24 de noviembre de 2013

Reseña de La conquista islámica de la península Ibérica y la tergiversación del pasado, de Alejandro García Sanjuán

En una reseña de Los nuevos charlatanes de Damian Thompson (Ares y Mares, 2009), comentaba: «Mantengámonos alerta ante estos charlatanes, nos advierte Thompson. Los blogs, los foros de Internet, el mundo cibernético en general, aprovechado por estos charlatanes, son justamente el ámbito donde más se les puede dañar. Al mismo tiempo, dice el autor: "Debemos pedir cuentas a los guardianes de la ortodoxia intelectual codiciosos, perezosos y políticamente correctos que hayan vuelto la espalda a la metodología que nos permite distinguir los hechos de las fantasías. Suya será la culpa si el sueño de la razón produce monstruos” (p. 192). […] No nos dejemos engañar por esos nuevos charlatanes. Antes vendían potingues para curar el cáncer; hoy simplemente se aprovechan de las nuevas tecnologías para vendernos productos similares. Y además de forrarse con potingues, pseudohistorias o creacionismos de todo tipo, extienden contraconocimiento por todas partes. Advertidos estáis». 

Todo ello podríamos repetirlo ante el libro del profesor de la Universidad de Huelva Alejandro García Sanjuán (Dialnet), La conquista islámica de la península Ibérica y la tergiversación del pasado (Marcial Pons, 2013), una obra que también nos obliga a mantenernos alerta ante otro tipo de tergiversación: el negacionismo. ¿Y a cuenta de qué? Pues de las peregrinas teorías que Ignacio Olagüe, según el cual la llegada del Islam a la Hispania visigoda no se produjo tras la conquista por contingentes árabes y beréberes, tal y como demuestran las fuentes históricas (textuales, epigráficas, arqueológicas y numismáticas) y afirma la práctica totalidad de la historiografía moderna, sino que se produciría un proceso de génesis interna, según el cual el establecimiento de una sociedad árabe e islámica fue el resultado de la pugna entre el unitarismo arriano y el trinitarismo católico, desembocando a mediados del siglo IX en un «sincretismo religioso». De modo que los árabes no habrían invadido jamás la Península y, de hecho, no habría existido una identidad árabe y musulmana.

Alejandro García Sanjuán
El negacionismo no es algo nuevo. Entronca en la misma línea revisionista de la Guerra Civil española o en la negación del Holocausto. En general, ese negacionismo se basa en un trabajo de meros aficionados a la historia, generalmente al margen de la historiografía académica (aunque no de la profesional), pero, con alguna excepción, con escasa o nula disposición a trabajar según el método científico (o para el caso que nos toca, histórico); desdeñan las fuentes y las evidencias históricas (lo que Ángel Viñas denomina la «evidencia primaria relevante de época»), soslayan aquello que no cuadra con la teoría, denuncian el ninguneo de los historiadores académicos y, en general, no plantean pruebas que demuestren la teoría, sino que se tergiversan aquellas mismas fuentes que se rechazan (o no se tienen en cuenta, en la mayoría de los casos, por no decir que no se leen), achacan cerrazón de miras a quienes no comulgan con sus teorías y plantean extraños y acientíficos métodos como la «historiología» (que tampoco se molestan en explicar de qué se trata). 

Del mismo modo que el negacionismo de David Irving sobre el Holocausto ha sido unánimemente rechazado por la comunidad de historiadores (quedando sólo el reducto de neonazis de todo pelaje) y las ideas revisionistas de Pío Moa sobre el franquismo han sido rechazadas por la inmensa mayoría de historiadores académicos e incluso por quienes les auparon al estrellato mediático –véanse las recientes «memorias» de César Vidal al respecto, páginas 558-561, que tampoco se corta en admitir que los postulados de Moa sobre la guerra civil no son ni novedosos ni aportan nada que, léase entre líneas, planteara y sigue planteando la historiografía franquista–, las teorías de Ignacio Olagüe (1903-1974) en sus libros Les árabes n’ont jamais envahi l’Espagne (1969) y La revolución islámica en Occidente (1974) –básicamente, la traducción castellana del anterior– sólo han cuajado en un sector, sin embargo activo, ideológico que denuncia la «teoría de la conspiración», se arrela en parte del andalucismo político e ideológico y ha encontrado eco en el ámbito académico, caso del historiador Emilio González Ferrín (Universidad de Sevilla), que no duda en recoger el guante de Olagüe y negar la conquista islámica del año 711

