Suele definirse la Gran Guerra de 1914-1918 como el primer conflicto «total», cuando los Estados cambiaron las prácticas de la guerra, implicando a toda la sociedad y poniendo la economía al servicio del esfuerzo bélico. En cambio, David A. Bell propone en La primera guerra total: la Europa de Napoleón y el nacimiento de la guerra moderna (Alianza Editorial, 2012) que las guerras entre 1792 y 1815 transformaron el modo de enfocar la guerra para siempre. En este libro, publicado originalmente en 2007 (no deja de ser curioso que llegue la traducción castellana en el reciente 2012, año de conmemoración del fiasco napoleónico en Rusia), Bell apuesta por una historia cultural de la guerra en sí misma, desafiando convenciones comúnmente aceptadas y desatando numerosos debates y controversias al respecto. Para este autor son las transformaciones intelectuales de la Ilustración , junto con la efervescencia política entre 1789 y 1792, los factores que originaron una nueva concepción de la guerra, intensificando los combates en las dos décadas siguientes hasta niveles de auténtica catástrofe.
David A. Bell |
La «cultura de la guerra» aristocrática del siglo XVIII, personificada en el duque de Lauzun, cuya biografía es uno de los hilos conductores de este libro (junto a la de Napoleón), mutó a una guerra revolucionaria desde 1789. La guerra caballeresca, de pocas (aunque sangrientas batallas) del siglo XVIII comenzó a modificarse paulatinamente. Pero serían el eco, la guillotina y los cañones de la Revolución Francesa los que cambiarían el modo de percibir la guerra en sí misma. Desde el momento en que la Asamblea Nacional (después Legislativa) discutió al monarca francés la potestad de declarar la guerra, asumida por la nación (que también ostentó desde entonces la soberanía nacional), las cosas cambiaron para hombres como Lauzun, que tuvieron que adaptarse a las nuevas circunstancias. Él pudo hacerlo, aún era joven y en el fondo lo que le interesaba era seguir gozando de todo lo que significaba llevar un uniforme. Pero para la Francia del Antiguo Régimen las cosas ya no volvieron a ser iguales: la victoria nacional francesa en Valmy (1792) marca un punto de inflexión. La sociedad francesa se implicó en las guerras contra el enemigo extranjero y se consolidó, desde un ejército nacional que se forjó paulatinamente, una concepción radicalmente diferente hasta entonces acerca del servicio militar. Bell escudriña los orígenes de la diferenciación entre militares profesionales y civiles, surgiendo poco a poco la figura del adalid militar que se erige en salvador de la patria (Napoleón Bonaparte), para luego encaramarse al trono imperial. La guerra influye en la sociedad y en los problemas de un proceso revolucionario que encuentra en los enemigos foráneos la motivación para fundar la nación francesa en armas, al mismo tiempo que combate al enemigo interno. Muestra de ello es el capítulo que Bell dedica a la brutal represión de la Vendée entre 1793 y 1794: un exterminio consciente contra aquellos que eran considerados contrarrevolucionarios y que supuso la masacre de 220.000 a 250.000 muertos, sacando a la luz «el rostro de la guerra total, que siguió a su propia dinámica de radicalización», y suscitando en el lector el recuerdo de los genocidios del siglo XX.
Francisco de Goya, Los desastre de la guerra: "Grande hazaña! Con muertos!" (1810-1815) |
El vuelo del águila napoleónica daría el impulso definitivo a la idea de «primera guerra total». Bell no realiza un exhaustivo análisis del genio militar de Bonaparte (no es el objetivo de este libro), sino que imbrica su figura (y su pensamiento), totalmente nuevos, en la evolución de la guerra hacia grandes batallas, ejércitos que forzaron al límite el reclutamiento y la implicación total de un país en el engranaje militar. Rusia fue la tumba de la gloria napoleónica, pero Bell destaca también el desgaste de las guerrillas en España (como lo fue la insurgencia en Irak para Estados Unidos en 2003). A la postre, la dinámica de la guerra total se demostraría imposible de controlar, como el propio Napoleón comprobaría desde 1813 (si no ya desde 1808). En el siglo posterior a Waterloo, las potencias europeas dejaron la guerra total en stand-by, pero volvió a la palestra, casi como un nuevo parto, en las trincheras del norte de Francia.
Un libro de lectura clarificadora y al mismo tiempo analítica, magníficamente traducido (hay que agradecer el trabajo de Álvaro Santana Acuña en las labores de traducción, así como una introducción elaborada ex professo para esta edición) y que permite reflexionar sobre la guerra en sí misma, sobre la imagen que tuvieron sus protagonistas entre 1750 y 1815, aproximadamente, y sobre los cambios que supusieron las luces ilustradas y la ideología revolucionaria francesa.
Todas las guerras son igualmente horribles, pero cuando interviene el factor ideológico (sea político o religioso) se convierten en guerras de exterminio y sustitución. Mientras leía la reseña e iba bajando el cursor me acordaba de la Vendée y sus matanzas y al encontrarlo observo que Bell y yo coincidimos en el diagnóstico. Me pregunto qué hubiera pasado si hubiese triunfado la ocupación napoleónica y se hubiese prolongado en el tiempo: los exterminios stalinianos y nazis hubiesen tenido un insigne antecedente. Ya en España vimos un ensayo casi guernicano.
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