23 de marzo de 2013

Crítica de cine: Anna Karenina, de Joe Wright

Me he dedicado a buscar un póster que defina con precisión una película como Anna Karenina de Joe Wright. Lo habitual es encontrar la típica imagen de Anna en el centro del escenario, con Vronski y Karenin a lado y lado. Y sin embargo sería simplificar en exceso la trama de esta nueva (en todos los sentidos) adaptación de la novela de Lev Nikolaievich Tolstói: pues, sí, es la historia de un adulterio y de un amor obsesivo, de la ruptura por parte de la protagonista de los convencionalismos de un rígido código social en la élite peterburguesa. Pero la historia de esta novela es más compleja, y debemos agradecer a Tom Stoppard, el guionista y aclamado autor teatral, que no se haya olvidado de quién es realmente el protagonista de esta novela: Konstantin Dimitriévich Levin, el alter ego del propio Tolstói, el hombre reflexivo y al mismo tiempo irascible, debatiéndose entre la modernidad y el apego a las tradiciones rusas. Sin Levin, la novela no es la misma, pues encarna la cara B de la propia Anna: también duda, como Anna, y baraja romper con todo; también el amor lo golpea y obsesiona, pero donde ella se hunde en su propio infierno (y en aquel creado por los demás), Levin se mantiene a flote, y termina por, a su manera, conseguir lo que siempre ha soñado. 

Anna Karenina es una película con dos pilares básicos: texto e imagen. Stoppard se ha encargado de adaptar una compleja novela, extensa (mil páginas), con diversas tramas, muchos personajes, escenarios y con una visión de la alta sociedad del San Petersburgo de la década de 1870 y del interior, del campo, que Tolstói conocía con detalle en ambos casos. Quizá no haya un inicio de novela ("Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera") tan conocido y que revele tanta intensidad; Tolstói mismo puso como primer título de su novela Dos familias. Y la familia es importante, ya desde que nos enteramos que la felicidad se ha marchado de casa de los Oblosnki desde que el padre de familia, Stiva (Matthew MacFadyen) le ha sido infiel a su esposa Dolly (Kelly Macdonald) con la institutriz, y su torpeza ha provocado que ella se entere, para desgracia familiar y oprobio social. La llegada de Anna Karenina (Keira Knightley), la hermana de Stiva y esposa del influyente Alexei Alexandróvich Karenin (Jude Law), para calmar la situación será el inicio de otro drama, el propio de Anna, cuando conoce y queda subyugada por el conde Vronski (Aaron Taylor-Johnson). Y el resto... bueno, ya conocéis la historia. Esta es la trama más conocida de la novela, pero no olvidemos a Levin (Domhnall Gleeson), que aspira a casarse con Kitty (Alicia Vikander), la hermana menor de Dolly, pero desiste, furioso y frustrado, cuando conoce que ella quiere casarse con Vronski... antes de que este conozca a Anna. Levin simboliza el cambio y la propia resistencia al cambio (toda una paradoja) en la Rusia imperial que trata de acercarse a Europa, que ha liberado a los siervos y que busca un lugar entre el resto de potencias "civilizadas". Esta es la historia, el texto, que Stoppard adapta. La historia de una mujer que lo pierde todo por amor, que se obsesiona y pone en entredicho la seguridad y el honor de su familia, comenzando por un marido que le dobla la edad y que, paternalmente, insiste en que no se pierda, en que sea consciente de su lugar en la sociedad. Anna no ha conocido el amor, Vronski se lo trae con exceso, hasta el punto de perder la cabeza y considerar que puede tener un amante y que todo se mantenga igual. Pero la sociedad peterburguesa le recordará que jugar con fuego acaba quemando y que un comportamiento de ese tipo se paga con la muerte social... previa a la propia muerte física de Anna.

Mientras Stoppard pone la palabra, Wright se encarga de la imagen. Y juega con ella. Traslademos la acción a un escenario teatral, poco sutil metáfora de que la vida es puro teatro. un escenario móvil, con elementos que cambian constantemente, con puertas que se abren y cierran, con la platea que tanto puede ser el despacho de Stiva, un baile o una estación de tren. Las butacas escenifican la sociedad peterburguesa que contempla todo lo que sucede entre los principales protagonistas, mientras entre bambalinas se cuece la trama y en la tramoya y por encima del telón surge una sociedad más maleable, más oscura. Una puerta en el escenario se puede abrir y llevarnos a la helada estepa rusa o a la siega del heno. Por el propio escenario sucede una fatal carrera de caballos o una ópera a la que acude Anna y en la que se "escenifica" su repudio social. Wright mueve cámaras, realiza numerosísimos travellings (¿recordáis aquella famosa secuencia de Expiación?). Todo es puro movimiento, personajes situados a conveniencia del director, que como marionetas o estatuas que cobran vida siguen los dictados de Wright. Todo es lujo, colorido y puro derroche. Wright se desmelena, hace lo mismo con Anna (aunque me esperaba una Keira Knightley mucho más exagerada), dosifica la fuerza que surge del guión de Stoppard (la carrera de caballos, la secuencia en la ópera, la dignidad herida de Karenin, el inicio en la estación con una muerte y el destino de Anna en el tramo final).

¿El resultado? Más que atractivo... si juegas con las reglas que ofrece Wright. Si consigues entrar en la metáfora visual, no te agobias demasiado con los trávellings de cámara, no consideras que tanto manierismo visual roza lo ridículo (y hay ocasiones en que lo roza, y de cerca), si ves la obra en toda su globalidad (Anna, sí, pero también Levin), quedarás satisfecho. Con matices, como servidor, pues percibo un cierto desequilibrio en el ritmo (Stoppard, queriendo reflejar la complejidad de la novela duda demasiado entre Anna y Levin, por su idea de ofrecerlo todo), con altibajos en la parte central (llega el momento en que ya sólo esperas el final por todos conocido), hay personajes como Vronski que quedan desdibujados en el tramo final. La música omnipresente de Dario Marianelli se erige en un personaje más, no incomoda y dibuja con nitidez a los personajes. El exceso visual de secuencias como el baile se ralentiza en la media hora final, mostrándose más pausado, quizá consciente Wright de que tampoco hay que empalagar al espectador (y seguramente ya lo ha hecho).

Me ha atrapado esta versión, aunque posiblemente ya iba predispuesto al exceso visual. Mi sorpresa ha sido la solidez de un guión que no lo focaliza todo en el triángulo Anna-Vronski-Karenin, añadiéndose Levin (¡como debe ser!) y manteniendo la esencia de la novela de Tolstói. Y como adaptación del texto, pues, es magnífica; como juego posmoderno a lo Hamlet de Kenneth Branagh (otro teatro...), es muy atractivo y sale airoso del envite. Muy airoso.

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