Pero el libro de García Sanjuán no es meramente una obra de denuncia del negacionismo (que también lo es), sino una aproximación rigurosa, documentada y amena a la conquista árabe de península Ibérica, la destrucción del reino visigodo y los primeros años del territorio que sería conocido como al-Andalus. Pero tampoco el autor pretende 
«decirlo todo sobre la conquista, ni tampoco desarrollar de forma exhaustiva los aspectos que he tratado o elaborar una descripción minuciosa o detallada de los hechos acaecidos a partir del año 711. El lector interesado en informarse sobre estas cuestiones puede acudir a la amplia diversidad de publicaciones científicas y académicas que existen sobre el tema. Ahora bien, aunque mi contribución no tiene pretensiones de totalidad y dista de ser novedosa en muchos aspectos, creo que aporta unas perspectivas que, siendo, a mi juicio, relevantes, sin embargo no han recibido suficiente atención en la tradición historiográfica previa» (p. 21). 
Ya la estructura del libro muestra, en cuatro grandes capítulos, qué se va a encontrar el lector, mediante unos títulos que son preguntas a responder: en primer lugar, ¿por qué la conquista ha sido un hecho histórico tergiversado? Ello nos lleva al fenómeno del negacionismo de Olagüe, a analizar su figura, sus obras, la recepción de las mismas en la literatura especializada, su influencia en la posteridad y la recogida del testigo negacionista en autores actuales como González Ferrín. García Sanjuán lo tiene claro: el negacionismo es «una tendencia revisionista vinculada a intereses ideológicos que pretende una manipulación del pasado basándose en la tergiversación de los testimonios históricos. El historiador profesional no puede, ni debe, soslayar la exigencia de impugnar esta clase de imposturas, sobre todo cuando proceden del ámbito académico. En este caso, la necesidad es doble, pues a la obligación de preservar el conocimiento histórico se añade la de señalar a los ventajistas y tramposos que no dudan en fomentar mitos con el fin de medrar, obtener prebendas, satisfacer egos desmedidos o defender determinados proyectos ideológicos, parapetados en la credibilidad que otorga el marchamo académico» (p. 25). Y, sin embargo, el autor es consciente de que probablemente su libro no sirva para erradicar el negacionismo: «los mitos, por naturaleza, son indestructibles. La sociedad los crea porque los necesita. Por lo tanto, el negacionismo pervivirá, pero espero que el esfuerzo realizado sirva para denunciar y evidenciar su verdadera condición, así como la de quienes lo fomentan, siempre debido a intereses ajenos al conocimiento histórico» (ibidem). 


Responder a esta primera pregunta traslada al autor (y a los lectores) a conocer los principales postulados del negacionismo de Olagüe y sus actuales epígonos y a dejar en entredicho a aquellos que, por ignorancia, desidia o intereses personales, no ejercen la adecuada crítica en el mundo académico o en el literario y de un modo u otro dan alas y cancha a las tesis negacionistas (caso de profesionales de la historia como Joseph Pérez, Franco Cardini y Ricardo García Cárcel, o de escritores como Antonio Gala o Juan Goytisolo… algo que, por desconocimiento de la materia, me ha sorprendido). El negacionismo encuentra espacio entre los conspiranoicos o quienes dudan de la historia oficial, pero no ahondan en las teorías presentadas, limitándose a darles reconocimiento académico… sin haber analizado si lo merecían. Conocer esos postulados implica saber qué críticas aportan los negacionistas a la historia académica de la conquista islámica de la Península: que no existen testimonios históricos coetáneos y que no se puede hablar de una identidad musulmana (y menos aún árabe) de los conquistadores. 

Ambas ideas conforman los dos siguientes capítulos del libro de García Sanjuán, en forma de pregunta en sus títulos: ¿existen testimonios históricos confiables sobre la conquista? –que analiza la variedad de fuentes escritas, latinas y árabes, así como el registro material, es decir, monedas y sellos de plomo– y ¿cuál era la identidad de los conquistadores?, que rompe con la idea negacionista de que ni hubo conquistadores y no existió una identidad musulmana hasta un siglo y medio después, como mínimo. De hecho, según los negacionistas tampoco hubo un Islam en época de Mahoma ni un proceso de arabización fuera de Arabia. En estos dos capítulos la denuncia y refutación del negacionismo se realiza con la aportación de las evidencias que el historiador tiene a su disposición, desmontando las endebles (por no decir increíbles y en no pocas ocasiones chapuceras patrañas) que Olagüe y sus epígonos han aducido para justificar sus tesis. Y ya en el cuarto capítulo –que se pregunta ¿por qué triunfaron los conquistadores?– el autor realiza un ejercicio de análisis de la caída del reino visigodo, la labor de los conquistadores (¿conquista por la fuerza o mediante pactos de capitulación?) y el alcance de la resistencia cristiana (o los orígenes del reino de Asturias). 

Para servidor, un neófito y (reconozcámoslo) lector poco  interesado en este tema, el libro de Alejandro García Sanjuán es un estimulante desafío, una lectura provechosa y una alerta constante ante los peligros de peregrinas teorías que pervierten y manipulan el conocimiento histórico. Considero que estamos ante una obra necesaria –aunque quizá estéril si se trata de ponerle puertas al desierto negacionista–, historiográficamente impecable, rigurosa e incluso entretenida para lectores profanos en la materia. 

Pues, en el fondo, se trata de dilucidar qué fuentes tenemos de un acontecimiento histórico, de qué tipo, con qué valor y qué apoyo hay de las evidencias del registro material que puedan corroborar una teoría, y todo ello para elaborar la narración de qué sucedió, cómo y por qué. Justo lo contrario de corrientes negacionistas y revisionistas que, en función de intereses alejados del conocimiento, imponen la tesis, rechazan las pruebas y tratan de deslegitimizar a los historiadores rigurosos (los «legajistas», en palabras de González Ferrín). 

Por tanto, libros como el de Alejandro García Sanjuán (o el de Damian Thompson que mencionaba al principio), no sólo son necesarios: son ineludibles. Más nos vale.

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