30 de diciembre de 2013

Crítica de cine: La vida secreta de Walter Mitty, de Ben Stiller

La última película de Ben Stiller es de las que se esperaba desde hace tiempo cuando los primeros tráilers y teasers empezaron a pulular por las redes sociales e Internet en general. Personalmente, me interesaba aunque iba algo escamado ante lo que parecía un alarde visual que podía estar vacío de contenido e incluso de alma. Algunas críticas publicadas tampoco dejaban la película en un buen lugar... aunque, claro, las críticas son eso, críticas, y como todas, subjetivas y discutibles. Pospuesto un primer intento el día de Navidad, que es cuando se estrenó, por causa mayor (medio asfixiado por los miasmas de la gripe), ayer domingo por la tarde me acerqué en buena compañía para ver esta película basada en el cuento corto de James Thurber y que ya tuvo un antecedente cinematográfico en 1947, con Danny Kaye de protagonista. Recuerdo muy vagamente esa primera versión, recuerdos de infancia confusos. Stiller ha cogido la historia de Thurber y la traslada al presente, alejándola de la esencia del cuento y de la película de Kaye (lógicamente), para acercarla a escenarios, inquietudes y lenguajes más propios del siglo XXI. Y el resultado ha sido bueno, digámoslo de entrada. Mejor de lo esperado. Hay que decir, no obstante, que mis temores de contemplar una preciosa escayola hueca no iban del todo desencaminados. La vida secreta de Walter Mitty es un cuento moderno precioso y lleno de optimismo, sí, pero también a ratos se acerca a un extralargo anuncio televisivo posmoderno, a una sobredosis de rollo de autoayuda y crecimiento personal e incluso tiene picos de nadería new age. Y también momentos para el surrealismo y la humorada stilleriana al uso (el momento Benjamin Button).

Pero, veamos, ¿de qué va la historia? Pues de un hombre de vida anodina, Walter Mitty (Ben Stiller), que no ha viajado fuera, que no puede aportar una experiencia aventurera en su haber, que pasa por la vida sin destacar... pero que en muchas ocasiones sueña despierto, desconecta de la realidad para vivir esa aventura que nunca tuvo oportunidad de tener, o no quiso, o no pudo. Un somiatruites, que diríamos por tierras periféricas, un tipo que vive en la luna de Valencia. Trabaja en la revista Life, como jefe del archivo de negativos fotográficos y siente una especial atracción por una compañera del departamento de contabilidad, Cheryl Melhoff (Kristen Wiig), aunque no se atreve a socializar con ella. Todo empezará a cambiar cuando se anuncia la compra de la revista y su posterior cierre en la edición de papel, pues pasará a editarse a continuación sólo en formato digital (algo que le sucedió a la revista en 2007). Comienza la ronda de reajustes de plantilla, es decir, de despidos, y todos comenzarán a ver peligrar su puesto de trabajo. Walter incluido, él mismo un dinosaurio en una revista que se dirige hacia conversión digital. Para la portada del último número de la revista, el fotógrafo Sean O'Connell (Sean Penn) envía un rollo de película (él también es un artesano de la vieja escuela, y por eso confía siempre en Walter para el revelado de sus fotografías) en el que destaca un negativo, el nº 25, como el seleccionado para esa portada. Pero el negativo no llega a la oscura oficina de Walter, ¿dónde está? Con un jefe, "director de la transición" (Adam Scott), de ridícula barba y peores modales, exigiéndole a Walter enseñarle la fotografía que no aparece, éste se verá abocado a iniciar un viaje que nunca esperó realizar... y a tener esa aventura, siguiendo el lema de la revista (muy a lo National Geographic), que sólo tuvo en su fantasía. 

Fantasía, pues, es la esencia formal de esta película. Fantasía en estado puro, en la cotidianeidad y en el modo de afrontar los obstáculos que supone vivir. Pues la película de Stiller es sobre todo y ante todo un canto a la vida, a seguir adelante cuando las dificultades aparentemente nos detienen. Optimismo, ilusión, vitalidad, son los pilares de la "nueva vida" que emprenderá Walter y que se contagian al público espectador de una sala de cine. Hay mucha comedia en esta película, buscada o simplemente encontrada, ya sea con un piloto beodo de helicóptero en Groenlandia, a bordo de un pesquero cochambroso en medio del Atlántico norte o bajando en monopatín las curvas de una carretera en Islandia. Vitalidad a miles de metros de altitud o jugando un partido de fútbol con desconocidos. La aventura en pos de un negativo, el mensaje secreto de unas fotografías, la realidad y el deseo de la portada final de una revista. 


Pero resulta también especialmente interesante el trasfondo de la película: el drama de quedarse sin empleo, por muchos años que hayas trabajado en una misma empresa; el páramo de las relaciones sociales en Internet, donde los guiños realmente no significan nada y donde los perfiles de páginas de amistad o ligue en general necesitan de experiencias reales para que tengan realmente sentido esas "amistades" y "relaciones personales" (la evolución de la relación por teléfono de Walter con Todd, el encargado de "mantenimiento" de una de esas páginas de Internet); o el encanto de lo artesanal, del trabajo a la antigua usanza, que representa el anodino Walter Mitty en su oscuro archivo de negativos, donde está en su salsa, frente a los vistosos y luminosos despachos de los ejecutivos y las oficinas de trabajadores que van y vienen, que son mantenidos en vilo hasta saber si mantendrán su trabajo. Stiller juega con la fotografía de los grandes espacios, ya sea en las oficinas de la revista o, cómo no, en esos parajes naturales del mundo real que, ahora sí, Walter conoce de primera mano.

Quizá haya un exceso de buenrollismo. Quizá el alarde de gran anuncio televisivo pueda acabar en la estridencia. Pero La vida secreta de Walter Mitty es una película hermosa, optimista y, en estos tiempos de incertidumbre que corren, más necesaria que nunca. Quizá es que nos hemos dejado apolillar tanto por el miedo y el pesimismo, y por ello a algunos pueda parecerles un vano y estereotipado mensaje de candidez y nostalgia barata. Y la vida seguirá, con las amarguras cotidianas y los problemas a solucionar, pero a nadie le empacha un dulce. Y de optimismo no estamos precisamente sobrados.

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