en otras tantas, como Estonia o Rutenia, las armas hablaron en su contra; o en parís en 1919 se decidió, apremiados por los serbios, que Montenegro debía, sí o sí, formar parte del naciente estado de Yugoslavia.
Junto a la narración de la historia de estos territorios, subyace la idea de que las modernas naciones (o Estados-nación) no han estado prefiguradas en la Historia (con mayúscula), no ha habido tanto una causalidad, sino que en ocasiones la evolución de entidades coetáneas o preexistentes, o la propia casualidad, ha permitido que unas naciones triunfaran y otras no. Por otro lado, Davies está interesado en discutir cómo mueren los estados, y pone el caso del Reino Unido (siendo británico) como ejemplo. En su opinión, el Reino Unido está próximo a desaparecer, pues se trata de un proceso que comenzó ya hace tiempo con la independencia de Irlanda y que irá a más (el libro se publicó en inglés antes de que el Gobierno británico negociara con el autonomista escocés acerca del referéndum que sobre la permanencia de Escocia se realizará en este 2014): «del mismo modo que la construcción del Estado y la nación británicos tuvo lugar a lo largo de fases que duraron muchos años, sólo cabe esperar que su deconstrucción acaezca de una forma similar; en un período extenso, en el que se den tumbos, pausas y desprendimientos» (p. 782). ¿Qué pasó con esos reinos que aparecen en este libro? Hubo casos, como el ducado de Saboya, entregado a Francia mediante un plebiscito manipulado, en el que la población no tuvo oportunidad de elegir, y en otras tantas, como Estonia o Rutenia, las armas hablaron en su contra; o en parís en 1919 se decidió, apremiados por los serbios, que Montenegro debía, sí o sí, formar parte del naciente estado de Yugoslavia.
De Sajonia-Coburgo-Gotha descendió la
casa reinante actual en el Reino Unido (de una Hannover-Sajonia y un
Sajonia-Coburgo-Gotha), que prudentemente olvidó sus orígenes alemanes y
ha potenciado la idea de una «britanicidad» aumentada con todo un
merchandising patriotero («con el habilidoso uso de formas inglesas, con
el énfasis en títulos más que en apellido y sobre todo con la
filtración selectiva de líneas de parentesco no deseadas, los entregados
cirujanos de árboles genealógicos han cambiado el aroma dominante de su
producto. Movidos por las más patrióticas razones –no hay duda–, han
convencido al público desprevenido de que los vínculos ancestrales más
cercanos a la realeza británica son monarcas ingleses y escoceses hasta
llegar a Guillermo el Conquistador y más allá. Con ello, han marginado
los lazos mucho más cercanos de la familia real con los Hannover, los
Teck, los Brandeburgo-Ansbach, los Brunswick-Wolfenbüttel, los
Württtenberger y los Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg. Si se
supiera la verdad, el grado de consanguinidad de los
“Montbautten-Windsor” con los normandos, los Plantagenet, los Tudor y
los Estuardos sería extremadamente remoto» (p. 654).
Iglesia ortodoxa reflejada en un edificio moderno en Podgorica, Montenegro. |
Para ir concluyendo, los «reinos desaparecidos» surgieron, vivieron y
finalmente murieron, con un diagnóstico diverso: no hubo una «muerte»
igual, del mismo modo que tampoco tuvieron una evolución pareja.
Adaptados a la zona en la que surgieron y se desarrollaron, la narración
de su historia nos muestra, sin embargo, unas pautas comunes de
existencia, que en cierto modo se aplican a aquellas otras entidades que
han sobrevivido o las han sustituido/destruido/absorbido: «el éxito en
la constitución de un Estado es, de hecho, una rara bendición. Requiere
prosperidad y vigor, buena suerte, vecinos benévolos y cierto rumbo que
le ayude a medrar y a alcanzar la madurez. Todas las entidades políticas
famosas de la historia han pasado por este examen de infancia, y muchas
han vivido hasta edades avanzadas. Las que fallaron la prueba han
expirado sin dejar huella. En las crónicas de los Estados, como en la
condición humana en general, ésta ha sido la forma en que ha funcionado
el mundo desde tiempos inmemoriales» (p. 848).
Post scriptum: es una lástima que el libro adolezca de una falta de revisión de la traducción, pues se observan numerosas erratas en cuanto a las fechas, en alguna ocasión se traduce sin prestar atención (se llama «Guillermo V» –nombre que asumirá el hijo del actual príncipe Carlos de Inglaterra y de Diana Spencer)– y Davies patina en el capítulo «Aragón», confundiendo a menudo la evolución de la Corona con la del Reino de Aragón, aun siendo consciente de tal distinción). Todo ello, sin embargo, no debería desalentar a los lectores, que disfrutarán mucho con este libro. Palabra.
Post scriptum: es una lástima que el libro adolezca de una falta de revisión de la traducción, pues se observan numerosas erratas en cuanto a las fechas, en alguna ocasión se traduce sin prestar atención (se llama «Guillermo V» –nombre que asumirá el hijo del actual príncipe Carlos de Inglaterra y de Diana Spencer)– y Davies patina en el capítulo «Aragón», confundiendo a menudo la evolución de la Corona con la del Reino de Aragón, aun siendo consciente de tal distinción). Todo ello, sin embargo, no debería desalentar a los lectores, que disfrutarán mucho con este libro. Palabra.
?el Gran Ducado de Polonia? Estarás pensando en Lituania, no?
ResponderEliminarLapsus mientras escribía; pocas lineas arriba aparece correctamente. Gracias por el aviso. ;-)
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